Los griegos tenían dos dioses del tiempo: Cronos y Kairós. Según la mitología, Cronos hace al tiempo cronológico, cuantitativo o secuencial, aquel que puede ser medido. Mientras que el tiempo que representa Kairós refiere a un momento indeterminado en el tiempo en que todo sucede, el tiempo de la oportunidad para actuar.
Así, podría decirse que mientras el tiempo de Cronos, en tanto irrepetible e irrecuperable, es restrictivo y exigente, y demanda que todo esté organizado de manera eficaz, el de Kairós es un tiempo en potencial, que demanda la capacidad de discernir cuál es la mejor oportunidad para actuar.
En este contexto, y apelando -con licencias- a las analogías que nos permiten estos mitos de la tradición helénica, podemos decir que el tiempo es hoy una de las principales variables que condiciona la gestión de Milei. Un tiempo que, por un lado, le permite actuar en el presente con un margen de maniobra nunca antes visto en un presidente tan débil institucionalmente, y que, por el otro lado, cronológicamente se acorta al ritmo de una realidad que se torna cada vez más difícil.
Milei ha avanzado mucho más allá de lo imaginado, poniendo en marcha la política de ajuste más veloz y profunda de la historia de nuestro país, ante el desconcierto generalizado de los principales actores de un sistema político desgastado y repudiado por amplios sectores de la ciudadanía, y un importante apoyo transversal de una sociedad hastiada de los fracasos recurrentes que ve -ya sea con optimismo o con resignación- en el carácter disruptivo y la intransigencia del proyecto una “última oportunidad”.
Sin embargo, la realidad se acelera y los tiempos se acortan. La motosierra y la licuadora parecen asomarse a sus propios límites, y comienzan a pisar un terreno peligroso, que no solo amenaza con multiplicar los conflictos, sino que puede disparar una cuenta regresiva en cuanto al crédito o la tolerancia social a lo que hasta ahora se percibía como inevitable (el ajuste) pero sujeto a expectativas de mejora.
Frente a ello, un gobierno ya acostumbrado al ritmo frenético y vertiginoso, oscila entre dos actitudes: por un lado, acelera a fondo para intentar conseguir algunos objetivos que le han costado mucho más tiempo que el que preveía (como la emergencia y facultades delegadas), por el otro, parece abrir márgenes para la negociación, ya sea porque interpreta que el contexto económico-social lo demanda, porque el FMI lo exige para darle “sustentabilidad” al plan económico, o porque el presidente entiende con cierta dosis de pragmatismo que es una buena herramienta para “ganar tiempo”.
Si bien la convocatoria al Pacto de Mayo sorprendió a propios y extraños en el marco de un discurso de apertura de sesiones ordinarias que se avizoraba como un compendio de diatribas y ataques contra la vapuleada “casta”, y le insufló nuevos bríos a un gobierno que se había quedado con pocas herramientas tras del fracaso de la “Ley de Bases” y la amenaza latente de un rechazo legislativo del mega DNU 70 desregulatorio, el 25 de mayo aún está muy lejano.
El viernes, tras muchas especulaciones, las provincias y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires respondieron masivamente a la convocatoria, y todos coincidieron -incluso los más opositores - que tanto el Jefe de Gabinete, Nicolás Posse, quien abandonó su ostracismo, y el Ministro del Interior, Guillermo Francos, que parece haber recuperado protagonismo, dieron cuenta de la buena predisposición del gobierno para avanzar por un camino distinto.
Sin embargo, falta muchísimo para darle forma a un acuerdo. Si bien la idea de condicionar la aprobación de algunos de los puntos centrales de la Ley de Bases (emergencia, superpoderes, nueva fórmula previsional, etc.) a un pacto fiscal con las provincias que les permita a estas salir de la actual situación asfixiante, parece haber tenido una buena recepción, los detalles no son en absoluto menores. Prueba de ello es que el ofrecimiento de Francos de restituir el Impuesto a las Ganancias, en el marco de una recesión económica y una abrupta caída del salario, ya no contaría con el consenso mayoritario de los gobernadores, que no están dispuestos a pagar el costo político de reducirle aún más el salario a un importante grupo de trabajadores. En otras palabras, el gobierno nacional probablemente deberá buscar alguna otra herramienta que permita mitigar la situación de las provincias.
Mientras las “negociaciones” recién comienzan, un tiempo complejo y cada vez más duro vuelve a instalar muchos interrogantes. La inflación acumulada en los últimos tres meses ya superó el 70%; los salarios, medidos en términos reales, están tan bajos como después de la salida de la convertibilidad; hay precios que ya con prohibitivos; la caída del consumo en algunos sectores ya supera los dos dígitos; y los problemas de empleo en el sector privado parecen estar ya a la vuelta de la esquina. Y, todo ello, en un escenario que no pareciera tener visos de mejorar en el corto y mediano plazo.
Así las cosas, la apuesta de Milei de que una caída en los índices de inflación le permita recrear el elevado consenso social que lo ha venido sosteniendo, diferir las expectativas de otras mejores más allá en el tiempo, y disciplinar de esta forma a una política que amenaza con salir del letargo y recuperar centralidad, resulta cada vez más riesgosa para un gobierno empeñado en “domar” el tiempo.