En el laberinto de la justicia, esta disertación aspira a ser una luz que disipe las sombras que envuelven la ardua tarea de discernir la verdad en el teatro del juicio y su eco en la percepción de legitimidad por aquellos que habitan el mundo del derecho y aquellos que, desde afuera, contemplan sus rituales. Pretendemos desentrañar, con la meticulosidad de un relojero, aquellos dilemas más acuciantes que acosan tanto a la academia como a la praxis en lo concerniente a la esfera de los hechos dentro del proceso judicial.
En el vasto océano del derecho probatorio, la noción de “error en el derecho” se erige como un faro que ilumina los escollos y las corrientes ocultas con las que los navegantes del ámbito jurídico deben batallar en su travesía por determinar los hechos de relevancia jurídica en cada caso particular.
La imposición de consecuencias jurídicas sobre la base de hechos erróneos o fantasmas constituye una tempestad constante en el día a día de aquellos encargados de ejercer la jurisdicción. Esta labor, al ser una manifestación del poder estatal, demanda una manipulación con la precisión de un orfebre, pues se asienta sobre uno de los pilares del Estado de Derecho: el ejercicio lúcido del poder. Por el contrario, nos encontraríamos ante un ejercicio despótico del poder si el Estado comenzase a dispensar consecuencias jurídicas a sus ciudadanos sin el sustento de una realidad fáctica.
Para sortear los escollos de la determinación errónea de los hechos, el derecho debe (o al menos debería) estar armado con herramientas procesales diseñadas para minimizar y distribuir estos errores, actuando como compases y cartas náuticas para el juzgador, guiándolo hacia conclusiones lógicas y justificables.
Esta exigencia presupone además que el veredicto sobre los hechos sea objeto de un control intersubjetivo, con el propósito de que la decisión se revista de legitimidad ante la comunidad y se conceda a las partes en conflicto la posibilidad de revisar las decisiones judiciales que podrían estar contaminadas por estos errores. Esta armonía se encuentra tanto en el catálogo de derechos procesales reconocidos a nivel constitucional o internacional en la mayoría de los sistemas jurídicos occidentales, como en la percepción que los usuarios tienen del sistema.
A los ojos del usuario, una decisión fundamentada en hechos que han sucedido en la realidad adquiere la estatura de una resolución “justa” o, cuando menos, legítima. De este modo, la reducción de los errores en el veredicto se convierte en un quimérico objetivo de la actividad probatoria. No obstante, dado que los errores son una constante ineludible, emerge la pregunta filosófica: en un escenario de incertidumbre, ¿cuáles son los errores que estamos dispuestos a tolerar?
2. Las razones de la cámara para sostener que no existe necesidad y urgencia
De acuerdo con la cámara laboral, recae sobre los hombros del Poder Judicial la tarea de escrutar, en la singularidad de cada caso, aquel fundamento fáctico que podría legitimar la emisión de los decretos de necesidad y urgencia. En ese sendero, el Poder Judicial se ve compelido a discernir si las situaciones invocadas revisten carácter excepcional o si, por el contrario, se desvanecen como meras ilusiones o ejercicios de irracionalidad, despojando así a la acción ejecutiva de la base fáctica que le confiere legitimidad.
En esta labor de discernimiento, desde la perspectiva de la cámara, se debe prescindir, sin vacilación, de aquellos argumentos que, amparándose en la conveniencia del Poder Ejecutivo, se alejan de la realidad de extremas necesidades y, por ende, no pueden, bajo ningún pretexto, fundamentar la imposición de un régimen excepcional a la Nación en momentos que no lo requieren.
En el parecer de la cámara, la letra de la Constitución Nacional cierra el paso a la discrecionalidad de optar entre la promulgación de una ley o la imposición apresurada de determinados mandatos a través de un decreto.
En esta encrucijada, el tribunal reitera, fortaleciendo los fundamentos ya delineados por sus predecesores, los criterios emanados de la jurisprudencia de la Corte Suprema, imprescindibles para el examen de constitucionalidad del decreto discutido. Señala que los fundamentos del Decreto de Necesidad y Urgencia no manifiestan, especialmente en el ámbito laboral, una necesidad objetiva que justifique la adopción de medidas tan extensivas.
La cámara manifiesta que, aunque pudiera argumentarse, en términos hipotéticos, que estas medidas se sustentan en “hechos demostrados”, lo cierto y jurídicamente significativo es la ausencia de una urgencia palpable que permita prescindir del indispensable debate legislativo. Se subraya, además, que el Presidente cuenta con la prerrogativa de convocar a sesiones extraordinarias del Congreso, herramienta que, de ser necesaria, podría facilitar el tratamiento acelerado de proyectos de ley, reafirmando así la doctrina establecida por la Corte Suprema de que las justificaciones genéricas no son suficientes para sustentar la emisión de DNU que eluden el ámbito de acción legislativa del Congreso.
Asimismo, se enfatiza que las modificaciones introducidas por el Poder Ejecutivo, lejos de ser respuestas a una situación excepcional y transitoria, configuran alteraciones permanentes al cuerpo legislativo nacional, algo que se aleja de la naturaleza y el espíritu de los decretos de necesidad y urgencia.
3. La prueba no es infalible
La noción de prueba revela los mecanismos mediante los cuales se busca establecer la veracidad o falsedad de los hechos que fundamentan el acto de decidir. Este ejercicio se articula a través de proposiciones fácticas, construcciones lingüísticas que destilan la esencia de los hechos con significancia jurídica, alimentadas por las partes en contienda en el ruedo judicial.
La pretensión de verdad de estas proposiciones fácticas es el motor que impulsa a los litigantes a presentar pruebas que aspiran a moldear la realidad de forma que el juzgador, en su función epistemológica, perciba y procese la información, reconociendo como probados aquellos hechos que encuentran eco en el dominio de lo real. Este proceso, inherentemente retrospectivo, apunta a desentrañar hechos pretéritos, a menudo velados al discernimiento directo de quien decide, situando al juicio como una herramienta cognitiva dirigida a la elucidación de la verdad fáctica.
Sin embargo, esta expedición hacia la verdad se enfrenta a la intrínseca imposibilidad de capturarla en su totalidad, navegando en un mar de incertidumbre donde lo inferido a partir de la evidencia no alcanza la certeza absoluta, sino una probabilidad de la verdad.
En conclusión, el desafío de la prueba jurídica radica en su intento por acercarse a la verdad de los hechos mediante un proceso de valoración racional que, consciente de sus limitaciones y la eterna presencia de la incertidumbre, se esfuerza por minimizar el error en su juicio. La determinación de qué grado de probabilidad es suficiente para considerar una hipótesis como probada se convierte, entonces, en una cuestión de calibrar y distribuir este riesgo de error, un ejercicio delicado que busca equilibrar la balanza de la justicia con la vara de la realidad.
Desde esta perspectiva, la tarea de determinar los hechos en un juicio se centra en evaluar la verosimilitud de las alegaciones fácticas y la solidez de las pruebas presentadas. Este análisis se ve complicado por la naturaleza inevitablemente incompleta de la evidencia, lo que requiere un juicio sobre cuándo dicha evidencia es suficiente para apoyar una conclusión fiable.
Así, el sistema jurídico se compromete con la posibilidad de errores en la adjudicación de los hechos, eligiendo conscientemente qué errores son más tolerables en función de los valores colectivos. Los estándares de prueba se erigen como mecanismos clave en la distribución de este riesgo, equilibrando la balanza entre la absolución de culpables y la condena de inocentes en el proceso penal, o entre el reconocimiento y rechazo de demandas basadas en hechos verdaderos o falsos en el civil, en busca de una justicia que, si bien no infalible, sea equitativa y refleje el ethos social.
Los estándares de prueba constituyen un fundamento esencial en la administración de justicia, delineando el umbral de convicción necesario para inclinar la balanza judicial hacia uno u otro lado del litigio. Estos estándares, a saber, la probabilidad prevaleciente, la preponderancia de la evidencia y la evidencia clara y convincente, estructuran el proceso de adjudicación de los hechos, equilibrando la distribución de los riesgos de error entre las partes involucradas.
4. Estándares del control de razonabilidad
Dentro del insondable y meticuloso tejido jurídico, la Corte Suprema de Estados Unidos (SCOTUS), ente de sabiduría y justicia, ha diseñado puentes conceptuales, tríadas de estándares revisores de las leyes que esculpen clasificaciones humanas.
En el contexto del paradigma jurídico, SCOTUS, ejerciendo una función hermenéutica y evaluativa, ha concebido tres métricas judiciales para el análisis de razonabilidad. La dogmática jurídica ha volcado su atención en los criterios evaluativos - o ‘tests’ - que los jueces deben emplear para ponderar la razonabilidad de los actos normativos, así como en la dilucidación de a quién pertenece la onerosa carga probatoria. En esta coyuntura, la filosofía jurídica ha intensificado su incursión en la exploración de los prerrequisitos para una justificación racional de decisiones normativas, enraizando profundamente en las discusiones contemporáneas sobre equidad y justicia.
Estos requisitos deben pasar por el filtro de un juicio prudencial o persuasivo o de un juicio ponderativo. Esto implica que, a la hora de allanar cualquier conflicto interpretativo o aplicativo del derecho, se impone la técnica de la ponderación, que conduce a valorar el peso de los argumentos y llegar a una decisión que sea justa, habida cuenta de que lo más importante es aplicar un juicio prudencial que permita valorar el peso de los argumentos.
Desde sus primeros días, ha sido un susurro constante que los jueces, aquellas figuras imponentes del discernimiento legal, carecen de las herramientas institucionales para valorar la efectividad con la que se persiguen fines gubernamentales legítimos en dichas áreas, ni discernir si existen otras categorizaciones más lógicas para lograrlos. Destilando la esencia, el juez, en esta percepción, simplemente sopesaría si existe un nexo razonable entre la clasificación forjada por los artesanos legislativos y el fin gubernamental, que, por supuesto, no debe ser desterrado por la Constitución.
Este estándar es considerado el más indulgente de los tres estándares de revisión judicial utilizados en el derecho constitucional de los EE.UU. En el test de relación racional, la carga de la prueba recae en el demandante, quien debe demostrar que la ley o política pública en cuestión no tiene una relación racional con un objetivo legítimo del gobierno.
En otros casos, la jurisprudencia dispone la aplicación de un escrutinio de intensidad intermedia para evaluar la razonabilidad de una disposición. El test de intensidad intermedia requiere, en primer lugar, que se constate que la medida persigue una finalidad constitucional legítima e importante (razonabilidad) y, en segundo lugar, que se verifique que el medio empleado para lograr dicha finalidad sea adecuado y efectivamente conducente (proporcionalidad). Corresponde consignar que este estándar de revisión judicial fue fundamentalmente utilizado en casos vinculados con distinciones en función del sexo de las personas o de hijos nacidos fuera del matrimonio (SCOTUS 429 US 190).
Finalmente, y afinando nuestro foco en el crux de la cuestión, el test de escrutinio estricto se erige con capital importancia. A diferencia de sus predecesores estándar, este particular yugo dicta la indispensable aportación de pruebas contundentes que validen la presencia de un fin tanto urgente como imperante. Consecuentemente, se deduce que es misión gubernamental acreditar la necesidad de una clasificación para dar caza a dicho fin perentorio e ineludible, esculpiéndolo de manera minuciosa y ajustada. Vale la pena rememorar, si se nos permite un breve paréntesis, que este test ha sido instrumental, ante todo, para ponderar la constitucionalidad de distinciones enraizadas en la raza o la nacionalidad, si bien no es ajeno a su aplicación en contextos donde se alega la transgresión de derechos ‘fundamentales’, según los ecos del SCOTUS 403 US 365.
En efecto, contrariamente a los estándares anteriores, bajo su yugo, se impone la prueba inequívoca de la existencia de un fin apremiante (compelling) o imperioso (overriding). De donde se colige que el gobierno deberá demostrar la necesidad para alcanzar aquel fin apremiante o imperioso (narrowly tailored).
Al respecto, refresquemos, en pocas palabras, que este test fue utilizado principalmente para evaluar la constitucionalidad de distinciones o clasificaciones efectuadas en función de la raza o extranjería, aunque también se ha dicho que se lo empleó cuando se invocó la violación de derechos “fundamentales” (SCOTUS 403 US 365).
El gobierno, en esta arena, se ve compelido a tejer un argumento irrefutable que afirme que dicha normativa no sólo persigue un interés esencial del más alto estamento, sino que también su confección es tal que no hay sendero menos restrictivo por el cual caminar para alcanzar dicho fin. Es decir, la norma, revestida de imperiosa necesidad, debe presentarse como el único umbral por donde transitar para consolidar ese anhelado y trascendental objetivo gubernamental, siendo las alternativas menos coercitivas meras quimeras inalcanzables. Enfrentarse a este nivel de escrutinio, de una elevación sin par, se revela como una proeza majestuosa e insuperable, donde el gobierno debe desnudar la esencialidad inexorable de su política para reverenciar un propósito de excelsitud insuperable.
En otras palabras, la ley o política debe ser la única forma de lograr el objetivo gubernamental importante en cuestión, y no debe haber alternativas menos restrictivas disponibles. Este nivel de escrutinio es el más alto y es muy difícil de superar, ya que el gobierno debe demostrar que la ley o política en cuestión es esencial para lograr un objetivo muy importante.
5. Conclusión
Así las cosas, permitámonos decir, con una brevedad que raya en lo esquemático, que en líneas generales las maquinarias regulativas económicas satisfacen el mandato de razonabilidad si, en los recovecos de lo imaginable, se concibe un estado de cosas que pudiera cimentar una base racional para la clasificación. Este velo de palabras devela, entonces, que debería interponerse una prueba inconfundiblemente clara de la orfandad de un propósito gubernamental legítimo para que una medida sea, con solemnidad, reprobada.
Efectivamente, SCOTUS continúa aplicando un estándar extremadamente laxo a la mayoría de las clasificaciones legislativas. Señalemos en pocas palabras que se interpretó que las regulaciones económicas satisfacen la normativa constitucional si existe algún estado de hechos concebible que pueda proporcionar una base racional para la clasificación (SCOTUS 508 U.S. 307).
En sentido contrario, la jurisprudencia examinada pareciera exigir el estándar de “evidencia clara y convincente”, el cual representa un umbral más elevado de convicción, aplicado en casos donde los intereses en juego son de particular relevancia o gravedad. Este estándar exige una mayor certeza sobre la ocurrencia de los hechos alegados, reflejando una preferencia por evitar errores que tendrían consecuencias especialmente perjudiciales para el demandado.
La variabilidad de estos estándares de prueba responde a la diversidad de contextos y valores en juego. Como está a la vista, la elección entre estos umbrales probatorios no es meramente técnica sino que encarna juicios de valor fundamentales sobre la justicia y equidad del proceso judicial, equilibrando la búsqueda de la verdad con la protección contra los daños injustos.
Difícil Imaginar a los jueces de la Corte Suprema inmersos en la deliberación sobre la urgencia y necesidad de un cambio monetario, como el Plan Austral, plantea un escenario donde la judicatura se adentra en complejas decisiones económicas. Este ejemplo invita a reflexionar sobre los límites entre las esferas judicial y ejecutiva, así como la capacidad de los jueces para evaluar la inmediatez y la esencialidad de medidas económicas que, por su naturaleza, suelen requerir una respuesta rápida y estar cargadas de tecnicismos. La cuestión subyacente es cómo equilibrar la prudencia legal con la agilidad que demandan las crisis económicas.