La justicia es el conjunto de las normas que perpetúan un tipo humano en una civilización, decía Antoine de Saint-Exupery, y en la actualidad asistimos a uno de los cambios más profundos en la forma de pensar, percibir y/u operar el proceso penal de la mano del modelo acusatorio.
La decisión del Poder Ejecutivo Nacional, mediante el Ministerio de Justicia de la Nación, de elevar a política de Estado la implementación del Código Procesal Penal Federal (Ley n° 27.063, modificada por la Ley n° 27.984), se condice con la Res. Nº° 235/22, en la que la Cámara Federal de Casación Penal destacó “la eficacia del sistema en el resguardo de garantías y la particular celeridad obtenida en la resolución de los casos”, oportunidad -se dijo- propicia “…para relevar la labor llevada a cabo por los magistrados, funcionarios y empleados judiciales en la aplicación del nuevo régimen procesal…”.
Nadie duda que el mundo del derecho está cambiando esquemas obsoletos y arraigados por nuevos. Entre ellos, los generados por un modelo inquisitivo mitigado basado en la escrituralidad y sustentado en el expediente judicial que sirvieron para cimentar la organización judicial argentina por más de cien años. Los paradigmas de este cambio son tan radicales que nos obligan a todos los relacionado con la administración de justicia a repensar dónde y cómo capacitarnos para insertarnos en él y cómo lidiar con la vicisitudes del juicio oral, al ser centro o eje vertical del procedimiento.
Las bondades de la dinámica del adversarial estructurado en audiencia oral y contradictorias, conlleva a una simplificación de formas epistemológicas y de actuación. De otra manera, no podría darse el progreso científico en el derecho procesal penal, pues al adoptar principios propios de un sistema procesal penal adversarial reconducen a todo el sistema de justicia penal a procurar una respuesta más eficiente de la conflictividad penal y a optimizar la resolución del conflicto y la determinación de sus consecuencias.
Ello supone abandonar la idea del proceso como trámite y concebir su secuencialidad como medio previsto por el legislador para alcanzar los objetivos que persigue el nuevo sistema de justicia penal, entre los que se encuentra resolver el conflicto dando preferencia a las soluciones que mejor se adecuen al restablecimiento de la armonía entre sus protagonistas y a la paz social (art. 22 CPPF).
Extender esta reforma por parte del poder político a todo el sistema federal de justicia penal es dar cabida a la lógica de un proceso penal oral y desacralizado para que sea transparente, público, oportuno, accesible, comprensible, eficiente y eficaz. Para cumplir estos objetivos, el proceso de reemplazo de la lógica inquisitiva ha tenido que enfrentar el desafío de sustituir el modo de hacer avanzar el proceso, desde un modelo escrito a uno principalmente oral.
No se trata tan solo de eliminar el viejo paradigma del juez de instrucción a cargo de la investigación, sino de una auténtica revolución procesal, donde el juez se transforma en un arbitro imparcial de la contienda entre acusador y acusado, o sea, entre defensa y Fiscal y/o querella.
Además, este nuevo cuerpo normativo tiene como eje un sistema que permite un verdadero acceso a la justicia de todo ciudadano (sea víctima o acusado). Es decir, que elimine de la legislación procesal penal en vigor todas las vallas que afecten el ejercicio de los derechos del acusado y de la víctima del delito, para brindar una mayor seguridad jurídica y protagonismo, así como una plena institucionalidad al sistema de justicia.
También viene a crear un mecanismo de defensa real y efectivo para los imputados de delitos; dotar de racionalidad la respuesta punitiva del Estado por la vía de introducir algunos sistemas alternativos de resolución de conflictos; dotar de eficiencia y eficacia a la persecución criminal por la vía de incorporar mecanismos de selección de casos; entregar la investigación y acusación penal a los particulares al convertir la acción penal publica en privada; e incorporar a nuestro sistema de justicia de un auténtico juicio público, adversarial y concentrado para juzgar a los acusados de haber cometido un delito.
A nuestro juicio, vale la advertencia que no alcanza en hacernos expertos en la oralidad y para ello adquirir destrezas en litigación oral y argumentación, lo cual tan solo implica cómo usar estrategias y destrezas del nuevo modelo durante las audiencias. Necesitamos saber gerenciar el caso, manejar el contradictorio entre las partes y las limitaciones de las resoluciones judiciales, desde una posición eminentemente práctica a efectos de brindarle al litigante penal herramientas conceptuales que le permitan realizar completos y rápidos análisis de los procesos en que intervenga como defensor, fiscal o querellante.
Esta oralidad exige más y mejor preparación de los operadores jurídicos, obligándonos a todos a desarrollar destrezas propias de la litigación oral tales como el desarrollo de una teoría de caso, que implica hechos fácticos, jurídicos y evidencias. Correlacionados a través de argumentaciones, van a demostrar esas peticiones y pretensiones; dominio de técnicas de litigación oral, de reglas de pruebas, del manejo adecuado de interrogatorios directos y de contra examen.
Por ello son ineludibles las previsiones que llevan a implementar un programación efectiva de sistemas de capacitación, desde la investigación hasta ejecución de las penas; sumado a la inversión en infraestructura, no sólo inmueble, para satisfacer las condiciones de publicidad y accesibilidad del público, sino los sistemas de tecnología que permitan instrumentar y respaldar el nuevo modelo de justicia.
Dicho en otros términos, la reforma procesal penal que se pretende extender a política de Estado no descansa únicamente en la sustitución de unas leyes por otras, de un código procesal por otro, sino que se erige en una transformación más global, completa y sistemática, referida al modo de entender y organizar el sistema de persecución y enjuiciamiento criminal en un Estado de Derecho democrático y moderno, acorde a la exigencia de una sociedad con mayor conflictividad.