La globalización ha dejado su huella indeleble en nuestra sociedad contemporánea. No solo ha promovido un flujo incesante de bienes y servicios, sino que también ha moldeado nuestras percepciones individuales y colectivas de una manera sin precedentes. En este mundo interconectado, hemos presenciado el surgimiento de una cultura consumista desenfrenada, donde la identidad personal se entrelaza con la idea de éxito económico y material.
Sin embargo, este fenómeno de globalización no ha sido homogéneo en su impacto. Mientras algunos se ven envueltos en el torbellino del consumismo global, otros resisten, aferrándose a sus identidades culturales y a sus valores tradicionales. Esta polarización se ha traducido en una creciente fragmentación social, donde la solidaridad colectiva ha sido reemplazada por una mentalidad individualista y competitiva. El capitalismo, efectivamente, resolvió el problema de la escasez a través de la producción, no obstante, lo que no sólo no resolvió sino que profundizó, como escribió Herbert Marcuse, es la distribución de los productos.
Hoy se producen más bienes que nunca en la historia de la humanidad al punto de que se crean supuestas soluciones para problemas inexistentes a partir de nuevos inventos tecnológicos cada vez más y más avanzados. Paradójicamente, a diferencia de lo que se daba en el pasado, estos nuevos productos no vienen acompañados de una nueva fe en que servirán para hacernos la vida más fácil, sino que nos enfocamos en sus potenciales daños para la humanidad. Tal es el caso de la inteligencia artificial, los deep fakes y la profundización de las fake news.
Esta dinámica ha allanado el camino para el surgimiento de movimientos políticos extremos, que encuentran su base de apoyo en la frustración y la alienación de aquellos que se sienten marginados por el sistema. La ultraderecha, en particular, ha capitalizado este malestar social, ofreciendo respuestas simplistas a problemas complejos y promoviendo una retórica divisiva que no hace más que alimentar el miedo y el resentimiento.
En este contexto, las tradicionales luchas colectivas de la izquierda han perdido terreno. La idea de solidaridad de clase ha sido socavada por una narrativa individualista que promueve la meritocracia y la competencia desenfrenada. Los trabajadores ya no se identifican con sus compañeros como parte de una misma clase, sino que aspiran a alcanzar el éxito personal, incluso si eso significa pisotear a quienes están a su alrededor. El sistema triunfó en implantar una autopercepción en los trabajadores: “Sos rico, solo que no tienes dinero aún”. Una idea de que pedaleando para llevar la cena de la clase media, sos, potencialmente, el fundador de una startup. Un deseo capitalista tan cristalizado que evita el desarrollo de cualquier idea superadora de pensar un sistema poscapitalista, al decir de Mark Fisher.
Este fenómeno se refleja en muchas paradojas políticas inverosímiles que observamos hoy en día. Vemos a excomunistas apoyando a líderes de extrema derecha, sindicalistas respaldando a figuras políticas que promueven políticas anti-trabajadores, y a grupos de ideología neonazi mostrando afinidad con países, en teoría, comunistas, como China. Hemos visto, por ejemplo, en las últimas semanas, a progresistas y feministas firmar comunicados en apoyo de Hamas, un grupo terrorista islamista radical que negaría su propia existencia. Es otro signo más de una confusión ideológica sin precedentes.
Estamos viviendo en un momento de profunda confusión ideológica, donde las alianzas políticas se forjan no por afinidad ideológica, sino por conveniencia pragmática, o, simplemente, por desconocimiento e ignorancia de lo que se apoya. En medio de esta incertidumbre, nos encontramos en lo que Antonio Gramsci describiría como un “interregno”, un período de transición entre un orden social moribundo y uno nuevo que aún no ha nacido. Es en este espacio liminal donde se gestan los fenómenos más perturbadores y peligrosos, donde las viejas certezas se desmoronan y las nuevas aún no han tomado forma.
Sin embargo, a pesar de la inevitabilidad de este proceso de cambio, nos encontramos paralizados por el miedo al futuro. La certeza de que lo que está por venir será peor que lo que dejamos atrás nos impide imaginar y construir un futuro diferente. Nos aferramos a la nostalgia de un pasado en el que creíamos en la posibilidad de un mañana mejor, pero hemos perdido la fe en nuestra capacidad para dar forma a ese futuro.
Sin embargo, esa certeza, a su vez, evita construir futuros, inventar utopías nuevas. No es el pasado en sí del que tenemos nostalgia, sino de la fe en el futuro que había en ese pasado. Como escribió Zygmunt Bauman, hoy no hay confianza en el futuro, solo en un pasado idealizado. Las utopías del siglo XX, en el XXI fueron reemplazadas por las retrotopías. El slogan de Thatcher parece haber triunfado: “No hay alternativa” al “capitalismo realmente existente”.
Que la salida a las tradicionales luchas colectivas sea, en el siglo XXI, por ultraderecha y no por izquierda o por algo que se asemeje a movimientos solidarios con el otro, es todo un signo de la fragmentación política pero también socio cultural que atraviesa Occidente. Solo comparable con lo sucedido tras la crisis de 1929, pero potenciado debido a las redes sociales, a la trasnacionalización y, paradójicamente, a la globalización.
En este contexto, es más importante que nunca encontrar puntos de encuentro en orden de construir una agenda colectiva que aborde de manera integral y con una mirada humanista los desafíos de nuestro tiempo. Debemos resistir la tentación del cinismo y la resignación, y en su lugar, reafirmar nuestro compromiso con la solidaridad, la justicia y la esperanza. Solo así podremos navegar con éxito el interregno en el que nos encontramos y construir un mundo mejor para las generaciones venideras. Como escribió Fisher: “Inventar el futuro”.