En Roman Holiday (1953), traducida al castellano para hispanoamérica con el mucho más melancólico título de “La princesa que quería vivir”, Audrey Hepburn es Ana, una princesa europea tan cansada de las obligaciones, el protocolo y el asedio de la prensa, que en una visita a Roma decide tomarse un día libre en su agenda. Pero la traducción no toma en cuenta que el título original de la película alude a un poema de Byron que habla de las fiestas romanas en las que el gladiador era sacrificado para diversión –y distracción– del público, por el mero placer colectivo ante el sufrimiento ajeno. Más que “Vacaciones en Roma” –como se tradujo en España–, la traducción acertada de “Roman Holiday” es en realidad, “circo romano”.
Tiene sentido. Imagino ahora a Kate Middleton de vacaciones en Roma, el pelo cortísimo y una vespa para recorrer la ciudad, la posibilidad de enamorarse de un Gregory Peck que la rescate de una vida planificada al detalle aún antes de convertirse en princesa. Pasan cosas más graves en el país, en Inglaterra, y en el mundo, pero es inevitable rendirse ante el circo: la futura reina de Inglaterra está desaparecida del ojo público desde diciembre pasado y, tras la difusión, este domingo, de una foto-prueba de vida en la que posaba sonriente y con sus hijos y que las principales agencias de noticias decidieron levantar de sus sitios por la evidente manipulación de la que había sido objeto, las especulaciones terminaron de dispararse. Con el agravante de que los que especulan ya no son sólo los tabloides, como en los tiempos de Lady Di o Sarah Ferguson, sino millones de usuarios de redes a quienes no controlan ni la corona ni los servicios secretos. El escándalo, de consecuencias aún inestimables para una monarquía en jaque desde la muerte de Isabel II y que enfrenta al mismo tiempo la noticia de la enfermedad del rey Carlos III, es imparable.
Las teorías conspirativas van desde su supuesta separación de William por la presunta infidelidad del heredero con Rose Hanbury, la marquesa de Cholmondeley y (¿ex?) amiga de los príncipes de Gales, a un grave problema de salud (física o mental) tras una intervención estética (¿o mayor?) que salió muy mal. En el medio, circulan hipótesis tan descabelladas como que la mantienen en coma inducido para poder usar su cuerpo como canal en caso de que el rey muera, o que escapó después de abortar al hijo que esperaba con otro amante supuesto –Thomas Kingston, marido de una prima de William y fallecido en extrañas circunstancias el mes pasado– y que nadie conoce su paradero actual.
Sólo hay rumores y lo poco que comunica la oficina de prensa del Palacio de Kensington no hace más que sumar confusión. El 17 de enero último, un escueto parte informó que la princesa había atravesado una cirugía abdominal programada y que permanecería internada entre diez y catorce días. La última vez que se la había visto en público había sido tras la misa navideña, el 25 de diciembre, y sonriente como siempre. El comunicado anunciaba que no retomaría sus funciones hasta pasadas las Pascuas.
La sonrisa es un sello que Kate calcó de la argentina Máxima Zorreguieta desde que se supo que era la elegida del heredero del trono británico, a mediados de los 2000. Como a Máxima, fue lo que le valió una popularidad que parecía no tener techo: querida por la recordada reina, que valoraba en ella su excepcional discreción y elegancia sin estridencias –una contrafigura perfecta de Diana y de Meghan Markle–, se conviritió también en la representante de la realeza más querida por el pueblo (con 67% de imagen positiva) después de la muerte de la monarca.
Hasta ahora –como dice el documental Meghan y Kate, las mujeres de Windsor (Poorabi Gaekwad, 2024)– la princesa jamás había dado un paso en falso: asumió desde su llegada a la familia real –y sobre todo a partir de su casamiento, en 2011– todo el peso del protocolo con esa sonrisa que encierra lo que todavía se espera de las mujeres. Nada nuevo frente a lo que ya decía en 1975 la feminista Susan Brownmiller en Against Our Will: “Sonreí, arreglate, volvete una cosa”, algo que no moleste, eso que alguna vez escuchamos todas, “sos mucho más linda cuando sonreís”.
Markle y Middleton marcaron la nueva era de la corona, pero si Meghan –americana, birracial y con una carrera– pateó el tablero de manera escandalosa y nunca se ajustó a las normas palaciegas, Kate fue desde el comienzo todo lo perfecta que debía y más: su propia madre la había preparado para conquistar al príncipe heredero y se ocupó de acomodar las cosas para que se encontraran, como muestra la serie The Crown. Así las nueras de Diana fueron presentadas como un espejo disociado para tolerar su ausencia: tradición y modernidad, el activismo feminista declamativo frente a la reminiscencia de la “trad wife” o la esposa tradicional.
Hasta aquí, parecía que la ganadora de esa guerra de princesas tan demodé como marketinera había sido Kate Middleton. Y, como dice una columna de opinión de la socióloga Zeynep Tufekci que publicó anteayer The New York Times (“La historia de Kate Middleton es sobre mucho más que Kate Middleton”, se titula) aún persiste por ella un velo de respeto que nunca nadie tuvo por Markle. La prensa todavía se pregunta si no podemos simplemente dejar en paz a la rosa inglesa. El problema, de nuevo, es que la desconfianza ya no puede ser manejada por la prensa.
El comunicado firmado con la “C” de Catherine en el que se echa la culpa a sí misma por el incidente de la foto familiar como si fuera, más que una mujer convaleciente de lo que sea que quieran resguardar, apenas una madre torpe y con conocimientos rudimentarios que sólo puede preocuparse por su belleza, un comunicado del que ya ni siquiera puede establecerse su aprobación, me hace desear de nuevo que sí haya escapado. Y es que tal vez Kate reaparezca impecable y sonriente en los próximos días, pero yo prefiero seguir imaginándola como a la princesa Ana de Audrey en su vespa. Lejos del circo y de vacaciones.