Uno de los aspectos que caracterizaron a los gobiernos kirchneristas fue la errada y peligrosa lógica de comprender a los ámbitos culturales como campos de batalla simbólica. Durante 20 años desplegaron una estrategia de cooptación que buscó hegemonizar y encarnizar en el ecosistema cultural una base de sustentación política exclusiva para su propio provecho en la opinión pública y la disputa electoral.
Con el nuevo gobierno de Javier Milei, aparece la contracara de esa moneda, encarnizando en la cultura a uno de los enemigos simbólicos de su cruzada contra la “casta” y la ineficiencia estatal. Con la inclusión de una serie de reformas a las leyes de promoción cultural dentro del proyecto Ley Ómnibus, y durante todo su tratamiento en el Congreso, el gobierno ha elegido dar continuidad a la batalla simbólica en el campo cultural, ya no a través de la cooptación, sino apuntando a su degradación, anulación y cancelación. Una mirada más justa y centrada nos permitirá encontrar en la cultura una aliada para emprender el camino de crecimiento y convivencia democrática que necesitamos en la Argentina.
Sin negar la necesidad de revisar y modificar aquellas cuestiones que hacen a la falta de transparencia y eficiencia que han menoscabado el sistema de estímulo y promoción cultural, hay que reconocer y poner en valor la referencia que la Argentina tiene en la materia dentro de la región y el mundo: las producciones audiovisuales son consumidas en toda Latinoamérica -España e Israel entre otros–; nuestras películas son objeto de nominaciones y premiaciones en los festivales más prestigiosos; y nuestros jóvenes artistas lideran los rankings globales, por su cuenta y en colaboraciones. Tenemos una industria cultural que visibiliza a la Argentina y lleva su producción a todo el mundo, junto con nuestra identidad, gracias a una red de incentivos y promoción que acompaña especialmente a quienes dan sus primeros pasos en la industria.
Distintos referentes de la cultura expresaron su preocupación frente a las medidas propuestas por un secretario de Cultura que eligió antagonizar con ellos bajo la premisa de “casta o libertad”, como si esta se tratara de un peso muerto carente de valor estratégico. A pesar de él y sus desafortunadas expresiones, la cultura es un motor de desarrollo económico con enorme potencial en nuestro país y con un efecto multiplicador: por cada peso que se invierte en el sector público, se generan más de siete de valor agregado y el fisco recauda cuatro veces más.
En los últimos años, las industrias culturales aportaron a la economía argentina el 2,4% de su PBI, el 2,8% de sus exportaciones y el 1,8% de su empleo, un aporte comparable a los realizados por el sector hotelero o la gastronomía. Generan cerca de 300.000 puestos de trabajo directos e indirectos, donde se destaca una alta proporción de empleo joven con salarios de calidad y niveles de formación superiores a la media del mercado. Es una economía que se apoya en el talento, de bajo impacto ambiental, cuyos puestos de trabajo no son automatizables y con oportunidades para el ingreso de divisas exportando contenidos de calidad con marca argentina.
De más está decir que la cultura reviste un valor indiscutible más allá de su potencial como industria, especialmente para el fortalecimiento de la democracia, la libertad de expresión, la pluralidad de voces y la construcción de una ciudadanía e identidad común reproductora de los elementos simbólicos que nutren nuestra vida cotidiana y enriquecen nuestro tejido social. Se trata de un bien público que debe estar al alcance de toda la ciudadanía sin importar su origen ni condición social o económica, así lo mandan nuestra Constitución y el Pacto Internacional con jerarquía constitucional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales.
Si bien en estas semanas de discusión de la Ley Ómnibus se han producido cambios en la redacción del capítulo cultural (especialmente en cuanto al desfinanciamiento del INCAA, el INAMU y la CONABIP), las amplias facultades delegadas en materia de reorganización administrativa, suprimen toda garantía frente a eventuales decisiones ejecutivas de desarticulación de los organismos del ecosistema cultural. Además de ello, se mantienen una serie de modificaciones que ponen en riesgo el marco sobre el que se apoyan algunas industrias culturales. Por ejemplo, en materia cinematográfica se eliminan los mecanismos de producción por coparticipación, así como los criterios que guían la asignación de subsidios y las cuotas de pantalla.
En materia editorial, la eliminación del precio uniforme de venta, existente en países como Corea del Sur, Japón, Alemania, Francia, España, Noruega y la mayoría de Europa, pone en riesgo la preservación y desarrollo de las más de 500 editoriales PyMEs y más de 1500 pequeñas y medianas librerías. Estos establecimientos que forman parte del patrimonio literario nacional, especialmente de la Ciudad de Buenos Aires, Rosario y otras ciudades, se verían amenazados por la concentración de las grandes cadenas y limitarían el acceso en localidades remotas, como sucedió en Inglaterra, donde desapareció un tercio de las librerías independientes. La propuesta somete a la industria del libro como un mero bien mercantil, desconoce su profundo valor cultural y descompone todos los eslabones de la cadena de valor que, a partir de la implementación de la medida, favoreció el aumento del 150% de las empresas editoriales, con nuevos géneros literarios, editoriales de nicho y especializadas con mayor diversidad de publicaciones.
Hay un consenso amplio entre los distintos sectores de la industria cultural sobre la necesidad de trabajar en reformas institucionales y cambios normativos que enfrenten las deficiencias de los institutos de fomento nacional, haciéndolos más transparentes, reduciendo la discrecionalidad, mejorando sus resultados y recuperando la confianza de los argentinos en su gestión y en la producción del sector cultural. Un debate a la altura de esas exigencias y objetivos tiene que tener lugar en el Congreso de la Nación durante el periodo de sesiones ordinarias y con la participación de todos los sectores políticos, los artistas e integrantes del sector, de cara a la sociedad y no de manera traspapelada o a las apuradas en un proyecto ómnibus que responde a otras urgencias pero que toma a la cultura como rehén de la discusión principal.
En el mundo desarrollado se entiende a la cultura y a sus industrias como sectores estratégicos para el desarrollo y la generación de empleo de calidad. Corea del Sur, a partir de la inversión estatal, se ha transformado rápidamente en un líder mundial en el sector musical y cinematográfico; el Reino Unido, mediante diversos institutos, ha apostado a preservar el patrimonio cultural y promover la diversidad cultural logrando ampliar la atracción de turismo; España ha contribuido a la creación de un espacio cultural vibrante y dinámico que genera miles de puestos de trabajo y aporta a la economía de su país.
Argentina cuenta con los recursos y el potencial cultural y creativo para no quedarse atrás, protagonizar y compartir el escenario global. Contamos con centros culturales de gestión estatal e independiente, teatros, museos, librerías, cines, bibliotecas, productoras y editoriales que forman una red cultural que nos debería llenar de orgullo; de donde nacen músicos, autores y artistas de primer nivel con la oportunidad de seguir haciendo de la cultura un espacio de encuentro y proyección frente al mundo, con una industria pujante que contribuya al crecimiento, económico y ciudadano, de nuestro país.
No necesitamos un Estado clientelar que pretenda cooptar, hegemonizar o disciplinar a la cultura; tampoco uno que elija al sector como enemigo perfecto de sus batallas simbólicas e ideológicas. Necesitamos hacer reformas transparentes, criteriosas e inteligentes que nos permitan acompañar al sector, fortalecerlo y hacerlo más competitivo, multiplicando su valor sin renunciar a su diversidad y proyección federal.