El debate sobre la interpretación constitucional ha sido intenso, con el originalismo como teoría dominante. Este ensayo evalúa si el constitucionalismo basado en principios morales puede sustituir al originalismo. Se argumenta que la interpretación debe incluir principios morales, siguiendo la tradición del derecho natural.
Las razones detrás de la necesidad de interpretar la Constitución son múltiples. Primero, sus redactores buscaron asegurar flexibilidad para futuras generaciones ante problemas emergentes, permitiendo adaptaciones en la estructura gubernamental. Segundo, lograron consensos en ciertas áreas mientras dejaban otras intencionalmente ambiguas para ocultar desacuerdos, lo que resulta en disposiciones generales que no anticipan todas las futuras cuestiones. Tercero, no pudieron prever todas las preguntas que surgirían con el tiempo, haciendo que los problemas actuales difieran significativamente de los de su época.
Sin embargo, la supremacía de la Constitución, su difícil proceso de enmienda y su antigüedad crean una tensión con la democracia, ya que limita la capacidad de las mayorías actuales de gobernarse si sus decisiones chocan con la Constitución. Esta tensión, conocida como el “problema de la mano muerta”, implica aceptar que los autores de la Constitución, a pesar de haber fallecido hace siglos, influencien cómo vivimos hoy.
Aceptar la Constitución lleva consigo la necesidad de interpretarla, un debate tan antiguo como la Constitución misma. Este debate refleja la tensión inherente al constitucionalismo, entre adherirse a un documento fundacional y adaptarse a las demandas contemporáneas de gobernanza.
El debate entre el originalismo y el concepto de una Constitución viva es fundamental en el derecho constitucional, reflejando dos maneras distintas de interpretar el documento fundamental de una nación. El originalismo se centra en la intención original y el significado textual en el momento de su adopción, argumentando que esto ofrece una base objetiva para la interpretación, limitando la subjetividad y el activismo judicial. Este enfoque busca preservar el verdadero significado de la Constitución, evitando que los jueces apliquen sus preferencias personales o ideologías políticas.
Por otro lado, la teoría de la Constitución viva aboga por una interpretación dinámica, permitiendo que el significado y la aplicación de sus disposiciones evolucionen para reflejar las realidades sociales, económicas y políticas en cambio. Este enfoque argumenta que una visión estática podría no ser adecuada para enfrentar los desafíos modernos no anticipados por los redactores originales.
Cada enfoque presenta ventajas y desafíos. El originalismo ofrece claridad y previsibilidad, pero puede ser criticado por su rigidez y falta de flexibilidad ante situaciones contemporáneas no previstas en el texto original. La concepción de una Constitución viva, si bien es adaptable y relevante, enfrenta críticas por la posibilidad de subjetividad y la potencial ausencia de límites claros en la interpretación judicial, lo que podría llevar a decisiones basadas en preferencias personales más que en principios legales establecidos.
El equilibrio reside en encontrar un punto medio, en el cual se respete el espíritu original del documento mientras se reconoce la necesidad de interpretar y aplicar sus disposiciones de manera relevante y efectiva en el contexto actual. De esta manera, se garantiza que la Constitución siga siendo un instrumento resonante, y no un documento histórico relegado al pasado.
En nuestra tesitura, si bien los jueces deben considerar las consecuencias de sus decisiones, deben hacerlo de manera limitada y dentro de los límites institucionales. Su papel es discernir la elección razonada del legislador expresada en el texto. En este sentido, los jueces pueden considerar las consecuencias de una interpretación particular, pero solo dentro de los límites de los principios legales y la sustantividad de las cosas.
En esta perspectiva, se argumenta en contra del enfoque originalista como la única forma adecuada de abordar cuestiones constitucionales difíciles y controvertidas que no pueden resolverse simplemente mediante un análisis del texto de la ley. Se defiende la idea de que los jueces, al enfrentar casos complejos, deben recurrir a diversas fuentes del derecho y herramientas argumentativas ampliamente aceptadas por la comunidad legal para tomar decisiones justas en cada situación. Aunque este proceso puede parecer subjetivo y abierto, es esencial para dar sentido al derecho y la justicia en la sociedad.
Cuando un juez se enfrenta a casos difíciles, se basa en la forma en que los tribunales anteriores han decidido casos similares y utiliza un diálogo entre diferentes fuentes del derecho y herramientas argumentativas para tomar decisiones. Esta aproximación puede parecer abierta y flexible, pero es esencial para aplicar el derecho de manera justa y adecuada en cada caso específico.
El originalismo, con su énfasis en la inmutabilidad del sentido originario de la norma, podría generar respuestas jurídicas que, si bien fidedignas al contexto histórico, no se adecuen a las intrincadas realidades del orbe contemporáneo. En cuestiones tales como las competencias legislativas o la interacción entre las funciones administrativa y jurisdiccional, una postura excesivamente estática podría coartar respuestas innovadoras a los desafíos jurídicos actuales.
Tomemos por caso la constitucionalidad de las leyes de protección animal desde la perspectiva del originalismo por cuanto debería evaluarlas desde la óptica de los derechos de propiedad. En el contexto de las leyes de protección animal, los originalistas a menudo argumentarían que estas leyes deberían limitarse para no infringir los derechos de propiedad de los dueños de los animales. Esta interpretación se basaría en la creencia de que los redactores originales de la Constitución no habrían considerado a los animales como entidades con derechos y, por lo tanto, las leyes de crueldad animal deberían ser restringidas para evitar interferencias en los derechos de propiedad.
Sin embargo, esta visión presentaría varios problemas desde una perspectiva de constitucionalismo moral. En primer lugar, el originalismo no tomaría en cuenta los avances en la ética animal y la comprensión contemporánea de la crueldad hacia los animales. La sociedad moderna reconoce cada vez más la importancia de tratar a los animales con dignidad y respeto, independientemente de su estatus como propiedad. El originalismo no abordaría adecuadamente el sufrimiento innecesario de los animales. Las leyes de protección animal buscan prevenir el maltrato y la crueldad hacia los animales, una preocupación moral que no se refleja en la perspectiva originalista centrada en la propiedad. El originalismo pasaría por alto valores éticos fundamentales, como la compasión y la empatía hacia los seres sintientes.
Como subyace, la intención original de los redactores de la Constitución podría ser insuficiente para abordar cuestiones éticas contemporáneas. Desde una perspectiva de constitucionalismo moral, se argumentaría que resulta menester evolucionar más allá de una interpretación rígida centrada en los derechos de propiedad y considerar el sufrimiento animal y los valores éticos fundamentales en la formulación y aplicación de las leyes de protección animal.
Así las cosas, surge la ineludible reflexión acerca de las posibles posturas de los constituyentes primigenios frente a dilemas jurídicos actuales. Es imperativo que toda interpretación aspire a fortalecer y perpetuar los valores y principios esenciales insculpidos en la Constitución, garantizando simultáneamente su pertinencia y vigencia en el panorama jurídico actual.
Indudablemente, la naturaleza a veces ambigua de los preceptos constitucionales puede conllevar a incertidumbres interpretativas. Ante este panorama de indeterminación, la ética jurídica emerge como un faro orientador en la labor del magistrado, permitiéndole sortear las disyuntivas entre el verbo explícito y la esencia implícita de la norma.
En ese sentido, encuentro que la prudencia y el rigor son, por ende, indispensables al interpretar y aplicar el derecho, recordando siempre que el norte de todo jurista debe ser la justicia y la equidad. Es incontestable que una única norma jurídica generalizada no puede abordar adecuadamente la vastedad y sutileza de la realidad. Así, en situaciones de particular dificultad, es necesario afinar y adaptar esa norma general para que se alinee con el prisma complejo de la vida cotidiana. Esta adaptabilidad señala que la doctrina constitucional no es estática; al contrario, es un organismo jurídico que se transforma y madura con el devenir del tiempo. Consecuentemente, la historia, aunque instructiva, no ofrece recetas infalibles para solucionar problemáticas actuales. Pero, al mismo tiempo, es imperioso actuar con cautela. Una interpretación dinámica mal ejercida puede disfrazar cambios sustanciales en la norma, aproximándose peligrosamente a una modificación constitucional no explícita. Distinguir entre ambas situaciones es un desafío hermenéutico que requiere de rigor y perspicacia para preservar la esencia y autoridad de la Constitución.
2. El problema
Por un lado, si aceptamos que la Constitución es una forma de ley (aunque sea ley suprema), entonces existe un argumento sólido de que debemos interpretarla como lo haríamos con cualquier otra ley, es decir, tener un contenido generalmente fijo, determinado por la voluntad de quienes la promulgaron, ya sea en sus intenciones, en el texto mismo o en la comprensión de ese texto en el momento de su promulgación. De hecho, se podría argumentar enérgicamente que, si la Constitución no significara lo que sus redactores pensaron que significaba, o al menos algo que se aproximara, en algún nivel de generalidad, a lo que ellos pensaron que significaba, entonces la Constitución no sería verdaderamente una forma de ley en ningún sentido convencional. Esta concepción de la forma adecuada de interpretar la Constitución, como ya vimos, forma la base teórica del enfoque de interpretación del originalismo.
Por otro lado, si nos preocupa el problema de la mano muerta y su aparente inconsistencia con nuestros impulsos democráticos actuales, entonces podríamos tratar de interpretar la Constitución de una manera que refleje valores que tienen un apoyo duradero, y no simplemente aquellos que eran importantes en el momento de la fundación.
A medida que la sociedad y la cultura evolucionan, surgen nuevas cuestiones que la Constitución original no podía anticipar. Preguntas sobre cuándo comienza la vida, el significado del matrimonio o los límites de la libertad de expresión a menudo requieren una reflexión más profunda que la mera consulta del texto constitucional. En tales casos, los jueces conscientes están obligados a recurrir a verdades morales y metafísicas críticamente justificadas para tomar decisiones informadas y justas.
El constitucionalismo conservador se encuentra en una encrucijada. La metodología de restricción que ha adoptado durante décadas ha demostrado ser insuficiente para abordar cuestiones contemporáneas complejas que requieren un razonamiento moral y metafísico profundo.
El enfoque del razonamiento moral en la interpretación constitucional implica la identificación y análisis de los valores y principios subyacentes que están implícitos en el texto de la Constitución. Este enfoque está relacionado con la teoría del derecho natural, que sostiene que existen principios morales que son independientes de las leyes positivas y que deben guiar la interpretación y aplicación de las leyes. En el contexto de la interpretación constitucional, la teoría del derecho natural argumenta que la Constitución debe interpretarse a la luz de estos principios morales preexistentes, que se basan en la naturaleza humana y reflejan valores fundamentales como la justicia y la igualdad.
Este ensayo apoya la necesidad de una reorientación hacia un constitucionalismo fundamentado en la naturaleza de las cosas, una propuesta que desafía tanto a la academia jurídica como a la práctica legal contemporáneas.
En sentido contrario, el enfoque antiesencialista, particularmente a través del lente del existencialismo y la fenomenología, representa una filosofía que privilegia la existencia sobre la esencia. Esta transición filosófica hacia la afirmación del ser en su manifestación concreta y ocasional refleja un movimiento desde una comprensión abstracta y a priori de la realidad hacia una que valora la experiencia individual y concreta de la existencia.
No en vano, el enfoque originalista resulta una operatoria centrada en el proceso más que en la sustancia, lo que puede llevar a decisiones que se alineen con posiciones “liberales” tanto como con posiciones “conservadoras”. (https://time.com/5670400/justice-neil-gorsuch-why-originalism-is-the-best-approach-to-the-constitution/).
La discusión sobre si la racionalidad ética debe ser un fundamento del derecho es central en este debate. La perspectiva que presentas sugiere una postura que, aunque reconoce la importancia de la norma positiva, argumenta que el derecho no puede desvincularse de una base ética racional. Esta visión se alinea con el enfoque aristotélico-tomista, que considera la razón práctica como la guía de la conducta humana, sugiriendo que la moralidad, entendida como la adhesión a la razón natural, debe informar la creación y aplicación del derecho. En este sentido, las acciones humanas son calificadas como naturales o antinaturales basándose en su conformidad o desviación de la razón, y por extensión, las leyes justas son aquellas que reflejan y promueven este orden racional.
Esta perspectiva aboga por una síntesis entre el reconocimiento de la autoridad y la autonomía del derecho, tal como lo define el positivismo jurídico, y la necesidad de que el derecho esté fundamentado en principios éticos universales, como sostiene el iusnaturalismo. Argumenta que, aunque el derecho es creado y aplicado por seres humanos dentro de contextos sociales e históricos específicos, su legitimidad y justicia derivan de su alineación con una racionalidad ética que trasciende las circunstancias contingentes de su creación.
3. Malestar en el Derecho y la Academia Jurídica: Hacia una Recuperación de la Tradición Clásica.
En ambos lados de la grieta jurídica se diagnostica un malestar en el derecho y la academia jurídica marcado por la politización y la instrumentalización del derecho. Esta situación ha generado una crisis de integridad y verdad, en la que el derecho se ha convertido en un mero instrumento al servicio de agendas políticas partidistas, perdiendo su carácter objetivo y su conexión con los bienes naturales y comunitarios.
Por ello se propone mirar hacia atrás, hacia la tradición clásica del derecho, para restaurar la integridad de nuestro derecho y nuestras tradiciones jurídicas. Se argumenta que los principios y la ontología del derecho clásico, particularmente aquellos del derecho romano y la tradición del ius commune, ofrecen una comprensión perdurable sobre la naturaleza y las fuentes del derecho que ha sido eclipsada por el positivismo.
La perspectiva propuesta no constituye una novedad dentro del ámbito jurídico. Al contrario, revitaliza fundamentos arraigados en la tradición jurídica occidental clásica que ha prevalecido a lo largo de la historia de los sistemas legales occidentales. Dentro de esta tradición milenaria, se concibe el derecho de una entidad política como bifurcado. Una vertiente es el derecho positivo, que comprende estatutos, reglamentaciones, disposiciones constitucionales y jurisprudencia, emergiendo de la inventiva humana bajo la guía de la razón. La otra vertiente la constituyen los principios de justicia legal, emanados de los preceptos del derecho natural, que abogan por el respeto hacia bienes fundamentales como la vida humana y la necesidad de coexistir dentro de una comunidad política ordenada. Aquí, el derecho trasciende la mera expresión de la voluntad de las autoridades políticas, erigiéndose como una ordenanza racional promulgada por la autoridad en pos del bienestar común.
Resulta claro que, contrariamente al dinámico papel del legislador, el ámbito de la deliberación judicial se encuentra marcadamente restringido por su naturaleza institucional. Se focaliza primordialmente en discernir las acciones de la autoridad pública, evaluando y deduciendo las decisiones racionales tomadas, particularmente tal como se manifiestan en el texto legislativo. La labor esencial del juez es desentrañar la intención razonada de la autoridad, meditando sobre la conexión entre el marco legal adoptado y los fines benéficos perseguidos. De ningún modo corresponde al juez suplantar el derecho positivo mediante juicios morales considerados o enfoques ad hoc, tales como la justicia de “buena voluntad” o basada en la discrecionalidad pura.
En ese sentido, todos los operadores jurídicos somos originalistas como advirtiera jocosamente la jueza Elena Kagan en su audiencia de confirmación ante el senado. Nadie podría dejar de expresar su profundo respeto por el texto y la estructura de la Constitución. Pero en casos constitucionales difíciles, el trabajo real se lleva a cabo a través de compromisos implícitos o explícitos relacionados con la moralidad política.
La tradición clásica desestima cualquier concepción del derecho que se limite meramente al derecho postulado, por un lado, y a la discreción judicial no estructurada, por el otro. Los principios de justicia legal adquieren relevancia en la interpretación del derecho postulado. El jurista clásico, en su búsqueda del significado “ordinario”, “natural” o “evidente” del texto, asumirá invariablemente, entre otros aspectos, que el legislador actuó de manera racional y razonada.
Cuando el significado de un precepto legal resulta ambiguo (por ejemplo, en presencia de contradicciones, fuentes divergentes o disposiciones susceptibles de múltiples interpretaciones), resulta provechoso para la coherencia jurídica interpretar dicho precepto de manera congruente con los principios de justicia legal, que, en última instancia, derivan del derecho natural.
La idea central resalta que el entendimiento del derecho y la convivencia social debe fundamentarse en la comprensión de la naturaleza humana y la esencia personal, diferenciándose claramente de la vida animal por el elemento distintivo del espíritu humano. Este espíritu otorga a las personas la capacidad de elección y libertad, subrayando la importancia de la vida en comunidad para el desarrollo integral a través de la interacción y la creación de instituciones. Se enfatiza que la regulación social debe honrar la dignidad individual y permitir la búsqueda personal del bien sin perjudicar el bien común. Asimismo, se destaca el papel del derecho natural, surgido de la racionalidad humana, en establecer principios de justicia esenciales para las relaciones sociales y la protección de derechos fundamentales. Finalmente, se concluye subrayando la necesidad de basar la comprensión del derecho en la naturaleza humana para asegurar el respeto por la dignidad y los derechos individuales en cualquier ámbito social o legal.
La esencia de esta idea gira en torno a la importancia de la razón práctica sobre el teoricismo para comprender y aplicar conceptos de justicia y prudencia en la vida real. Reconoce verdades universales y sitúa a la prudencia, especialmente la jurídica, como esencial para discernir la justicia. La prudencia vincula directamente la justicia con el conocimiento objetivo de la realidad, subrayando que actuar con prudencia requiere una comprensión realista de las circunstancias y la capacidad de tomar decisiones acertadas. Así, la prudencia actúa como un puente entre lo que es (ser) y lo que debe ser (deber), definiendo acciones justas en función de la realidad del ser.
La justicia, entonces, se entiende como vivir en armonía y verdad con los demás, lo cual depende significativamente de un enfoque objetivo y prudente. En el contexto comunitario, la objetividad y el conocimiento son cruciales para la justicia, que no solo es responsabilidad individual sino colectiva, manifestándose en el tejido social e histórico. Este enfoque destaca cómo la prudencia y la justicia, interrelacionadas, son fundamentales para el bienestar social, alineando las acciones individuales y colectivas con la verdad y la armonía comunitaria.
La idea central plantea una reflexión profunda sobre el origen y naturaleza del derecho individual, enfatizando que este concepto es intrínseco y no derivado de preceptos anteriores. Se argumenta que el ser humano posee derechos inalienables, un “suum” que debe ser reconocido y respetado universalmente debido a su condición de persona, un ente espiritual y autónomo que busca su propia perfección.
Esta perspectiva sostiene que la esencia de la humanidad es la base de los derechos humanos fundamentales, que son naturales y no concedidos artificialmente. Esto subraya que la justicia debe ser un límite ineludible para el ejercicio del poder político, contrario a la visión positivista que busca separar la moral del derecho, argumentando que las normas jurídicas no deben estar necesariamente ligadas a conceptos morales. La crítica a esta separación resalta que ignorar la conexión inherente entre el “ser” del individuo y el “deber ser” de sus derechos y dignidad es un error conceptual, ya que los derechos fundamentales emanan directamente de la naturaleza humana y son indispensables para el reconocimiento y la práctica de la justicia.
La discusión sobre la validez del derecho se arraiga en las reflexiones clásicas de Aristóteles y Santo Tomás de Aquino, quienes establecen las bases de la justicia y el derecho diferenciando entre justicia general y particular, así como entre lo natural y lo legal. Esta visión sostiene que el derecho debe fundamentarse en una realidad objetiva y un orden natural, no en la arbitrariedad o la voluntad humana. La moral y el derecho, por tanto, están intrínsecamente ligados a principios derivados de la naturaleza y el orden del mundo, guiando hacia una sociedad justa que honra un orden inherente y evita el caos.
4. El constitucionalismo del bien común.
La teoría del “originalismo del bien común” propuesta por Adrian Vermeule aboga por una interpretación judicial activista que prioriza valores morales en la Constitución, alejándose del originalismo y textualismo tradicionales. Vermeule critica el enfoque originalista por su relevancia perdida y propone que la interpretación constitucional se base en principios morales para promover el bien común. Esta aproximación busca alinear el derecho público con objetivos éticos y morales, desafiando la neutralidad valorativa del positivismo jurídico y promoviendo una integración de derecho y moralidad hacia el bienestar social.. (Vermeule, A. (2022). Common Good Constitutionalism. Polity Press)
La idea central sostiene que la dignidad humana, intrínsecamente valiosa y más allá de la necesidad de reconocimiento textual, subraya que los individuos trascienden su mera existencia legal. Esto implica que la justicia auténtica se extiende más allá de las leyes escritas para incluir el espíritu y principios universales que las sustentan. Los jueces, en este contexto, ya no son meros aplicadores de la ley sino intérpretes activos que deben equilibrar la ley positiva con valores éticos y morales fundamentales, actuando como mediadores entre la ley, la sociedad, y los principios universales para emitir decisiones justas. Este enfoque requiere de los jueces una comprensión profunda y una aplicación armónica de diversas fuentes del derecho, guiados por una moral objetiva que rechaza el relativismo y afirma la existencia de verdades universales sobre el bien y la dignidad humana. En última instancia, este paradigma busca asegurar una justicia que responda genuinamente a las necesidades y derechos humanos, fundamentada en una base moral sólida. En última instancia, el derecho debe ser un reflejo de nuestra humanidad compartida, guiado por principios éticos universales que aseguren justicia, equidad y el respeto por la dignidad de cada individuo.
La idea central sostiene que todas las acciones del Estado deben basarse en un principio de razón suficiente, asegurando coherencia y lógica en sus actividades, ya sean administrativas, legislativas o jurídicas. La importancia recae en evaluar estas acciones por su contenido y su conformidad con principios jurídicos fundamentales, más allá de quién las realiza o cómo se ejecutan, enfatizando que deben reflejar los valores esenciales del derecho.
Esta perspectiva desafía la visión positivista tradicional, abogando por un enfoque de sincretismo metodológico que combina diversas metodologías para una comprensión más completa del derecho. Este enfoque promueve la flexibilidad y la inclusión de análisis históricos y sociológicos, enriqueciendo la interpretación del derecho y su aplicación. En esencia, propone una reflexión continua sobre el derecho, guiando la actuación estatal dentro de un marco de justicia y respeto por los principios que protegen la dignidad y los derechos individuales.
El positivismo jurídico, enfocado en la coherencia y predictibilidad, ha visto la retórica como potencialmente problemática para la objetividad del derecho. No obstante, esta visión ignora que el derecho es un proceso social que debe adaptarse a las complejidades humanas y sociales. La retórica se revela como fundamental para conectar las normas jurídicas con la realidad, permitiendo al derecho evolucionar con la sociedad. Este enfoque transforma al juez en un intérprete activo que, más allá de aplicar la ley, debe poseer empatía y discernimiento para equilibrar principios y ajustar la ley a la justicia.
La integración del sincretismo metodológico y la retórica busca enriquecer la interpretación jurídica, enfatizando que el centro de las decisiones debe ser la dignidad y los derechos humanos, promoviendo un derecho dinámico que responda a las necesidades sociales con justicia. Esta visión propone una práctica jurídica que valora la prudencia y la sensibilidad, apuntando hacia un sistema legal que refleje y fomente la dignidad y el bienestar colectivo, más allá de la mera predictibilidad.
Este enfoque aboga por una práctica jurídica reflexiva y deliberativa que va más allá de la aplicación mecánica de la ley, reconociendo la complejidad de la naturaleza humana y las sociedades. Al integrar la moral con el derecho, se busca avanzar hacia una jurisprudencia que responda a las necesidades sociales y promueva el bienestar común. La teoría jurídica contemporánea se desafía a sí misma para redefinir el papel del derecho en sociedad, enfatizando la justicia, la equidad, y el respeto por la dignidad humana, guiada por principios generales del derecho. Frente a la rigidez del positivismo jurídico, se propone un enfoque sincretista que valora la adaptabilidad, la interdisciplinariedad, y la atención a la justicia sustantiva, superando las limitaciones de una visión puramente positivista y abriendo el camino hacia soluciones legales más justas, flexibles, y en sintonía con la realidad social dinámica.
La investigación neurobiológica respalda la idea de que principios fundamentales del derecho natural, como la prohibición del asesinato y el respeto por la propiedad, son intuitivamente reconocidos y universalmente aceptados debido a nuestra biología. Este campo sugiere que la toma de decisiones morales y éticas está influida tanto por la intuición como por el análisis analítico, subrayando cómo nuestras emociones y experiencias juegan un papel esencial en estas decisiones. Este entendimiento biológico de nuestras reacciones éticas apoya la noción del derecho natural de principios éticos universales, desafiando la idea de que las decisiones morales no son completamente objetivas y destacando la importancia de considerar la complejidad de la toma de decisiones humanas en la aplicación del derecho.
La idea central propone que el derecho debe ser una herramienta al servicio de la dignidad humana, enfatizando soluciones jurídicas sensibles al valor intrínseco de las personas. Esta visión se opone a interpretaciones mecanicistas y despersonalizadas del derecho, abogando por un enfoque que proteja la dignidad en todos los ámbitos judiciales. La proporcionalidad en las decisiones jurídicas debe reflejar el respeto por la dignidad humana, considerando las complejidades de las relaciones jurídicas y los bienes e intereses en juego. Los jueces deben ir más allá de la mera aplicación de leyes, ponderando valores en conflicto y buscando soluciones justas que reflejen la “verdad humilde y diaria” de la vida cotidiana. La justicia se entiende como un proceso guiado por principios éticos fundamentales y la búsqueda del bien común, con un énfasis en la epiqueya para corregir y complementar lo legal con lo justo natural. Este enfoque subraya la necesidad de un derecho comprometido con la dignidad humana y fundamentado en principios de justicia universal, desafiando las leyes que ignoran estos valores y promoviendo una legislación que profundice en la ética y la moral para servir genuinamente al bienestar colectivo.
Ronald Dworkin ha influenciado significativamente el debate sobre moralidad y derecho, argumentando contra el relativismo moral y a favor de la existencia de verdades morales objetivas. En su obra, particularmente en “Taking Rights Seriously”, sostiene que las verdades morales son objetivas y racionales, fundamentales para resolver conflictos de valores de manera justa. Dworkin defiende los “derechos morales” inherentes, que deben ser protegidos por la sociedad y el Estado más allá de cualquier consideración de utilidad. Su enfoque en la objetividad moral y la importancia de la interpretación ética ha marcado los debates éticos y jurídicos contemporáneos, promoviendo un diálogo moral para alcanzar consensos en sociedades pluralistas. Dworkin destaca la comunicación y la reconsideración de perspectivas para manejar diferencias, enfatizando la justicia como un principio ético y moral basado en la dignidad humana y el respeto por los derechos inherentes, dejando un legado filosófico que invita a la reflexión sobre la fundamentación de nuestras decisiones éticas y legales en principios morales sólidos.
El pensamiento de Dworkin se halla intrínsecamente conectado con el legado ético y moral de la antigua Roma y Grecia, reflejando una resonancia con figuras como Cicerón, Sócrates y Platón. Esta interconexión subraya la importancia de la ética, la moral y la justicia como pilares de una sociedad justa, invitándonos a considerar la justicia no solo como un concepto legal, sino como un principio ético y moral arraigado en la comprensión de la dignidad humana y el respeto por los derechos inherentes.
La epiqueya, un concepto de la filosofía clásica griega, enfatiza la interpretación equitativa de la ley, adaptando su aplicación estricta a la complejidad de la vida humana. Este principio de justicia interpretativa destaca la necesidad de ir más allá de la letra de la ley para alcanzar resultados moralmente justos, siendo crucial en el arte de la argumentación y el pensamiento ético y jurídico a lo largo de la historia. La epiqueya, junto con la razonabilidad, que enfatiza el juicio justo y sensato, guía la adaptación de principios generales a casos específicos, evitando decisiones arbitrarias. Estos conceptos, arraigados en el pensamiento de filósofos como Aristóteles, son fundamentales en la resolución de dilemas morales y legales, enseñándonos que la verdadera justicia combina la normativa con la realidad humana. La filosofía clásica nos recuerda que gobernar y vivir éticamente implica armonizar las reglas con la complejidad de la existencia humana, buscando un equilibrio entre la ley escrita y la justicia vivida.
Por todo ello, la judicatura enfrenta la labor esencial de equilibrar la adhesión a la letra de la ley con la promoción de la justicia sustantiva, integrando una reflexión sobre los valores éticos y morales que fundamentan el orden jurídico. Este proceso va más allá de un mero ejercicio de subsunción, exigiendo una interpretación que honre tanto el texto legal como su espíritu, y evite decisiones que, pese a ser técnicamente correctas, ignoren la equidad y la dignidad humana.
La justicia, así entendida, supera la simple conformidad con el texto legal y abarca valores éticos y morales más amplios, reconociendo la intención y propósito subyacentes de la legislación. Los jueces desempeñan un papel crucial en identificar y respetar este espíritu, asegurando que la aplicación del derecho sirva al bien común y al respeto de la dignidad personal.
Este enfoque resalta la necesidad de una comprensión y aplicación del derecho que valore la dignidad humana y los derechos fundamentales, conectando estrechamente el derecho con la moral. Argumenta contra el relativismo moral y aboga por una “democracia sustancial” que reconozca verdades y bienes fundamentales, promoviendo la justicia como un valor social y un bien supremo, intrínsecamente ligado a la ética y la moralidad.
En conclusión, se propone una visión del derecho que sea moralmente rica, éticamente sólida y orientada hacia el bien común, enfatizando que la justicia debe ser el objetivo principal del sistema legal, enfocado en proteger los derechos fundamentales y promover el bienestar general. Esto desafía al positivismo jurídico estrecho y valora la justicia como un concepto integral que combina legalidad, moralidad y equidad social, instando a legisladores y jueces a reflejar estos valores en el derecho, para avanzar hacia una sociedad más justa, equitativa y digna.
El Derecho Administrativo desde la perspectiva del constitucionalismo del bien común.
El documento titulado “If Goliath Falls: Judge Gorsuch and the Administrative State” por Trevor W. Ezell y Lloyd Marshall, publicado en la Stanford Law Review Online en marzo de 2017, examina las opiniones del Juez Gorsuch sobre el derecho administrativo, enfocándose en su concurrencia en el caso Gutierrez-Brizuela v. Lynch. Los autores analizan la crítica de Gorsuch al principio de deferencia establecido en Chevron, argumentando que tal deferencia permite a las burocracias ejecutivas absorber poder judicial y legislativo significativo, lo cual plantea problemas constitucionales. Además, discuten cómo Gorsuch cuestiona la lógica subyacente de Chevron y su premisa de que las ambigüedades en las leyes son delegaciones de autoridad a las agencias para llenar vacíos legales. A través de varios casos, Gorsuch expresa su preocupación por la proliferación excesiva de directivas de agencias conflictivas, la preferencia por la sustancia sobre la forma en el derecho administrativo, y la excesiva delegación de poder legislativo a las agencias ejecutivas. Los autores sugieren que las opiniones de Gorsuch podrían representar un cambio significativo en la jurisprudencia del derecho administrativo, enfatizando la importancia de la separación de poderes y el escrutinio judicial de las decisiones de las agencias.
En efecto, el Juez Gorsuch, ha emergido como una figura revolucionaria en el ámbito del derecho administrativo. A través de sus opiniones, especialmente notable en el caso de Gundy v. Estados Unidos (2019) y su concurrencia en el caso de West Virginia, Gorsuch ha delineado una teoría constitucional acerca de la delegación legislativa al ejecutivo, fundamentada en una interpretación originalista de la separación de poderes. Su enfoque busca restringir el poder de las agencias administrativas, argumentando que la expansión del estado administrativo desde el New Deal ha desdibujado las líneas constitucionales diseñadas por los fundadores.
En Gundy, Gorsuch denunció la creciente influencia del estado administrativo, defendiendo una lectura originalista de la separación de poderes que asigna exclusivamente al Congreso la potestad legislativa. Su opinión disidente subrayó la importancia de mantener el poder legislativo dentro de los límites tradicionales, argumentando que la delegación excesiva al ejecutivo erosiona este principio fundamental.
En los Estados Unidos el Estado administrativo enfrenta desafíos dogmáticos. La crítica de Richard A. Epstein al estado administrativo moderno, tal como se articula en su artículo de 2008 “Por qué el Estado Administrativo Moderno es Inconsistente con el Estado de Derecho”, presenta un argumento basado en el originalismo. El análisis de Epstein cuestiona el papel expansivo de las agencias administrativas en el gobierno de EE. UU. Frente a los principios fundamentales del estado de derecho y la separación de poderes que sustentan la Constitución de los Estados Unidos.
Epstein sostiene que el estado administrativo, tal como ha evolucionado, contradice fundamentalmente la estructura de gobierno que los fundadores de la Constitución tenían la intención. Epstein argumenta que el estado administrativo fue diseñado deliberadamente para eludir los controles y equilibrios estructurales que los fundadores establecieron para prevenir la acumulación excesiva de poder en cualquier rama del gobierno. Al concentrar funciones legislativas, ejecutivas y judiciales dentro de agencias independientes, el estado administrativo difumina la separación de poderes que es crucial para salvaguardar la libertad. Estas agencias, según Epstein, encarnan una forma de poder que la Constitución no sanciona, ya que no están sujetas a los mismos controles y equilibrios que restringen a las ramas tradicionales del gobierno. Epstein es particularmente crítico con la doctrina de deferencia judicial hacia las agencias administrativas, como se describe en Chevron U.S.A., Inc. v. Consejo de Defensa de Recursos Naturales, Inc. (1984). Argumenta que esta deferencia consolida aún más la autonomía de la agencia, permitiendo a las agencias interpretar estatutos de maneras que expandan su propia jurisdicción y autoridad.
El originalismo tiene un problema de difícil convivencia con el derecho administrativo y esa tesitura tiene profundas implicaciones para el marco de gobernanza y legal.
Imaginemos por un momento que nos hallamos sumidos en el laberinto de nuestra Constitución, ese texto que, con la precisión de un relojero, estipula las prohibiciones al Poder Ejecutivo de aventurarse en la creación legislativa (según se lee en el artículo 99, inciso 3), la delegación de su poder legislativo (artículo 76) y la usurpación de las funciones judiciales (artículo 109).
No obstante, si afinamos la mirada, descubriremos que el entero dominio del derecho administrativo parece trenzar una sutil herejía contra la doctrina originalista y textualista de la división de poderes. Desde el mismo umbral, el acto administrativo, esa piedra angular del derecho administrativo, emerge como una decisión dotada de una fuerza ejecutoria inapelable para quien se ve señalado por su dedo invisible, capaz de alterar el statu quo sin mediar confirmación judicial alguna, en aparente desafío al artículo 17 de nuestra carta magna, que proclama que nadie será despojado de su propiedad sin el veredicto de un tribunal fundamentado en la ley. Si nos atuviéramos a la letra muerta de la Constitución, ningún acto administrativo podría arrogarse la ejecutoriedad, menos aún vestirse con la presunción de legitimidad y fuerza ejecutoria, que pareciera emanar de una potestad normativa, cuando la explicitud del texto constitucional veda a la administración la emisión de disposiciones legislativas. Y, sin embargo, cada acto administrativo se erige en su ejecutoria, no por un mandato de poder, sino como la manifestación más acabada de un acto de justicia distributiva, un enigma que Borges, con su afición por los laberintos y espejismos, hubiera contemplado con singular deleite.
La teoría del acto administrativo también es contraria a la visión de igualdad ante la ley. Sucede que, a causa de que el ordenamiento público reconoce a la autoridad administrativa la posibilidad de componer unilateralmente una situación jurídica, esto, por sí mismo, implica una excepción al principio de derecho natural que impide impartir justicia por propia decisión. Sin embargo, la competencia decisoria es un hito común a las administraciones públicas. Porque debe contemplarse que, mientras los privados tienen la carga de postular la tutela judicial de los derechos, tanto en aspectos declarativos de estos como en el ejecutivo, o imposición de hecho frente a las resistencias privadas, siendo el fenómeno de autotutela algo excepcional en las relaciones privadas, además de ser facultativa y no obligatoria. En cambio, la autotutela de la Administración Pública es, en primer término, general, y luego, define un ámbito necesario de actuación que el juez no puede interferir, salvo en un momento muy concreto de su desarrollo.
Adentrémonos ahora en el dominio donde la ejecución de actos administrativos se erige sin el previo concilio judicial, un terreno fértil en ejemplos de tal práctica. Bajo el augusta sombra del poder de policía, el Estado se arroga el derecho a incautar y aniquilar aquellos alimentos que no cumplan con los cánones de salubridad, actuando sin la necesaria liturgia del aviso previo ni la posibilidad de una defensa oída. Esta prerrogativa, ejercida en nombre del bienestar comunal, plantea un escenario donde el debido proceso legal se diluye en aras de una acción pronta y decisiva.
Cuando la legislatura, amparada en su poder de policía, sanciona leyes para la erradicación de bienes nocivos a la salud pública, se encuentra ante la discrecionalidad de convocar o no a la audiencia y notificación previa. Este dilema, extraído de entre mil posibles, ilustra la tensión entre la necesidad de una respuesta inmediata ante el peligro inminente al bienestar colectivo y el sacrificio de ciertos intereses privados, considerados de menor envergadura frente al imperativo de la salud pública. Tal medida, que prescinde del aviso y defensa previos, queda sujeta a una futura revisión judicial (SCOTUS 92 U.S. 85, 92 U.S. 89; 102 U.S. 586, 102 U.S. 594; No. 108, 111 U.S. 701, 111 U.S. 708-709).
Este principio, por ejemplo en los Estados Unidos, no se limita a la esfera de la salubridad pública sino que se extiende, sorprendentemente, hasta el ámbito de la recaudación de ingresos gubernamentales, revelando una faceta del poder estatal donde la urgencia y la percepción de un bien mayor dictan la suspensión temporal de garantías individuales. (SCOTUS 109 U.S. 189; 241 U.S. 118; 262 U.S. 234).
¿No es acaso una exégesis constitucional orientada hacia el bienestar colectivo aquella que sostiene que, frente a la mera afectación del derecho de propiedad, el aplazamiento del escrutinio judicial no configura una violación al debido proceso, siempre y cuando la instancia otorgada para la resolución definitiva de la disputa sea considerada justa? Esta perspectiva es la que condujo al Tribunal Supremo de los Estados Unidos a pronunciarse en términos de que la dilación en el juicio de los derechos de propiedad no reviste carácter inusual, siempre que dicha tardanza sea el precio a pagar por la pronta satisfacción de las urgencias gubernamentales.
Esta corriente de pensamiento, que privilegia la noción de un interés superior comunitario, admite que los gobiernos deban ejercer con firmeza su facultad recaudatoria, aplicando medidas severas en la gestión de los tributos y mostrándose inflexibles en su implementación. En este razonamiento, el bien común se alza como faro que guía la interpretación de los preceptos constitucionales, permitiendo, bajo ciertas circunstancias, que los derechos individuales, particularmente el de propiedad, sean temporalmente relegados en aras de un objetivo mayor que beneficie a la colectividad.
Esta corriente de pensamiento, que privilegia la noción de un interés superior comunitario, admite que los gobiernos deban ejercer con firmeza su facultad recaudatoria, aplicando medidas severas en la gestión de los tributos y mostrándose inflexibles en su implementación. En este razonamiento, el bien común se alza como faro que guía la interpretación de los preceptos constitucionales, permitiendo, bajo ciertas circunstancias, que los derechos individuales, particularmente el de propiedad, sean temporalmente relegados en aras de un objetivo mayor que beneficie a la colectividad.
Esta corriente de pensamiento, que privilegia la noción de un interés superior comunitario, admite que los gobiernos deban ejercer con firmeza su facultad recaudatoria, aplicando medidas severas en la gestión de los tributos y mostrándose inflexibles en su implementación. En este razonamiento, el bien común se alza como faro que guía la interpretación de los preceptos constitucionales, permitiendo, bajo ciertas circunstancias, que los derechos individuales, particularmente el de propiedad, sean temporalmente relegados en aras de un objetivo mayor que beneficie a la colectividad.
La ejecución de actos que encarnen la justicia distributiva, ese principio rector que aspira a una equitativa distribución de los bienes y cargas en la sociedad.
El derecho público, con su particular inclinación hacia la protección del interés colectivo sobre el individual, concede a la Administración Pública la facultad de resguardar sus propias situaciones jurídicas sin la intervención de la tutela judicial. Esta capacidad de actuar de manera autoritativa, de emitir pretensiones innovadoras sin requerir la confirmación por parte del poder judicial, subraya la existencia de un sistema legal donde la prerrogativa administrativa se convierte en una herramienta esencial para la relación entre el Estado y los particulares, siempre bajo el prisma de proteger los intereses generales.
Así pues, el derecho administrativo se erige sobre el pilar de prerrogativas unilaterales, otorgando a la autoridad pública una posición de supremacía jurídica con el fin de incidir, con legitimidad, en la esfera jurídica de los ciudadanos. Esta posición de primacía no es un fin en sí mismo, sino un medio para alcanzar la justicia distributiva, para garantizar que los mandatos del bien común se cumplan efectivamente.
Al comprender esto, se puede entender cómo los órganos de la Administración Pública actúan para proteger los intereses generales en su relación con los particulares. Entenderla así permite comprender la forma de actuar que tienen los órganos de la Administración Pública en su relación con los particulares, con el objeto de resguardar los intereses generales que le han sido asignados.
Debe resaltarse la importancia de las prerrogativas administrativas en el derecho público, la relación entre el derecho administrativo y la Jurisdicción, y cómo se relacionan con el principio de justicia distributiva en la sociedad.
En relación con esto, es importante destacar que el sistema constitucional se basa en el principio de heterotutela, lo que implica que la Administración Pública no podría actuar como juez y parte en una relación jurídica. Esta función recae en los tribunales de justicia, quienes son los encargados de conocer y resolver las causas. Sin embargo, los órganos administrativos tienen la capacidad de impartir justicia en sus propias causas o en aquellas en las que son parte, siempre y cuando se sujeten a las reglas de la justicia distributiva. Esto implica la existencia de un régimen específico para la adjudicación de los bienes que resultan del esfuerzo conjunto. Es importante destacar que la justicia distributiva y el derecho administrativo son complementarios.
Por ello, la Justicia Distributiva es un concepto clave en el derecho administrativo y se refiere a la distribución equitativa de recursos y bienes en una sociedad. Esta idea se basa en el principio de que los recursos y bienes son producto del esfuerzo común de la sociedad y, por lo tanto, deben ser distribuidos de manera justa y equitativa entre sus miembros. De lo anterior se desprende que la Justicia Distributiva se aplica a través de políticas y regulaciones establecidas por la Administración Pública con el objetivo de garantizar la igualdad de oportunidades y la protección de los derechos de todas las personas.
De todo ello resulta, entonces, que, cuando un órgano administrativo conoce de un asunto de su competencia, interpreta las normas y adopta una determinación; por más de que pueda emparentársela con una actividad jurisdiccional, en verdad está realizando una función administrativa. La experiencia que acabo de evocar nos lleva a decir que la decisión administrativa debe estar ajustada a su propia función y no puede ser identificada como una actuación de naturaleza jurisdiccional.
Los anteriores conceptos se esclarecen a poco de advertir la diferencia entre las funciones administrativas y jurisdiccionales. La CN establece una división de funciones entre diferentes órganos y, en consecuencia, cuando los órganos administrativos toman decisiones y ejecutan actos que presuponen legalidad, están ejerciendo su función administrativa y no pueden ser considerados como actuaciones jurisdiccionales.
A pesar de que los tres órganos estatales pueden desempeñar las tres actividades gubernamentales clásicas en diferentes grados, la diferencia crucial radica en la competencia que se les confiere en lugar de la naturaleza de sus funciones. En efecto, a pesar de que los tres poderes pueden involucrarse en las tres actividades gubernamentales, deben respetar ciertas restricciones en términos de la materia o el objeto de sus decisiones. La función de cada órgano se deriva de la competencia atribuida por la norma constitucional, lo que determina en qué materias operarán predominantemente y bajo qué procedimientos. Cada órgano debe operar dentro de los límites de su función asignada, aunque, dentro de estos límites, pueden llevar a cabo las tres actividades gubernamentales.
Considérese, entonces, que el Estado, en su esencia, se estructura como una entidad cuyo propósito cardinal es alcanzar el bien común. En esta labor, cada órgano que lo compone asume responsabilidades precisas para materializar dicho propósito. Por consiguiente, es inconcebible pensar que una entidad administrativa pueda ejercer competencias que se superpongan o confundan con las de otros órganos estatales; tal situación sería contraproducente para el diseño coherente y sistemático de la organización estatal, y podría obstaculizar la consecución del bienestar colectivo.
El derecho administrativo, específicamente, tiene la encomienda de normar la estructura, la operatividad y el monitoreo de la Administración Pública, además de presidir las interacciones entre esta y la ciudadanía bajo su prisma. Principio del formularioLo expuesto permite advertir que las competencias legislativas y jurisdiccionales guardan una estricta y necesaria relación con la Administración Pública.
La Administración Pública es el conjunto de órganos y entidades encargados de llevar a cabo las funciones del Estado, mientras que el derecho administrativo es el conjunto de normas y principios que regulan su organización, funcionamiento y control. Por tanto, la ruptura de esta ecuación supondría una vulneración del principio de legalidad y la posibilidad de actuaciones arbitrarias y contrarias a razón.
Por lo tanto, no importa que el órgano ejecutivo pueda recibir competencias para realizar actividades materiales administrativas, legislativas o jurisdiccionales. Esas definiciones no develan su sustantividad. Repito, en ninguna forma cabe considerar una Administración Pública desvinculada del derecho administrativo porque implicaría desvincularla de juridicidad, habida cuenta de que ese derecho es la síntesis humana de la forma de repartir entre los particulares los bienes de la comunidad conforme a las exigencias de la justicia distributiva.
Como breve conclusión, creo que, para salvar las dificultades antes expuestas, corresponde distinguir entre sentido y fin. El sentido del derecho administrativo es perenne, mientras que la finalidad es contingente. El sentido halla un fundamento en el derecho. Su sentido, como no puede ser de otro modo, lo adquiere de la idea de la humanidad. La humanidad impregna todas y cada una de las instituciones. Así pues, el sentido o, lo que viene a ser igual, la razón de ser no es asunto que se pueda acometer de la mano del legislador, porque su ascendencia yace en otro plano, en la idea del derecho. Como consecuencia, el derecho administrativo debe identificarse con un valor supremo e irreductible. Así entendida, la idea del derecho administrativo está llamada a cumplir una doble misión: por un lado, ser un principio de enjuiciamiento del derecho vigente, con lo que aludimos a los fines valorados por este, y, por el otro, convertirse en principio de orientación para configurar el derecho venidero.
La reflexión propuesta nos sitúa ante la inmensa encrucijada entre la normatividad jurídica y la filosofía, específicamente ante la idea de sustancialidad y su relación con el derecho administrativo.
Cuando se trata de discernir entre delegación y reglamentación, entre jurisdicción y autotutela, nos encontramos ante un dilema que trasciende lo meramente normativo para adentrarse en lo esencial o substancial. Así, la noción de substancia, en cierto sentido, se confunde con la de esencia, ya que ambas se refieren a lo que el ser es en sí mismo. En la filosofía moderna, algunas corrientes como el estructuralismo o el sistémico han evitado utilizar el término substancia por su carga aristotélica y escolástica, pero han llegado a una concepción similar en la que se enfatiza en los modos en que los elementos funcionan en un sistema o estructura. En este sentido, la substancia se concibe como la base esencial de un sistema o estructura que permite su funcionamiento y persistencia.
De lo anterior se desprende que la substancia sería la idea rectora del sistema. En otras palabras, el modo de relación determinante de los elementos, también determinantes, del sistema de que se trate. Es así como, si varía el modo de relación, o si varía alguno de sus elementos, el sistema se destruye, o bien cambia, pero ya no será el mismo.
Dentro de este contexto, resulta imperativo diferenciar con agudeza los términos “actividad” y “función”. La acepción de “actividad” posee raíces sociológicas, siendo emblemática de las diversas misiones que la administración tiene la capacidad de desempeñar en el escenario real. Estamos, en efecto, frente a una conceptualización empírica. Un examen situacional revelará que el aparato administrativo tiene la potestad de actuar, legislar o adjudicar. El quehacer administrativo se manifiesta en sus acciones concretas, no necesariamente en lo que debería, por esencia, llevar a cabo. En oposición, la esencia de la “función” dentro del paradigma de la justicia es inquebrantable.
Con la emergencia del Estado moderno al culminar el siglo XVIII, se hace patente la configuración de tres entes supremos en la columna vertebral estatal: el Poder Ejecutivo, el Poder Legislativo y el Poder Judicial. Estos pilares, con distintos niveles y formas, asumen las responsabilidades jurídico-gubernamentales, tales como la promulgación de leyes, la materialización de directrices públicas y la tutela judicial. Considerando que estos entes despliegan tareas de naturaleza jurídica gubernamental, la tangibilidad de sus acciones no basta para caracterizarlos y discernirlos con exactitud. En otras palabras, se debe hacer el distingo entre actividad y función. El concepto de actividad es sociológico y representativo de las distintas tareas que la administración puede cumplir efectivamente en la realidad. Se trata de una noción empírica. La observación circunstancial nos podrá mostrar que la administración podrá ejecutar, legislar o juzgar. La actividad administrativa equivale a lo que esta hace, no a aquello que debiera hacer inexorablemente. En contraste, el sentido de la función del modelo de justicia es absoluto. Consecuentemente, cada entidad estatal despliega sus actividades al amparo de las exigencias y peculiaridades inherentes a su rol. Estas metodologías aseguran que las determinaciones adoptadas por dichas entidades se erijan sobre la coherencia, la razonabilidad y la adecuación en consonancia con su esfera de competencia y encargos. De hecho, en cada una de las tres columnas del Estado, radica una vertiente procedimental distintiva que define su actuar y la modalidad en la que canalizan su autoridad.
El mandato estipulado por la Carta Magna se erige como piedra angular para discernir entre los tres estamentos estatales, delineando las zonas en las que cada uno puede dictaminar y manifestar su potestad. A modo ilustrativo, si bien el estamento ejecutivo puede incursionar en labores legislativas, no está habilitado para la instauración de nuevos gravámenes. La función, por ende, es el corolario de una tríada compuesta por entidad, competencia y protocolo. A cada estamento de máxima jerarquía se le confiere, por mandato constitucional, una competencia singular para desplegar sus tareas jurídicas en campos específicos, ya sea de forma explícita o tácita, al amparo de un protocolo característico. De este modo, cada entidad debe actuar en sintonía con su función intrínseca, respetando los límites trazados por la Carta Magna. A pesar de la potencialidad de cada estamento de desempeñar, en términos materiales, las tres actividades (legislativa, ejecutiva y judicial), es imperativo que lo hagan apegados a su función y competencia particular, en aras de preservar una simbiosis equilibrada de autoridad y asegurar la integridad operativa del Estado y su régimen.
Para concluir, estos matices y restricciones en las responsabilidades de las entidades estatales buscan salvaguardar el postulado de división de poderes, pilar insoslayable de los sistemas democráticos. Al garantizar que cada órgano actúe dentro de su función y competencia específicas, se evita la concentración de poder en una sola rama del gobierno y se promueve el equilibrio y la colaboración entre ellos. El cumplimiento de las funciones y competencias asignadas a cada órgano del Estado también contribuye a la eficiencia y la efectividad en la toma de decisiones y la implementación de políticas. Cada órgano puede centrarse en su área de especialización y responsabilidad, asegurando una mayor calidad en sus acciones y decisiones. Además, respetar las limitaciones en cuanto a la materia u objeto de la decisión de cada uno también garantiza la protección de los derechos y las libertades de los ciudadanos. Al establecer un sistema de controles y equilibrios entre los órganos del Estado, se reduce el riesgo de abusos de poder y se promueve la transparencia y la rendición de cuentas en el ejercicio del poder estatal.
Conclusión.
Tal como lo anuncié, la interpretación jurídica no puede meramente a abocarse a reponer la voluntad del legislador y debe dejar de presentarse con ínfulas de cientificidad para sustentar las respuestas a los casos. Como lo exhorté, en general, los operadores jurídicos debían actuar mediante una faena argumentativa conforme a las reglas de la lógica y apropiada a los valores asumidos por el sistema jurídico.
Por ello, no basta atender a la literalidad de la norma, sino que resulta menester buscar la respuesta adecuada al caso en el marco de una reflexión integradora con los valores fundamentales del orden jurídico.
Por esta razón, en el infinito laberinto del saber jurídico, corresponde adoptar máximas que desafían el absoluto poder del legislador. Hay que desconfiar de un derecho que se muestre inmaculado, sin las huellas de otras artes. Al interpretar, no basta con reflejar la voz de la legislación; debe buscarse respuestas que se alineen con los fundamentos eternos. Así, la mera letra de la ley se desvanece ante la presencia imponente de los valores que trascienden el texto. Es por esto que, en el vasto océano del derecho, corresponde abrazar las ideas que resisten la tiranía de la palabra legislada. Siempre sentí escepticismo hacia un derecho aislado, sin ser tocado por otras melodías. Al descifrar las leyes, no basta con recitar; hay que entonar con el corazón, guiados por la lógica y los ideales. En este canto, las palabras literales se desvanecen, mientras que los valores emergen, eclipsando a la simple ley escrita.Principio del formulario En este laberinto jurídico lo intrínseco no se edifica, sino que prevalece como un viejo libro esperando ser leído, Al igual que Don Quijote vio gigantes donde otros veían molinos, la esencia del derecho, a nuestro parecer, no es algo forjado por manos humanas, sino que preexiste en el mismo tejido de la realidad.
Tal y como lo apunté, el viejo paradigma, aferrado a interpretaciones estrictas, ha cedido ante el soplo revitalizante del derecho que encuentra sus raíces en la naturaleza misma de las cosas. A pesar de este renacer de la razón, que busca tender puentes entre el mundo tangible y el universo de los valores, así como entre la ética y las leyes, siempre debe mantenerse la cautela de no caer en la temeridad de conceder un desenfreno en las decisiones judiciales. Porque, después de todo, en el ejercicio de la justicia, la prudencia ha de ser el faro que nos guíe. Principio del formulario.
Todo ello, según se reveló, conduce inevitablemente a la rehabilitación del saber práctico antes que el saber especulativo. En ese sentido, si bien fue apoyada la rehabilitación de la razón en la ética y la filosofía práctica, puesto que, de un lado, venían a recomponer los puentes entre hechos y valores y, del otro, en la conexión entre moral y derecho, siempre se tuvo presente que nada justificaría un libre albedrío para la determinación de la decisión judicial. Principio del formulario.
Desde ese atalaya, se observó que, al resultar la persona la causa final del Estado y su razón instrumental, las soluciones jurídicas siempre estarían condicionadas en función de la naturaleza humana. En ese sentido, iba de suyo que las soluciones jurídicas debían estar contestes con la naturaleza humana hacia la cooperación social, porque resultaba el modo a través del cual se procuraba la plenitud. De igual forma, como es innegable que el Estado no es un objeto natural, se dijo que podía ser objeto de conocimiento porque se hallaba presente en la naturaleza de las relaciones sociales, dado su grado de pertenencia a las necesidades de las relaciones humanas y porque brindaba las condiciones indispensables para satisfacer las existencias vitales y culturales.
En ese espectro, el brazo del Estado, en su función intervencionista, solo debiera extenderse en situaciones donde la iniciativa individual o colectiva flaquea o se desvanece. Pues el Estado, bajo la nobilísima bandera del bien común, no debería eclipsar aquello que el ser humano, ya sea en solitario o en concierto con otros, pueda lograr con su propia voluntad y determinación. Tal postulado no emerge de la nebulosa de lo abstracto o de las alturas de lo metafísico. Por el contrario, se vislumbra, con claridad meridiana, la capacidad de erigir los derechos humanos sobre cimientos lógicos y racionales, asumiendo como axioma incontestable que la esencia del ser humano trasciende, con gran alarde, las fronteras de la mera existencia biológica.
En el intrincado tejido de nuestro pasado, lo manifestado surgía con una resonancia especial, revelando que el individuo, lejos de ser un mero espectador en su existencia, se erige como un ser reflexivo y colectivo. Esta particularidad lo distingue con claridad de otras entidades del reino animal. En su periplo vital, moldeó sus elecciones, sus gestos y sus estructuras, todo ello forjado en la fragua de una racionalidad inquebrantable.
A la par, emerge el entendimiento de que el propósito supremo de la sociedad reside en el bien común, una entidad que trasciende el bien individual de sus miembros y que no se confunde con la mera adición de sus intereses particulares. Desde este prisma, se subraya que la sustentación y prosperidad del tejido social exige que las acciones de sus integrantes se rijan bajo un marco normativo que garantice orden, seguridad y armonía, orientado a instaurar un equilibrio justiciero. Sin dicha estructura, el entramado social se descompone y la coexistencia deviene en quimera. La sociedad, entonces, no es un mero conglomerado de individualidades, sino una entidad que busca, en su esencia, un bienestar colectivo superior al bienestar individual, alzándose como guardiana de la justicia y del orden.
En la cosmovisión tomista, el derecho no es sino una orquestación externa de la conducta del ser humano, dirigida a esculpir un tejido social en el cual reine una justicia genuina. Bajo este prisma, la libertad inherente al individuo y la mesura o proporcionalidad se erigen como baluartes ineludibles ante los que el poder estatal debe rendir cuentas. El principio de subsidiariedad se alza en el pensamiento de Tomás de Aquino como una brújula orientadora, postulando que la estructura de la sociedad debe conformarse de tal modo que las obligaciones y deberes recaigan primordialmente sobre las entidades que, por su proximidad y capacidad, estén en una posición óptima para ejecutarlos. De esta forma, la prerrogativa y responsabilidad de tomar decisiones y emprender acciones se confiere, en primera instancia, a las instituciones más arraigadas y cercanas al pueblo. No obstante, en el caso de que estas entidades locales no estén en condiciones de desempeñar adecuadamente sus funciones, será menester que entidades de mayor jerarquía intervengan para garantizar el bienestar común.
El concepto de justicia, pulso vital de la filosofía tomista, esgrime que la organización social no debe tener otro norte que la promoción del bien común y el florecimiento de una justicia que no solo sea equitativa, sino también social, asegurando que cada individuo, sin distinción, tenga acceso a las oportunidades y beneficios que la sociedad puede brindarle. La meta es una convivencia donde todos prosperen en armonía, fundamentada en principios inmutables de equidad y solidaridad.
Finalmente, el análisis profundo de cualquier estructura legal requería de un entendimiento arraigado en la naturaleza intrínseca del ser humano. En la gran biblioteca de tradición judeo-cristiana, se ha reflexionado que la comprensión de cualquier entidad jurídica se encuentra arraigada en la esencia misma del ser humano, similar a cómo la Torá se considera el espejo del alma judía. Se ha observado que cada alma transita su jornada terrenal en diversos ámbitos, desde el hogar, pasando por la comunidad nacional y extendiéndose hasta la vasta comunidad de naciones. Tal como el Talmud nos enseña que un pequeño juz puede iluminar un vasto cuerpo de enseñanzas, esta perspectiva multifacética sostiene que los grandes marcos normativos contienen a los más pequeños, pero no los opacan ni los relegan.