El 17-M y sus marcas son parte de la historia

La falta de justicia apuntala el páramo que quedó en Arroyo y Suipacha, donde estaba la Embajada de Israel. Lo vuelve más oscuro e inerte

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Atentado a la Embajada de Israel
Atentado a la Embajada de Israel

El 17-M es una fecha histórica que ha dejado sus cicatrices en la esquina de Arroyo y Suipacha.

Aquel 17 de marzo de 1992 a las 14.45 -la hora señalada de esa tarde trágica- estaba trabajando en el segundo piso de la casona de la calle Arroyo 916, la sede de la Embajada de Israel, y fue en ese segundo piso que escuché el estruendo de la explosión, ahí mismo, arriba y abajo, contundente, definitivo, rotundo.

El edificio se derrumbaba con nosotros adentro.

Esa esquina se convirtió en polvo, gritos, sirenas, ambulancias, bomberos y sangre. Con los días, sería un páramo, un desierto en medio de la ciudad de Buenos Aires.

Me sentí parte de ese páramo oscuro e inerte, como antes de ese bello edificio neo-francés del viejo barrio norte, hoy barrio de Retiro.

Ese sonido seco, la explosión tan cerca de los oídos, fue más adelante el protagonista de mis pesadillas y madrugadas sin dormir. Es una marca que no se borró, y no se borrará, mientras continúa el sonoro silencio de la justicia (así, con minúsculas, porque no es más que eso, una minúscula) y los asesinos libres.

No se sabe el nombre y el apellido de los criminales.

¿Los buscaron? ¿Los buscan? ¿Los buscarán?

La falta de justicia apuntala el páramo. Lo vuelve más oscuro e inerte.

Acaso, los responsables de investigar el atentado se distraen, tienen tareas más importantes, o se hacen los distraídos.

Es fácil distraerse en tareas más importantes.

Aunque los magistrados usen los mejores trajes, no escuchan las sirenas. Las manchas de sangre y polvo son imposibles de ocultar y perdurarán mientras ellos se vistan de impunidad.

Esa esquina de Arroyo y Suipacha fue, entonces, una mansión diseñada por el arquitecto Alejandro Virasoro, en 1925. El 17 de marzo de 1992, después del mediodía, un grupo de criminales desconocidos que aún están libres, la transformaron en una sede del terror.

Después fue un páramo.

Meses más tarde estuvo a punto de convertirse en un apart hotel, pero León Wasserman, a costa de no pocos esfuerzos y padecimientos personales, la salvó de ese naufragio que parecía inevitable.

Hoy es la Plaza Embajada de Israel, aunque es la Plaza de la Memoria, como intentó, en su momento, nominarla Wasserman.

Sobre la medianera vecina con Suipacha, se advierte -como un fantasma- el revoque ornamentado, recordatorio de lo que hubo y ya no está.

Ya no está.

La Plaza es el predio donde estaba la casona, pero se extiende a sus cercanías, incluidas las veredas, las calles y las casas vecinas a las que llegó la explosión y mató: peatones, un taxista, el cura párroco de la Iglesia Mater Admirabilis, pensionistas y obreros.

Ellos también son la Plaza de la Memoria.

Bien puede decirse que es la Plaza donde las marcas urbanas impulsan a enfrentar al olvido y a la impunidad.

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