El Senado de la Nación ha rechazado el DNU 70/23 por 42 votos contra 25, y 4 abstenciones.
El gobierno reaccionó de manera destemplada, igual que cuando, ante los moderados cambios establecidos por la oposición, y por su propia intransigencia e impericia, se cayó en la Cámara de Diputados el tratamiento del proyecto de la “Ley Bases”. Forzó la interpretación de la derrota política con el relato de la revelación y el escrache en las redes. Señaló “a los enemigos del pueblo y el cambio, que sólo quieren socavar el gobierno y sostener sus privilegios”.
Aunque no ignoro las controversias planteadas, tengo pocas dudas respecto a que el DNU y el proyecto de Ley son contrarios a la Constitución. No obstante, prefiero dejar ese aspecto de orden jurídico en manos de quienes son especialistas en esa materia y, en todo caso, es la Corte Suprema la que tiene la última palabra.
Pero más allá de que estas razones son más que suficientes, considero que es muy saludable para el sistema que sea la política la que limite tamaña desmesura y que el Congreso de la Nación sea el ámbito de expresión.
¿O no es acaso una desmesura que, más allá de su legitimidad de origen, quien ejerce el Poder Ejecutivo pretenda “ir por todo”, remover de un plumazo casi 600 leyes (muchas de fondo) y cambiar radicalmente la arquitectura institucional del país?
Creo relevante que nos preguntemos qué significa que el gobierno de Milei logre sus objetivos sin aceptar los contrapesos establecidos en nuestro sistema de gobierno representativo, republicano y federal.
A juzgar por la ideología expresada sin eufemismos por el propio Presidente, la respuesta parecería bastante simple. No es necesario recorrer sus mensajes en las redes y las amañadas notas periodísticas a las que se presta; basta con ajustarse a sus propias definiciones en las conferencias del Club de la Libertad en Corrientes y en la de Acción Política Conservadora en Washington, para entenderlo.
Se define como un anarcocapitalista que, porque “es loco pero no boludo” (sic), reconoce restricciones y concede ubicarse en la posición resignada de un minarquista.
Podemos afirmar entonces, y con eso bastaría, que Milei se propone objetivos inviables y que eso nos exime de todo debate; bastaría con dejarlo hacer y esperar que fracase. Sin embargo, no creo que ese sea el camino que se debe recorrer. Considero que vale la pena que quienes representan otras visiones y tienen responsabilidad institucional, se pregunten qué significaría que impusiera esos objetivos y actúen en consecuencia.
Si así fuera ¿tendería a desaparecer en la Argentina esa “asociación criminal” que es el Estado, quedando reducido a una mínima expresión donde prácticamente todo tendría que resolverse mediante contratos privados?
¿Significaría que la Argentina renunciaría a tener soberanía monetaria y adoptaría como única moneda el dólar estadounidense?
¿Implicaría que en nuestro país el mercado, que según cree el presidente “no tiene fallas”, determinaría la asignación de recursos y la distribución de la riqueza, echando por tierra esa idea “aberrante” de justicia social?
En síntesis -aunque podría abundar-, si, como creo, la respuesta a esas preguntas se orienta en sentido positivo, en Argentina se rompería el contrato constitucional que nos rige.
Seguramente esta afirmación puede dar lugar a que él y muchos de sus seguidores, con el reduccionismo propio de los fanáticos, consideren que es una conclusión desestabilizadora y propia de quien defiende el statu quo. Nadie más alejado de eso, soy de los que creen que cuanto peor, es peor y que son impostergables los cambios que nos permitirán estabilizar nuestra economía, fortalecer las instituciones y hacer las reformas de fondo para iniciar un camino de crecimiento con justicia social.
Pero estoy convencido de que el actual gobierno debe entender algo que, aunque obvio, le cuesta mucho: en democracia quien gana la elección presidencial no se lleva todo y hace lo que quiere. El Presidente, y quienes con todo derecho lo acompañan y apoyan, tendrán que aflojar el puño y aceptar que aquellos gobernadores y legisladores a quienes denominan “casta” porque no piensan como ellos, también fueron elegidos por el pueblo, representan otras ideas y en el ejercicio de la representación que le ha sido otorgada por ese voto establecen los límites que debe admitir todo presidente en una república.
Si así lo entienden, al gobierno de Milei no le iría mal. A la Argentina tampoco.