De 1810 a 1853 la progresiva construcción institucional de la nación argentina estuvo basada en la celebración de pactos interprovinciales. Un inspirador e impulsor fue Artigas quien en las Instrucciones del año 1813 a los diputados orientales promovió el método del “pacto recíproco” de las provincias a efectos de la organización y formación del Estado nacional.
En la obra Historia política y constitucional argentina, Germán Bidart Campos distingue veintiocho pactos que, como una suerte de derecho contractual, configuraron un régimen de tránsito donde poco importa que en su momento haya alcanzado o no vigencia, por cuanto su principal aporte fue actuar como un derecho preparatorio y preliminar, sin el cual, no se hubiera alcanzado en el período 1853-1860 la unidad de las catorce provincias originarias bajo la forma federativa.
En dicho universo, quizás los más “famosos” son el Pacto Federal del 4 de enero de 1831 suscripto entre Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos (posteriormente adhirieron Mendoza, Corrientes, Córdoba, Santiago del Estero, La Rioja, Tucumán, San Luis, Catamarca, informalmente Salta e indirectamente San Juan) y el Acuerdo de San Nicolás de los Arroyos del 31 de mayo de 1852 firmado por Buenos Aires, Entre Ríos, Catamarca, Corrientes, San Luis, San Juan, Tucumán, Mendoza, Santiago del Estero, La Rioja, Santa Fe con la posterior adhesión de Córdoba, Salta y Jujuy el 1 de julio de 1852.
El primero como respuesta a las tensiones emergentes entre unitarios y federales impulsó el respeto de la autonomía de las provincias, la libertad de comercio y la convocatoria a un Congreso General Federativo para establecer la administración general del país bajo el sistema federal. El segundo promovió la convocatoria al Congreso General Federativo para que con carácter constituyente redactara una Constitución que organizara definitivamente a la nación bajo un sistema federal.
La Constitución 1853 en su preámbulo invoca como sostén el “cumplimiento de pactos preexistentes”, reafirmando en el artículo 1 que la nación argentina adopta para su gobierno el sistema federal respetando la autonomía de las provincias.
El Pacto de San José de Flores, celebrado el 11 de noviembre de 1859, incorporó a la provincia de Buenos Aires a la Confederación Argentina y sentó las bases para las modificaciones constitucionales operadas en 1860, concluyendo de esta manera la etapa del poder constituyente originario iniciada en 1853.
Más acá en el tiempo, el Pacto de Olivos firmado el 14 de noviembre de 1993 entre Raúl Alfonsín y Carlos Menem, estableció el núcleo duro de la reforma constitucional integral concretada en 1994.
A lo largo de la historia constitucional argentina los pactos preexistentes, el pacto constitutivo o de cierre del poder constituyente originario y el pacto promotor de la última reforma constitucional tuvieron un denominador común basado en el respecto por la autonomía provincial, la elección y defensa del sistema federal y una discusión abierta de los puntos a acordar.
Dentro del sistema federal, uno de los aspectos más álgidos consiste en la generación, recaudación y distribución de los recursos. Sin estos no hay autonomía política posible, y por ende, un sistema federal que funcione como tal. En este punto, los pactos se ubican de nuevo en escena, puesto que el sistema de coparticipación federal de las contribuciones directas e indirectas receptado por la reforma constitucional de 1994, tal como lo establece el art. 75 inciso 2 de la Constitución, depende de la sanción de una ley convenio basada en acuerdos entre la Nación y las provincias que tiene como Cámara de origen el Senado en representación de las provincias, requiere de la mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de ambas Cámaras para su aprobación, no puede ser modificada unilateralmente ni reglamentada y, una vez sancionada, debe ser ratificada por todas las provincias. Debía ser sancionada antes de la finalización de 1996 según lo dispuso la disposición transitoria sexta, pero lamentablemente todavía la estamos esperando, y desde 1988, se aplica la ley 23.548 que dispuso un régimen “transitorio” de distribución de recursos fiscales entre la nación y las provincias.
A esto se agrega que la Constitución, desde su origen, estableció en el actual art. 75 inciso 9 como atribución del Congreso “acordar subsidios del Tesoro Nacional a las provincias, cuyas rentas no alcancen, según sus presupuestos, a cubrir sus gastos ordinarios” y que el art. 3 inciso d de la ley 23.540 destina el 1 % de los fondos coparticipables al Fondo de Aportes del Tesoro Nacional a las provincias.
El denominado “Pacto de Mayo” convocado por el Señor Presidente Javier Milei para ser firmado por los gobernadores el próximo 25 de mayo en la ciudad de Córdoba, bajo previa condición de la urgente sanción por parte del Congreso de la fallida “ley ómnibus”, la aceptación de un plan de “asistencia” fiscal a las provincias y la aprobación legislativa del DNU 70/2023, no se parece en nada a los pactos que nutrieron la historia constitucional argentina. En ellos, la celebración de un pacto trajo como consecuencia la normatividad, pero nunca la normatividad forzada constituyó una precondición del pacto.
Hasta acá la propuesta se parece más a un “contrato de adhesión” de naturaleza unitaria que a un pacto federal entre iguales, donde ya no sorprende, que en su contenido no nombre ni una sola vez a la Constitución y a los Instrumentos Internacionales sobre derechos humanos que tienen jerarquía constitucional.
Desde 1853 nuestro querido país tiene un pacto de convivencia plural y pacífica: se llama Constitución argentina. Necesitamos que se la cumpla, no que se la someta a un pacto fundacional con tintes mesiánicos. Los graves problemas económicos y sociales que padecemos se deben a que justamente no se ejecutó el programa constitucional en todos estos años.
Siempre es positiva la convocatoria a un pacto de unidad nacional para concertar el desarrollo de políticas públicas sustentables y perdurables, en la medida que, se realice entre los gobernadores y el presidente en su carácter de sujetos legitimados por el sistema federal sin ninguna clase de condicionamientos previos. Agenda abierta, búsqueda de consensos, diálogo igualitario es el camino a recorrer y no la imposición a libro cerrado de un proyecto centralista que, en el fondo, intenta poner de rodillas a los gobernadores y al pueblo de las provincias
Quizás sea hora de recordar, en tiempos de tanta euforia digital exenta de contenido, que arraigada jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia tiene dicho que el federalismo es un sistema cultural de convivencia cuyas partes interactúan en ejercicio de las competencias asignadas, que esto no implica la subordinación de la provincias al gobierno central y que la Constitución ha querido hacer un solo país para un solo pueblo: no habría Nación si cada provincia se condujera como una potencia independiente, pero tampoco la habría si fuese la Nación quien socavara las competencias de las provincias.