Delegación y constitucionalismo

En el siglo XXI, hay un creciente aprecio por enfoques más pragmáticos y sensibles al contexto en la interpretación de la constitucionalidad de la leyes, viendo al derecho como una práctica viva que debe adaptarse a las necesidades sociales y culturales cambiantes

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1. Introducción

La doctrina de no delegación, un tema jurídico con notable persistencia y controversia, destaca por su resiliencia en el debate legal a pesar de su limitada aplicación práctica. Esta paradoja subraya cómo un principio jurídico puede mantener su relevancia en el discurso jurídico contemporáneo sin un amplio respaldo judicial. La exploración de esta doctrina en la gobernanza moderna cuestiona la distribución y ejercicio del poder legislativo y ejecutivo según la Constitución. La reforma constitucional argentina de 1994, que abordó la delegación legislativa, introdujo cambios significativos en el ejercicio del poder normativo, permitiendo al presidente emitir tanto normas primarias como secundarias, y delineando su autoridad conforme a la Constitución. Este cambio redefinió la conceptualización de “ley” en Argentina, ajustando la dinámica entre los poderes legislativo y ejecutivo.

En el marco de la Constitución, que promueve una clara separación de funciones gubernamentales, la delegación legislativa es vista como inaceptable. Hoy en día, es crucial definir claramente los límites entre legislación y reglamentación. La diferencia no yace en la naturaleza de los actos normativos, ya que tanto leyes como reglamentos son de carácter abstracto y general, sino en su jerarquía: la ley, suprema al reglamento, refleja la supremacía de la Constitución sobre todas. Debates recientes cuestionan si las reformas han difuminado la distinción entre delegar y ejecutar, y si han centralizado el poder normativo en el Congreso. Aunque las reformas apuntan a limitar el hiperpresidencialismo, la capacidad de entidades autónomas para emitir normativas sigue evidenciando poderes legislativos implícitos, especialmente destacados en el artículo 75, inciso 32, de la Constitución argentina. La continuidad de competencias reglamentarias en organismos administrativos sugiere que la práctica de delegación impropia aún no ha sido completamente eliminada por la Constitución.

A pesar de la formalización de la delegación legislativa en la reforma constitucional argentina, parece haber un margen que permite la persistencia de la delegación impropia. El artículo 75, inciso 32 (anteriormente artículo 67, inciso 28), que refiere a los poderes implícitos del Poder Legislativo, sugiere un espacio para que organismos administrativos mantengan cierta capacidad de generar normativas de carácter legislativo. Inclusive, las delegaciones legislativas previas a la reforma de 1994, y que no se ajustan al nuevo marco del artículo 76, podrían no verse afectadas por la caducidad, sugiriendo que existen ámbitos fuera del alcance restrictivo de este artículo. Esto se evidencia en entes descentralizados y otros sujetos fuera de la Administración Pública Nacional, a los cuales las restricciones de 1994 podrían no aplicarse. La Disposición Transitoria Octava se interpretaría así como limitada solo a aquellas normas preexistentes que deben cumplir con los requisitos del artículo 76, excluyendo otras normas delegantes no restringidas por la reforma. Este análisis apunta a una continuidad de prácticas de delegación legislativa que escapan a las limitaciones impuestas por la reforma constitucional de 1994.

La discusión sobre si la situación actual en Argentina representa una contradicción o una flexibilidad necesaria dentro de su sistema constitucional es compleja, marcando un debate abierto sujeto a diversas interpretaciones jurídicas y políticas. Este debate refleja las complejas tensiones entre la rigidez constitucional y la eficiencia administrativa en el gobierno contemporáneo. Tras la reforma de 1994, el sistema legal argentino se encuentra en una encrucijada entre mantener la integridad constitucional y adaptarse pragmáticamente a la administración. Se busca equilibrar la fidelidad a los principios constitucionales con la eficacia que entidades autónomas y descentralizadas pueden proporcionar.

La distinción entre actividad reglamentaria y delegación legislativa, y cómo estas se entrelazan con los poderes implícitos del Poder Legislativo según el artículo 75, inciso 32, plantea preguntas fundamentales sobre la naturaleza y el alcance de la competencia reglamentaria fuera de las restricciones del artículo 76. L

2. La interpretación originalista de la Constitución en la división de poderes

La interpretación originalista de la Constitución, enfocada en descifrar el significado público original de sus textos, juega un papel significativo en el debate sobre la delegación legislativa. Según Mortenson y Bagley en “Delegation at the Founding” publicado en la Columbia Law Review, la doctrina de no delegación, tal como la promueven algunos originalistas, carece de una base histórica robusta. Contrario a ser un mandato explícito de la Constitución, la no delegación surge más bien como una interpretación que refleja las tensiones y compromisos del diseño constitucional original. La práctica histórica de la delegación legislativa en la ley angloamericana contradice la idea de un consenso fundacional contra la delegación.

La discusión sobre la doctrina de no delegación y su interpretación originalista destaca un dilema fundamental en la interpretación constitucional. A pesar de la atracción que algunos círculos jurídicos y miembros de la Corte Suprema, como el juez Gorsuch en el caso Gundy v. Estados Unidos, tienen hacia una renovación de esta doctrina, la diversidad en las interpretaciones originalistas sobre la no delegación ilustra un desafío conceptual clave, ya que ninguna variante recibe apoyo decisivo de la evidencia de la Era Fundacional. Este escenario subraya un malentendido fundamental sobre cómo los Fundadores veían la separación de poderes. Contrario a la noción de categorías rígidas y separadas, la evidencia histórica indica que la separación de poderes fue concebida en términos más relacionales y no exclusivos. Este entendimiento pone de manifiesto la complejidad inherente a la separación de poderes y la delegación legislativa. La insistencia en definir ciertas acciones ejecutivas como inherentemente legislativas hasta el punto de no poder ser consideradas ejercicios del poder ejecutivo no solo resulta confusa sino también incoherente con la visión original. La evolución de la práctica gubernamental y la interpretación constitucional deben, por lo tanto, reflejar un equilibrio entre la fidelidad a los principios fundacionales y la necesidad de adaptarse a las realidades cambiantes de la administración pública.

La evidencia histórica contradice las interpretaciones modernas restrictivas de la doctrina de no delegación, mostrando que los Fundadores anticiparon y aceptaron el ejercicio de poder legislativo por agencias gubernamentales, siempre que estas actuaciones estuvieran autorizadas por el Congreso. Contrario a la idea de que la Constitución prohíbe la reglamentación administrativa coercitiva, la historia muestra que tal reglamentación era común en el mundo angloamericano, y el Congreso temprano adoptó leyes que permitían a ejecutivos y jueces establecer normas de conducta vinculantes. Las objeciones por no delegación eran raras en los primeros debates republicanos, incluso para leyes que, bajo una interpretación moderna restrictiva, habrían sido inaceptables.

El análisis histórico desafía la idea de que es posible adherirse simultáneamente a una interpretación originalista estricta de la Constitución y a la doctrina de no delegación en su concepción moderna. Se ha evolucionado hacia un modelo que enfatiza el poder presidencial y el estado administrativo, con una autoridad considerablemente delegada. Esta evolución ha sido objeto de críticas por fomentar lo que algunos llaman una “Presidencia Imperial”, cuestionando la gobernanza democrática. Sin embargo, estas críticas a menudo omiten la complejidad del papel del ejecutivo y el estado administrativo, que actúan como vehículos de la soberanía popular dentro de un contexto oligárquico, según argumenta Adrian Vermeule en su obra sobre la ley regia estadounidense. (The Many and the Few: On the American Lex Regia Forthcoming, Revue Internationale Des Droits de L’Antiquité (2023), Harvard Public Law Working Paper No. 23-21).

3. La interpretación sustantiva de la Constitución

La propuesta de Adrian Vermeule sobre el “Constitucionalismo del Bien Común” marca un punto de inflexión en el debate sobre la interpretación constitucional. Al cuestionar el originalismo, que limita la exégesis a las intenciones originales de los autores de la Constitución, Vermeule aboga por una hermenéutica fundamentada en principios morales. Este enfoque holístico es particularmente útil para explorar la potestad reglamentaria y la delegación legislativa, permitiendo un estudio más profundo de su impacto en la sociedad y el orden jurídico. El sincretismo metodológico, al integrar análisis históricos, sociológicos, dogmáticos y de casos prácticos, abre nuevas vías para entender la evolución de la autoridad reglamentaria en el marco del desarrollo del Estado moderno. En esencia, Vermeule y el sincretismo metodológico nos instan a reconsiderar cómo la Constitución y las leyes pueden y deben ser interpretadas y aplicadas para servir mejor al bien común en un mundo en constante cambio.

La aplicación del sincretismo metodológico, que combina el análisis dogmático con el estudio de casos prácticos, ofrece una vía para explorar la dinámica entre la teoría jurídica y su aplicación real en el contexto de la delegación legislativa. Esta aproximación permite identificar discrepancias entre los principios jurídicos y su implementación, facilitando una evaluación crítica de la conformidad de las prácticas de delegación legislativa con los principios republicanos.

En “Law’s Abnegation” de Adrian Vermeule, se presenta una visión instrumentalista de la separación de poderes, no como un fin absoluto, sino como un medio para prevenir el abuso de poder, sugiriendo que una interpretación estricta y ortodoxa de este principio puede ser contraproducente. Vermeule argumenta que evitar completamente el abuso de poder podría tener costos desproporcionados, como parálisis administrativa y reducción de la especialización técnica, y que el objetivo debería ser optimizar, más que minimizar, el potencial de abuso.

Este enfoque refleja una comprensión profunda de la interacción entre la teoría jurídica y la práctica administrativa, y subraya la importancia de evaluar las instituciones gubernamentales y su funcionamiento no solo desde una perspectiva de conformidad legal estricta, sino también en términos de su eficacia y contribución al bien común. Vermeule, al promover una visión más pragmática y flexible de la separación de poderes, invita a reconsiderar los fundamentos y objetivos del Estado moderno y su administración.

4. Hacia una comprensión holística de la Potestad Reglamentaria Administrativa: un enfoque cetético y dialógico

La metodología cetética y dialógica propone un enfoque profundo y contextual para la potestad reglamentaria administrativa, destacando la importancia de integrar la comprensión legal con las realidades sociales y personales. Esta aproximación aboga por interpretaciones del derecho que busquen soluciones justas, basadas en una profunda comprensión de cada caso y un diálogo constructivo entre todas las partes involucradas. Al hacerlo, se enfatiza la necesidad de una sensibilidad hacia el contexto específico de aplicación de las normativas, más allá de la simple literalidad de la ley. Este enfoque desafía el formalismo del positivismo jurídico, promoviendo un derecho más adaptable y en sintonía con las dinámicas sociales, asegurando que la regulación administrativa contribuya efectivamente al bienestar común y a una justicia más inclusiva.

El enfoque cetético y dialógico propone una interpretación del derecho que valora su complejidad y su capacidad para evolucionar junto a la sociedad, enfatizando la justicia contextualizada y la importancia de considerar el bien común. Esta metodología desafía el positivismo jurídico tradicional, que separa derecho y moral y limita la interpretación a la coherencia normativa, y revaloriza la retórica como esencial para conectar las normas con las realidades concretas. En el siglo XXI, hay un creciente aprecio por enfoques más pragmáticos y sensibles al contexto, viendo al derecho como una práctica viva que debe adaptarse a las necesidades sociales y culturales cambiantes. La argumentación cetética subraya que el derecho es un arte de sensibilidad e intuición, enfocado en comprender y responder justamente a las circunstancias únicas de cada caso.

El enfoque cetético en la interpretación del derecho promueve una visión del juez no solo como aplicador de normas. Este enfoque subraya la importancia de la prudencia, mezclando conocimiento técnico con sabiduría y empatía para lograr un derecho justo y humano. Reconoce el sistema jurídico como un orden vivo, que debe responder a problemas concretos y evolucionar con la sociedad, destacando la necesidad de interpretaciones que integren normas, principios y valores. Este paradigma desafía el formalismo, abogando por un derecho dinámico y dialógico, enfocado en alcanzar soluciones justas y equitativas, más allá de la aplicación mecánica de la ley.

La Corte Suprema de Justicia de la Nación (CSJN) sostiene que la tarea judicial va más allá de la interpretación literal de la ley, enfocándose en la intención detrás de las normas para promover decisiones justas. Este enfoque recalca la necesidad de considerar la complejidad de la realidad social y la riqueza de las situaciones humanas en la aplicación del derecho. La jurisprudencia rechaza la idea de un derecho reducido a silogismos, abogando por una interpretación alineada con principios superiores de justicia. Subraya la convergencia entre lo justo y lo legal, guiada por principios generales del derecho como la equidad y la justicia, que orientan la interpretación legal más allá de sus expresiones textuales, permitiendo al derecho adaptarse y responder a cambios sociales y culturales.

Nuestra visión jurídica rechaza la necesidad de fundamentos metafísicos o antropológicos para el conocimiento, enfatizando que el derecho debe basarse en una razón práctica limitada por principios éticos. El legislador constituyente, al crear leyes, no está exento de responsabilidad moral; las leyes injustas no se consideran auténtico derecho. Subrayamos que el derecho debe alinearse con la justicia y fundamentarse en argumentos moralmente válidos. Este enfoque destaca la importancia de la moralidad y la razón práctica en la formulación de leyes, insistiendo en que las normas jurídicas deben reflejar valores éticos y justicia para ser legítimas. La exigencia de integridad moral en la legislación y su aplicación es crucial para garantizar que el derecho permanezca fiel a su propósito de promover la equidad y el bien común.

Sin embargo, bañados en las luces y sombras del pensamiento jurídico, existen aquellos escépticos que, desde sus torres de marfil, rechazan vehementemente la idea de que la razón pueda ser la antorcha que ilumine las incógnitas del laberinto moral. Sostienen, con mirada fija y decidida, que solo los juicios fraguados en la fragua de la experiencia —a posteriori— merecen ser considerados verdaderos cónclaves del saber. Pero no debemos olvidar que, en el núcleo del derecho, ese entramado complejo y delicado que rige los destinos de las sociedades palpita un corazón humanista.

Es en este intrincado baile de decisiones y acciones donde la razón práctica brilla con su luz más radiante, permitiéndonos no solo reflexionar sobre nuestras acciones, sino también dar forma a un mundo donde la moral no sea un mero espectador, sino el protagonista.

Por lo tanto, se advierte que el control de razonabilidad es siempre de naturaleza objetiva, ya que la sentencia debe estar en capacidad de argumentar y convencer a cualquier audiencia de que su decisión es buena por sí misma para la persona. Sin embargo, en este diálogo constante entre la letra y el espíritu de la ley, es lamentable que a veces los jueces se dejen llevar únicamente por el texto legal, descuidando el alma y la esencia de la justicia. El espíritu de la ley se refiere a la intención y el propósito subyacente de la legislación, que a menudo busca promover el bien común y la equidad. Los jueces tienen la responsabilidad de identificar y honrar este espíritu de la ley en su búsqueda de justicia.

5. Reflejos de Poder: La Jurisprudencia y la Separación de Funciones en el Marco Constitucional

A medida que navegamos por las corrientes cambiantes del derecho constitucional, es evidente que el sistema ha adoptado una naturaleza marcadamente jurisprudencial. No obstante, esta observación no debe interpretarse como una licencia para que el poder judicial se extralimite y redefina sin restricciones el sentido intrínseco de la Constitución. En ese sentido, mientras que los desafíos modernos pueden exigir soluciones novedosas y flexibles, es imperativo recordar que la integridad de la ley y de la Constitución no debe ser comprometida. La necesidad de regular y adaptarse a las circunstancias cambiantes no debe ser una excusa para diluir la jerarquía normativa. A través de este lente, se torna claro que los principios fundamentales y la estructura del sistema legal, tal como lo establece la Constitución, siguen siendo tan relevantes hoy como siempre lo han sido. Para ilustrar esta idea, puede utilizarse el ejemplo de una madre que le ordena a su hijo quedarse en casa para protegerlo, y si el hijo desobedece en una situación de peligro inminente, no se considera una desobediencia porque la madre busca proteger a su hijo. De manera similar, el constituyente no le preocupa que el ejecutivo dicte actos materialmente legislativos, lo que no quiere es que tome la iniciativa en las decisiones significativas respecto de la vida de las personas.

En efecto, lo que se busca es que cada órgano estatal manifieste una función específica y no ejerza otra función estatal al mismo tiempo. No se trata tanto de organizar tres poderes distintos como sujetos personificados del poder del Estado, sino de asegurar que cada órgano tenga un rol claro y definido.

Desde los comienzos de la Constitución Argentina, la Corte Suprema dejó en claro que el principio fundamental del sistema político es la división del gobierno en tres departamentos: legislativo, ejecutivo y judicial, los cuales son independientes y soberanos en su esfera. Por tanto, las atribuciones de cada uno son exclusivas y no se pueden utilizar en conjunto, ya que esto desaparecería la línea de separación entre los poderes públicos y destruiría la base del gobierno. En consecuencia, es importante tener en cuenta que, según la Constitución, el Poder Ejecutivo no puede legislar ni juzgar. En Argentina, la Constitución ha establecido claramente la separación y la autonomía de los tres poderes. Si bien hay mecanismos de control y equilibrio entre ellos (checks and balances), cada uno tiene competencias específicas y no puede interferir en las funciones exclusivas de otro poder. Esta estructura busca garantizar que ningún poder se vuelva omnipotente y abuse de su posición.

Por todo ello, sería prudente afirmar que el despliegue de competencias con inherencia legislativa en el dominio de la administración no debería interpretarse como un desliz hacia la incongruencia con la consolidada premisa de la división de poderes. Es pertinente reconocer que no es coherente que toda acción de carácter normativo sea, de facto, una facultad exclusivamente legislativa. La intervención del Poder Ejecutivo como legislador, confinado a un ámbito de competencia material definido, se torna ineludible para salvaguardar el interés público.

En la contemporaneidad, es notorio que la distribución de competencias no se circunscribe meramente a la ley procedente del Poder Legislativo, sino que se ramifica hacia otros entes estatales, incluyendo al Poder Ejecutivo y entidades administrativas. Este fenómeno ha ganado tracción, particularmente en el contexto de un Estado interventor, que aspira a responder a las exigencias y solicitudes sociales con mayor destreza y eficiencia.

Por consiguiente, ha habido una transición gradual en el sistema clásico de reserva de ley, que actualmente es percibido como mitigado, adaptable o relativo. En este marco, el reglamento ha surgido como una fuente significativamente contribuyente para otorgar operatividad a la ley, aunque no es indispensable.

Ante esa situación, el presente exhibe a la rama ejecutiva compartiendo el rol de producción de normas jurídicas, todo ello al abrigo doctrinal de quienes sostienen que las actuales características de las finanzas obligan a asumir la actividad hacendística y la política financiera con inmediación, mayor celeridad que la propuesta por los tiempos parlamentarios y sin trabas operativas. Así, el sistema clásico o tradicional de reserva de ley ortodoxo, rígido o absoluto, ha dado paso, paulatinamente, a otro u otros de reserva de ley atenuada, flexible o relativa.

Desde esta perspectiva, la posibilidad de que la AP dicte normas generales y particulares no representa una excepción al principio de la separación de poderes –en realidad separación orgánica de funciones– porque esa división no genera compartimentos estancos, sino colaboración entre los distintos órganos creados por la Constitución. Todos son el Estado y todos gozan de los atributos del poder, entre ellos, la potestad creadora de normas.

En ciertas áreas con características particulares y variables, podría considerarse válido otorgar facultades al órgano ejecutivo siempre y cuando exista una política legislativa claramente establecida. Sin embargo, en todos los casos de delegación de poder a organismos administrativos, es imprescindible contar con una ley previa que lo autorice.

Las reflexiones previamente articuladas hallan igualmente su aplicación en la cuestión específica y enmarañada de las normativas proferidas por las entidades conocidas como “entes reguladores”. La Constitución, en su redactado, omite una mención explícita a dichos entes, optando en su artículo 42, en su tramo final, por referirse a los “organismos de control”. Aunado a esto, el mismo artículo sanciona que la legislación ha de fijar los marcos regulatorios de los servicios públicos de competencia nacional, lo que subyuga a que estas normas “marco” deberían surgir del seno del Poder Legislativo, sin desmedro de su subsecuente reglamentación complementaria.

6. La Delicada Balanza del Poder: La Doctrina de la No Delegación y el Principio de las Cuestiones Principales en West Virginia v. EPA, 597 US _, en el año 2022

La doctrina de la no delegación, arraigada en la Constitución de EE. UU., prohíbe al Congreso delegar su poder legislativo a agencias administrativas, aunque ha sido poco activa en la práctica. Recientemente, el caso West Virginia v. EPA revitalizó el debate al introducir la “doctrina de las cuestiones principales”, que requiere una autorización clara del Congreso para que agencias como la EPA ejerzan autoridades amplias y significativas. Esta nueva interpretación, subrayada por el presidente del Tribunal Supremo Roberts, destaca la importancia de una delegación explícita del Congreso en asuntos de gran trascendencia nacional, marcando un enfoque restrictivo sobre la expansión de la autoridad reguladora de las agencias federales.

La Corte Suprema, en West Virginia v. EPA, estableció la doctrina de las cuestiones principales (MQD), señalando que decisiones de gran impacto deben ser tomadas por el Congreso o bajo una delegación explícita de este. La MQD se aplica cuando una política de agencia afecta significativamente la economía o la política nacional, especialmente si implica una expansión de competencias o entra en nuevas áreas de regulación. El juez Gorsuch, en su opinión concurrente, clarificó que la MQD es relevante para asuntos de “importancia política” no respaldados por el Congreso, que regulan una parte sustancial de la economía o incursionan en dominios tradicionalmente estatales. Gorsuch también delineó criterios para determinar una “autorización clara del Congreso”, incluyendo el análisis del contenido legislativo, la historia del estatuto, interpretaciones previas de la agencia y la coherencia con la misión conferida por el Congreso. Aunque la no delegación fue un tema central, la aplicación explícita de esta doctrina quedó limitada a la opinión de Gorsuch, quien argumentó desde la perspectiva de la separación de poderes, enfatizando la intención de mantener la autoridad legislativa exclusivamente en manos del Congreso para proteger la libertad individual.

La doctrina de las cuestiones principales, por su propia naturaleza, parece favorecer la preservación del estado actual de las cosas. En un momento en el que la industria, el medio ambiente y la sociedad evolucionan a un ritmo considerablemente más rápido de lo que el Congreso puede legislar es importante destacar que esta doctrina solo debería ser invocada en “casos extraordinarios”.

Es esencial destacar que la Corte Suprema, incluso en el caso examinado, optó por no reemplazar el estándar del “principio inteligible” que ha aplicado al considerar la doctrina de no delegación durante el último siglo. Además, la Corte no intentó revitalizar la doctrina de no delegación en su forma tradicional.

El juez Gorsuch, quien favorece una interpretación más estricta de la doctrina de no delegación, ha expresado su visión en casos como Gundy v. Estados Unidos y NFIB v. OSHA, pidiendo mayor claridad en la delegación de autoridad legislativa a las agencias. Aun así, en West Virginia v. EPA, la Corte Suprema no negó que el Congreso pueda otorgar a la EPA la autoridad para implementar regulaciones como el Plan de Energía Limpia, sino que indicó que el Congreso no había otorgado esta autoridad de forma suficientemente clara. La decisión meramente enfatiza la necesidad de que el Congreso detalle explícitamente sus intenciones al delegar poderes a las agencias, subrayando la importancia de la precisión en la redacción legislativa para asegurar que las agencias actúen dentro del marco de autoridad claramente definido por el Congreso.

7. Entre la Intención y la Autoridad: Redefiniendo la Delegación Legislativa tras West Virginia v. EPA

La distinción entre la falta de claridad en la autoridad delegada por el Congreso y la limitación de la capacidad del Congreso para otorgar tal autoridad es fundamental. En el caso West Virginia v. EPA, la Corte Suprema no estableció un obstáculo insuperable para futuras regulaciones o delegaciones de autoridad. Más bien, indicó que el Congreso simplemente necesita ser más explícito y claro en su intención al otorgar autoridad a las agencias gubernamentales.

Por supuesto, la empresa habría sido titanesca si la Corte Suprema hubiera optado por sustituir el estándar del “principio inteligible” y revivir la doctrina de no delegación, como lo había sugerido el juez Gorsuch en el caso Gundy. En contraste, la doctrina de las cuestiones importantes se utiliza para limitar la discrecionalidad de la agencia cuando esta amplía los límites de la interpretación legal para reclamar nueva autoridad y abordar cuestiones de gran envergadura que claramente no estaban bajo la jurisdicción de la agencia en el pasado.

Por último, la decisión del tribunal en West Virginia v. EPA y su adopción de una doctrina de las cuestiones importantes más sólida no representan los golpes masivos al Estado administrativo que algunos comentaristas propician.

La propuesta delineada por el Juez Gorsuch en favor de una revisión de la regla de no delegación limitaría de manera sustancial la capacidad del Congreso para transferir autoridad de manera efectiva. Esta propuesta tendría un impacto considerable en el ámbito del derecho administrativo. Limitaría el alcance del estado administrativo, potencialmente pondría en riesgo numerosas leyes y causaría confusión en la jurisprudencia. Además, requeriría un cambio que sería difícil de implementar en la práctica.

Los partidarios de un principio de no delegación sólido instan a los tribunales a cuestionar las decisiones del Congreso en cuanto a la distribución óptima de la autoridad reguladora. Sin un texto claro y un respaldo histórico inequívoco, la Corte Suprema debería dejar la determinación del poder de las agencias en manos del Congreso. El tribunal en West Virginia v. EPA no siguió ninguno de los métodos propiciados por el textualismo y el Originalismo.

En lugar de adoptar la propuesta del juez Gorsuch, la Corte debería continuar aplicando la prueba del principio inteligible de hace décadas. Esta prueba ha demostrado ser efectiva para equilibrar la necesidad de que el Congreso delegue autoridad con la necesidad de que las agencias federales actúen dentro de límites claros. Además, ha sido reconocida y aplicada por la Corte durante mucho tiempo, lo que significa que hay una amplia jurisprudencia y experiencia en su aplicación. Si este nuevo criterio fuese adoptado en futuras deliberaciones judiciales, tendría consecuencias significativas en la delegación de autoridad a las entidades gubernamentales y debilitaría considerablemente la capacidad del Estado para legislar en beneficio del bien común.

A esta argumentación se suma que las delegaciones extensas son fundamentales para otorgar a las entidades la flexibilidad requerida para adaptarse a escenarios fluctuantes y, a su vez, estas cesiones de autoridad segregan determinaciones de índole política que deben ser asumidas por especialistas imparciales en el seno de dichas agencias. Es un hecho incontrovertible que, para sustentar un gobierno contemporáneo y eficaz, el órgano legislativo se encuentra en la imperiosa necesidad de transferir competencias y discrecionalidad a las entidades administrativas.

Es importante tener en cuenta que la teoría de las “cuestiones principales” tampoco se alinea con una interpretación textualista de la Constitución. A pesar de que la mayoría de los jueces se consideran a sí mismos textualistas y enfatizan que “el texto de la ley es la ley”, a menudo recurren a cánones de construcción “substantivos” que interpretan el texto estatutario de maneras que coinciden con sus valores preferidos. El textualismo sostiene que el significado común del texto legal tiene fuerza de ley, pero el análisis legal de la mayoría de los jueces es superficial, habida cuenta de que la doctrina solo se aplica en casos en los que los tribunales creen que una cuestión “altamente trascendental” justifica una interpretación extraordinaria que va más allá del significado legal común.

En efecto, la doctrina de las “cuestiones importantes”, no es una máxima o principio arraigado ni se encuentra en textos legales históricos. Desde una perspectiva histórica, es una innovación relativamente reciente promovida por jueces activistas que sinceramente creen que el Congreso ha otorgado de manera excesiva y generosa a las agencias administrativas el poder de regular las empresas estadounidenses en áreas como la salud, la seguridad, la protección del medio ambiente y el bienestar público.

A lo largo de las décadas, el SCOTUS ha transitado por una ruta que ha simultáneamente reconocido la necesidad de las delegaciones legislativas y establecido salvaguardas jurisprudenciales para circunscribir dicha delegación. Esta amalgama de teoría y praxis ha encontrado manifestaciones tanto en casos que establecen límites definitorios, como en aquellos que reconocen la vitalidad y pertinencia de las agencias especializadas y su rol en la concreción normativa y regulación sectorial.

La jurisprudencia de SCOTUS reconoce que es aceptable que el Congreso delegue autoridad a agencias para regular una amplia gama de temas, desde la gestión de excedentes financieros en tiempos de guerra hasta la fijación de tarifas justas para bienes esenciales y la supervisión de licencias de transmisión. Sin embargo, estas delegaciones deben estar guiadas por el interés público y alineadas con criterios de conveniencia y necesidad. Este enfoque subraya la flexibilidad del Congreso para delegar responsabilidades reguladoras a agencias, siempre y cuando dichas delegaciones sean claras, específicas y fundamentadas en el bienestar general, respetando el marco de actuación establecido para asegurar que las decisiones se tomen considerando el interés público.

En este diálogo intrínseco, surge un reconocimiento claro: la acción administrativa ha saturado el entramado socioeconómico y legal de la era actual. A pesar de la explicitud con la cual la Constitución confiere al Poder Legislativo la totalidad de las competencias legislativas atribuidas al gobierno federal, la administración ha esculpido una función casi mimética a la legislación. Esta evolución, fundamentada originalmente en la noción de que las autoridades administrativas meramente concretizaban detalles dentro de un armazón regulatorio preexistente, ha sido la semilla desde la cual han germinado una extensa variedad de regulaciones administrativas. Esta ampliación se matiza con la realidad de que los embates contra la regulación solo fructifican cuando las normativas son claramente dictaminadas por la ley o palpablemente irracionales.

Empezando desde una postura notablemente rígida, la jurisprudencia inicial de SCOTUS, particularmente evidente en los años 1835, 1892 y 1894, sostuvo firmemente que la delineación de una regla de conducta era un ámbito preservado exclusivamente para las leyes, permitiendo que la reglamentación solo se asomara en cuestiones de meros detalles técnicos y operacionales (SCOTUS, “United States v. Bailey”, 9 Pet. 238; “United States v. Eaton”, 144 U.S. 677; “Caha v. United States”, 152 U.S. 211). Sin embargo, un extenso trecho ha sido recorrido desde entonces. En los periodos que abarcan los años 1943, 1947, 1944, 1911, 1948, 1987 y 1988, la jurisprudencia se ha metamorfoseado para reconocer que el Congreso, en su búsqueda por eficacia y pertinencia, puede solicitar auxilio de sus contrapartes coordinadas dentro de márgenes razonables y aceptables. Este enfoque no infringe la Constitución meramente por su predisposición a legislar en términos holgados, otorgando un cierto nivel de discreción a los entes ejecutivos o judiciales (SCOTUS, “National Broadcasting Co. v. United States”, 319 U.S. 190; “Fahey v. Mallonee”, 332 U.S. 245; “Yakus v. United States”, 321 U.S. 414; “United States v. Grimaud”, 220 U.S. 506; “Lichter v. United States”, 334 U.S. 742; “Morrissey v. Brewer”, 408 U.S. 471; “United States v. Mendoza-Lopez”, 481 U.S. 828; “Webster v. Doe”, 486 U.S. 592). Esta evolución, sin embargo, no es un cheque en blanco para la delegación de poderes. Es un imperativo, tal como fue evidenciado en 1991, que el Congreso establezca mediante acto legislativo un principio inteligible que ofrezca una estructura y una directriz clara a la cual debe adherirse la persona o entidad autorizada para actuar. Al adherirse a este marco, la acción legislativa se excluye de ser una delegación prohibida de poder legislativo (SCOTUS, “Touby v. United States” 500 U.S. 160). Este balance intrínseco entre la delegación y la orientación precisa encapsula la evolución del pensamiento jurídico desde un acercamiento de exclusividad legislativa a una aceptación calculada de la delegación y cooperación interorganizacional .

Conclusión

De acuerdo con los conceptos expuestos, se puede concluir que el principio de legalidad ejerce una función equilibrante entre la imperiosa demanda de certeza jurídica en la implementación normativa y la contingencia de adaptabilidad requerida en pro del interés general. Se admite un margen de vaguedad, ambigüedad e indeterminación en la actuación reglamentaria, siempre que esta latitud no desemboque en arbitrariedades por parte de la administración.

El ordenamiento jurídico contempla la facultad del legislador de delegar el delineamiento reglamentario de conductas al aparato administrativo, siempre bajo el resguardo de estándares preestablecidos que guíen tal reglamentación. Es imperativo recalcar que, en el ámbito de las sanciones administrativas, fruto inherente del ejercicio administrativo, debe tolerarse una amplia, aunque calibrada, delegación, facultando a la administración a precisar conductas censurables, así como determinar sanciones, criterios de modulación y procedimientos pertinentes.

En esencia, la interpretación y el ejercicio reglamentario de las disposiciones legales trascienden impugnaciones siempre que no incurran en irracionalidad, arbitrariedad o errores flagrantes. Ha quedado estipulado por la Corte que, si bien el Poder Ejecutivo está investido para emitir reglamentaciones de cara a la ejecución de leyes, no puede menoscabar su espíritu inherente. En otras palabras, aunque los decretos puedan desviarse de la redacción literal de una ley, deben perpetuar su esencia. Los reglamentos respetan el principio constitucional siempre que perseveren en salvaguardar los propósitos y objetivos que animaron su sanción legislativa. Si bien se confiere cierta deferencia a la interpretación administrativa de una disposición, bajo la presunción de legitimidad, esta no es inmune a escrutinio si se evidencian rasgos de irracionalidad o error manifiesto. Conforme a la jurisprudencia, rara vez se cuestionará la constitucionalidad de una reglamentación por excesos en su competencia, dado que las disposiciones que favorecen el cabal cumplimiento de la finalidad legal o que representan medios razonables para prevenir su infracción, se asientan firmemente sobre la doctrina constitucional reconocida por la Corte Suprema (CSJN Fallos: 232:293 y 244-309, entre otros precedentes destacados).

A estas alturas, hace mucho tiempo que el Congreso dejó de ser el encargado exclusivo de escribir leyes. Si, ya se sabe que, en el estado moderno, y desde hace bastante tiempo, el Congreso ha delegado la autoridad para escribir reglas y regulaciones con el estatus de leyes a agencias administrativas situadas dentro del Poder Ejecutivo. A su vez, esas agencias han escrito reglas y regulaciones que afectan la vida privada de los ciudadanos, y los litigantes a veces han desafiado sin éxito la autoridad de las agencias para dictar normas reglamentarias sustantivas.

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