“No creo que haya que ser judío para ser sionista, y yo soy sionista” –Joseph R. Biden Jr., 18 de octubre de 2023.
La frase fue pronunciada por el presidente norteamericano durante una reunión con el gabinete israelí en ocasión de su visita de solidaridad con el estado judío tras la masacre perpetrada por el movimiento terrorista palestino Hamas el 7 de octubre pasado. Fue el primer presidente de Estados Unidos en viajar a Israel durante una guerra. En un discurso público ese mismo día, Biden declaró: “Vengo a Israel con un solo mensaje: no están solos. Ustedes no están solos. Mientras Estados Unidos permanezca en pie (y así será por siempre) no dejaremos que ustedes estén solos”, tildó a Hamas de haber desatado “pura maldad sobre el mundo” y proclamó:
“El Estado de Israel nació para ser un lugar seguro para el pueblo judío del mundo. Por eso nació. Durante mucho tiempo he dicho: si Israel no existiera, tendríamos que inventarlo. Y aunque hoy no lo parezca, Israel debe volver a ser un lugar seguro para el pueblo judío. Y les prometo: haremos todo lo que esté a nuestro alcance para asegurarnos de que así sea”.
Tremendas palabras. ¿Pero lo ha estado haciendo? En parte sí, en parte no. Envió a sus secretarios de Defensa y de Estado a Israel, desplazó portaaviones al Medio Oriente, advirtió indirectamente a Irán contra alguna tentación de atacar a Jerusalem unilateralmente, respondió (limitadamente) a los ataques de misiles de los houtíes en Yemen, proveyó a Israel de armamento crítico y le dio cobertura diplomática en el siempre hostil foro de las Naciones Unidas. A la vez, advirtió de entrada por los civiles palestinos, reclamó la provisión de ayuda humanitaria y para comienzos de diciembre ya estaba exigiendo -por medio de Anthony Blinken- al gobierno de Israel que debía concluir su operación militar en Gaza “para fin de año”; como si las guerras pudiesen ser gestionadas con un cronómetro.
Últimamente parece haber escalado retóricamente, tanto a nivel personal como a través de su vicepresidenta o secretario de estado. Su Administración ha tachado a la respuesta militar de Israel de ser “exagerada”. Reclamó a Israel que no desplazara a los civiles palestinos dentro de la Franja (mientras que no cuestionó a Egipto el cierre de su frontera con Gaza) obligando así a la población civil a permanecer encerrada en una zona de guerra. Durante un mes entero pidió que Israel alcance un acuerdo con Hamas por los rehenes a cambio de un cese (¿temporario o final?) de fuego antes del inicio de la festividad religiosa islámica del Ramadán: “Tiene que haber un alto el fuego debido al Ramadán”. Culpó sólo a Israel por las dificultades en la distribución de asistencia humanitaria: “Vamos a insistir en que Israel facilite más camiones y más rutas para que cada vez más personas reciban la ayuda que necesitan. No hay excusas”. Luego puso en marcha un ostentoso operativo aéreo de entrega de alimentos a la población de Gaza y anunció que construiría un muelle en sus costas para llevar más ayuda.
En ocasión de su reciente discurso del Estado de la Unión, el presidente estadounidense aseguró que “la única solución real” al conflicto palestino-israelí “es una solución de dos estados” y advirtió a Israel que sus planes de invadir Rafah -el último bastión de Hamas, donde se encuentran sus batallones sobrevivientes así como los rehenes- era una “línea roja” que más le valía a Israel no cruzar; aunque matizó, contradictoriamente, con que no abandonaría a la nación hebrea. De qué modo considera Biden se puede conciliar el objetivo que él mismo ha respaldado de eliminar a Hamas con la noción de dejar a su liderazgo y grandes cantidades de combatientes intactos en Rafah, así como en posesión de más de cien israelíes secuestrados, es un misterio.
Desde el inicio del 2024, su gobierno adoptó sucesivas medidas contrarias a los intereses de Israel: aplicó sanciones contra algunos israelíes residentes en Cisjordania, hizo saber que podría iniciar investigaciones sobre las tácticas de guerra del ejército israelí, insinuó que podría haber restricciones a las provisiones de armas y amenazó con reconocer unilateralmente a un futuro estado palestino. La vicepresidente Kamala Harris dijo: “Necesitamos una solución de dos Estados y, francamente, hemos estado trabajando todos los días desde el 8 de octubre con ese fin” (énfasis agregado). Su secretario de Estado explícitamente exigió a Jerusalem iniciar un “camino irreversible y con plazos determinados hacia un estado palestino” en tanto que publicitó reiteradas veces su visión de que Gaza sería gobernada por una “Autoridad Palestina revitalizada”, lo que sea que eso signifique. ¿Realmente cree esta Casa Blanca que la mejor respuesta al salvajismo palestino del 7 de octubre es recompensarlo con un estado independiente ganado por medio de la comisión de una masacre?
Finalmente, la Administración Demócrata apuntó contra el Primer Ministro Binyamin Netanyahu. La vicepresidenta Harris afirmó que “es importante distinguir y no confundir al gobierno israelí con el pueblo israelí”, filtraciones de prensa informaron que Biden tachó de “imbécil” a Netanyahu, días atrás afirmó que Bibi estaba “dañando más que ayudando a Israel”, y un micrófono encendido expuso al presidente Biden diciendo que él y el premier israelí necesitaban un “momento de llegada de Jesús”; una expresión extraña que supuestamente implicaría una reunión bruscamente honesta. ¿Se ha pronunciado de esta forma alguna vez Biden en relación a Mahmmoud Abbas, Ebrahím Raisi o Nicolás Maduro? Ante la seguidilla de reprimendas, Netanyahu respondió en genérico:
“No puedes decir que apoyas el derecho de Israel a defenderse y luego oponerte a Israel cuando ejerce ese derecho. No puedes decir que apoyas el objetivo de Israel de destruir a Hamas y luego oponerte a Israel cuando toma las medidas necesarias para lograr ese objetivo. No puedes decir que te opones a la estrategia de Hamas de utilizar civiles como escudos humanos y luego culpar a Israel por las bajas civiles que son resultado de esta estrategia de Hamas”.
Tradicionalmente, las administraciones demócratas estadounidenses no se han llevado genial con las coaliciones formadas por el Likud en Israel. Con altibajos a lo largo de su carrera política, Biden ha demostrado ser mayormente un aliado de Israel y además él personifica al sector centrista, moderado y filosionista del actual Partido Demócrata cuya contracara es un espacio radicalizado y fuertemente hostil a Israel, con exponentes como Ilhan Omar, Rashida Tlaib o Bernie Sanders. Los roces con un aliado en guerra y las diferentes visiones e intereses de una superpotencia mundial respecto de los de una potencia regional, pueden ser inevitables. Menos comprensibles resultan las presiones públicas y las agresiones intencionales hacia el actual gobierno israelí, la obstinada insistencia en reiterar políticas ya probadamente fallidas y querer forzar esas ideas en el peor momento posible -psicológica y políticamente- a una nación traumada, herida y luchando por su supervivencia.
Queda el sabor amargo de deducir que el presidente Joe Biden está supeditando el destino de esta contienda crucial, así como la alianza especial con Israel, a su campaña electoral doméstica; al buscar apaciguar a los segmentos críticos de Israel entre su masa de votantes. La última vez que condicionó una decisión estratégica de política exterior a una consideración política interna fue al retirar caóticamente a las tropas de Afganistán, con la consigna declarada de que esa era una diplomacia pensada para la clase media. Ya sabemos cómo terminó.