Mama Antula y Brochero, santos del pueblo

Dos expresiones criollas de un mismo amor a la tierra y a su gente, que constituyen vivos significantes de la religiosidad popular encarnada en un estilo de vida argentino

Mama Antula y Brochero

La declaración de que un fiel cristiano ha vivido las virtudes en un grado heroico no es un pronunciamiento meramente abstracto. La canonización de María Antonia (del Señor San José) de Paz y Figueroa (en quechua, idioma que ella hablaba: Mama Antula) representa un modelo criollo de santidad y se inscribe en un marco concreto y determinado que es el periodo eclesial del que es protagonista principal el papa Francisco.

La vida cristiana es una pero sus expresiones se abren a una pluralidad de formas, todas igualmente legítimas. Este dato no es ocioso ni responde a un azar, sino que confirma una manera de entender el mensaje evangélico que en cada una de sus encarnaciones -y cada pontificado tiene la suya- refleja de un modo propio las verdades reveladas con un matiz peculiar y distinto.

No es indiferente al caso que la nueva santa sea una mujer, pero no una mujer común y corriente, sino una mujer que en el lenguaje actual calificaríamos de empoderada, y que si bien nació en una familia de buen pasar, incluso de estirpe hidalga y noble, eligió vivir en una condición humilde. Su vida estuvo cuajada de sacrificios y en ella no faltaron, como en tantos santos, las grandes incomprensiones.

El caminar del pueblo

Mama Antula caminó descalza las interminables distancias de un país despoblado y vestía pobremente, alimentándose de la voluntad de las buenas gentes. En ella la geografía se hizo una oración suplicante y ese caminar peregrino nos evoca un llamado muy actual: Argentina, canta y camina. En esa capacidad de ponerse de pie y emprender la travesía acaso árida e inclemente, Antonia nos permite ver un talante que recuerda a la mujer fuerte de la Biblia y que constituye un ejemplo para todos los argentinos. Ella fue una mujer del pueblo.

El concepto de pueblo es el que define la caracterización de la Iglesia católica, sobre todo después que el Concilio Vaticano II (1062-1965) recreó nuevos rumbos pastorales y marcó con su impronta la manera de entender la fe de muchos millones de fieles cara al tercer milenio. El Concilio la presenta como el nuevo Pueblo de Dios en una continuidad histórica con el pueblo elegido del Antiguo Testamento. El papa Francisco continúa y enriquece ese renovador camino conciliar.

María Antonia no transcurrió su existencia encerrada en un convento ni hizo un voto público de pobreza -como podría haber sido el caso de una religiosa carmelita descalza- sino que fue lo que conocemos como una laica consagrada. Vivió en medio de los avatares que identifican a la gente humilde en un paisaje predominantemente rural (su nombre en quechua resulta significativo) pero también urbano de su tiempo.

Primer ícono de la santa realizado por el P. Eduardo Pérez del Lago

La mística popular

La fe de los sencillos (que alberga luces muchas veces ausentes en ambientes poderosos e ilustrados) suele ver con una enorme claridad las realidades sobrenaturales. Se encuentran en ella expresiones muy vivas y sinceras de un tono predominantemente afectivo que no está siempre atento a las prescripciones eclesiales, pero cuya dimensión sapiencial a veces expresa mejor que una formación letrada el sentido más genuino de los evangelios.

La religiosidad popular es la expresión que en su andar también peregrino, el pueblo encuentra de vivir su propia experiencia de lo sagrado. A menudo esa piedad rústica fue desatendida por la escasez del clero y las grandes distancias, y sin embargo ella supo mantener sus esencias merced a costumbres seculares arraigadas en la vida cotidiana.

Un ritual popular muy antiguo es la de las bendiciones, por ejemplo la de un padre a su hijo con ocasión de emprender un viaje. En el campo, en medio de aquellas soledades, fue habitual la convivencia sin matrimonio, en parajes alejados de las parroquias y capillas y sin vías de comunicación con los centros poblados ¿quién podría dejar de tener en cuenta esa circunstancia al juzgar las conductas de esas buenas gentes que a su modo conservaron la herencia de sus mayores expresada en la riqueza de la fe?

Se podría decir que, como el Cura Brochero, Mama Antula es una santa de la religiosidad popular que fue la predominante en su tiempo, una fe sencilla de matriz hispánica en su práctica, con elementos propios, de impronta devocional y fuertemente mariana, que gusta de las peregrinaciones y las fiestas. Se trata de una categoría pastoral desmerecida en la modernidad que los teólogos han valorado en su exacta dimensión recién en el último medio siglo.

Las dos personalidades constituyen una muestra viva de una Iglesia en salida como quiere el papa Francisco y se reconocen y se hermanan en su energía y en la forma en que supieron transmitir el mensaje cristiano en la cultura local. Su espiritualidad era sencilla como lo fue su modo de vida. Sin perder su carácter más tradicional, ambos fueron la conjunción de una manera católica (es decir, universal) y al mismo tiempo muy autóctona de vivir la fe, que en nuestros días ha sido objeto de una reflexión teológica en la llamada Teología del Pueblo.

La simiente cristiana de la patria

Como lo hiciera muchos años después José Gabriel del Rosario Brochero, en el que se reconoce su maternidad espiritual y también canonizado por Francisco, María Antonia de Paz y Figueroa movió a una multitud de almas a acercarse a Dios por medio de los ejercicios espirituales ignacianos, cuyo influjo también alcanzó a los prohombres que construyeron nuestra argentinidad.

La Santa Casa de Ejercicios es un signo que aún hoy exhibe un ejemplo de su señera y callada labor apostólica. Esos retiros que ellos organizaron casi sin medios y con grandes esfuerzos fueron el instrumento de la voluntad salvífica de Dios en nuestras serranías y en nuestras pampas, también en nuestras ciudades.

La Santa Casa de Ejercicios Espirituales es monumento histórico nacional

Mama Antula supo sobrellevar las contingencias de la vida social y política del país virreinal y de sus gentes encarnadas en una nueva realidad criolla. Su celo por las almas la llevó a tocar la carne sufriente de Cristo en el pueblo, y en esa vocación alcanzó la plenitud de su modo humano viviendo al modo divino.

Su influjo construyó un ethos cultural que engendró las primicias de la patria. Se podría decir que las semillas que ella sembró en su peregrinar itinerante fecundaron el nacimiento de quienes se reconocieron en un destino común.

El amor a sus paisanos y a su tierra fue un testimonio vivo que muestra cómo Mamá Antula expresó su pasión por inculturar en el genio de su pueblo el legado de una fe divina. Esa misma impronta es la que señalaría con una huella indeleble el momento inaugural de una nueva y gloriosa nación.