Tras 80 largos días de una gestión que viene combinando una tensión discursiva permanente con una manifiesta mano dura en materia económica (ajuste y recorte de gasto), el presidente Javier Milei tuvo una primera inauguración del período de sesiones ordinarias del Congreso tan inédita como atípica.
Fiel a su impronta rupturista y pirotecnia verbal, y en otro de sus nada espontáneos gestos que pretenden comunicar diferenciación con respecto a la dirigencia política tradicional, Milei y sus más estrechos colaboradores procuraron una puesta en escena atípica para este tipo de ceremonias que desde hace décadas suelen transcurrir bajo ciertos parámetros no solo de protocolo y ceremonial, sino también de “usos y costumbres”.
Sin embargo, ya desde un inédito cambio de horario para hacer coincidir el mensaje presidencial con el prime time, como en la instalación de un austero atril próximo a las bancas del recinto (no en la tradicional mesa elevada de la presidencia de la cámara baja), el presidente preanunciaba un discurso que habría de rehuir a los parámetros convencionales para este tipo de intervenciones: somera descripción de herencia recibida, defensa de lo hecho por la gestión, anuncios de políticas, y agenda legislativa, entre otros tópicos usualmente dominantes en estas piezas discursivas.
Obviamente, y tras los escarceos que siguieron al tropiezo parlamentario de la Ley de Bases, y que se extendieron a un conflicto aún irresuelto con los gobernadores, estaba claro que Milei iba a aprovechar esta oportunidad que en un contexto particular de humor social y con la oposición y los aliados en estado de alerta o sumidos en el más profundo desconcierto, venía concitando un inusual interés en los días previos. En este contexto, y ante el hermetismo presidencial, las especulaciones estaban a la orden del día, e incluían tanto a aquellos analistas que vaticinaban una escalada de la tensión, como aquellos que vislumbraban algún gesto de distinción o, incluso, alguna voluntad de tender puentes para el consenso.
Finalmente, el líder libertario optó por convertir su tan esperada alocución en un mojón más -uno muy importante- en su estrategia de confrontación, frente a una Asamblea Legislativa que para el primer mandatario es sinónimo de “casta” y un “nido de ratas”, y al que desde su asunción y hasta ahora le dio la espalda.
El Presidente habló centralmente de la herencia que recibió, pero lo hizo siempre en clave “anti-casta” y marcadamente antiestatista, profundizando diatribas en contra del populismo, e incluyendo en esas categorías tanto a empresarios supuestamente prebendarios, sindicalistas entreguistas y medios de comunicación “ensobrados”. Un Milei que se mostró tan intransigente como impertinente, y que no dudó en fustigar tanto al pasado gobierno -con alusiones explicitas al expresidente- como a referentes del radicalismo.
Por otra parte, volvió a buscar proyectar una imagen de “autenticidad” y dar cuenta de su compromiso con la palabra empeñada durante la campaña, destacando no solo el hecho de que siempre le habló a sus votantes con la “verdad”, sino que llevó adelante con lo que él entiende como el mandato de las urnas. Y, más allá de hablar de ajuste, recortes de gasto y eliminación de transferencias a las provincias, insistió en que el grueso de los costos de estas políticas de shock los ha venido pagando la “casta” y el Estado nacional. Es más, en varios pasajes procuró defender la “motosierra” frente a la más extendida “licuación”.
En términos de expectativas, destacando el logro del superávit fiscal en tiempo récord como un hito en la historia del capitalismo moderno y el comienzo de un sendero de reducción de la inflación, vaticinó una inminente salida del cepo cambiario.
Más allá del filón economicista dominante durante la campaña, no dejó pasar la oportunidad de aludir a las políticas de seguridad, una de las problemáticas centrales en la percepción de amplias franjas de la opinión pública. En este sentido, no solo defendió el protocolo anti piquetes como parte de una suerte de política de “tolerancia cero” y reivindicó el accionar de las fuerzas de seguridad, sino que enmarcó el recorte de los planes sociales en una política contra la “extorsión” de los movimientos sociales.
Tampoco estuvo ausente la autodenominada “batalla cultural”, no solo anclada en la idea del estatismo como aliada de la “casta”, sino vinculada a ejemplos concretos de los supuestos despilfarros, como el uso de vehículos oficiales, vuelos privados, y la confirmación no solo de la eliminación no solo de organismos como el INADI, sino también el anuncio de la desaparición de la agencia Télam.
Y, si alguien esperaba como puente de diálogo el anuncio de una agenda legislativa típica, Milei optó por utilizar dicho recurso para tensionar al extremo su narrativa anti-casta y profundizar su confrontación con el Congreso. Lo que el presidente denominó expresamente como un “paquete anti-casta”, que incluye eliminación de cargos, de regímenes jubilatorios especiales, del financiamiento público de los partidos políticos, de la modificación de la ley de asociaciones profesionales para eliminar la reelección indefinida en los sindicatos, la reforma laboral, entre otras medidas. Claramente, una agenda más destinada a “exponer” a la mayoría del Congreso, que buscar acuerdos para avanzar con sus ideas transformadoras.
Así las cosas, Milei optó por abrazar de lleno la lógica de la confrontación, convencido del éxito de ese modelo para mantener vivo el canal de comunicación emocional con sus electores para fidelizar su adhesión a la gestión. Sin embargo, esta nueva versión de la lógica amigo-enemigo, no solo no ha podido resolver la manifiesta debilidad del oficialismo en el Congreso y su falta de vocación para alcanzar acuerdos y construir consensos para avanzar en su ambicioso plan de reformas.
Por ello, el particular llamado al “pacto de mayo” con el que convocó a los gobernadores a Córdoba el próximo 25 de mayo, con una agenda de diez puntos fijados de antemano y con una inocultable impronta libertaria, pero con el requisito previo de acompañar el núcleo de la fracasada “Ley de Bases”, es una apuesta más vinculada a su vocación por el “todo o nada” que un gesto de apertura y moderación. El objetivo del presidente es, en este sentido, conseguir la “rendición incondicional” de quienes son reacios a su programa, so pena de quedar expuestos como rancios representantes de la casta defensora de sus propios privilegios en contra de los “argentinos de bien”.
Dicho esto, está claro que si bien esta narrativa llevada a niveles hasta hace poco inimaginables, hasta hoy ha venido resultando eficaz para mantener los niveles de apoyo, permitiendo que el gobierno gane tiempo para llevar adelante su feroz política de ajuste, depende en gran medida de que las expectativas de futuro de sus bases sean mayoritariamente optimistas y, por ende, de que la tolerancia social a sus políticas de ajuste se mantenga incólume.