El tema de la oligarquía ha perdido centralidad en el análisis político. Más relacionado con estructuras sociales de explotación primaria o a sistema políticos sin respeto a derechos, la oligarquía estuvo asociada a los mecanismos que instituyeron y reprodujeron desigualdades sociales en el continente, por lo cual, la lucha política contra ellos fue bandera de los movimientos populares.
Pero la mayor complejidad de las estructuras políticas y productivas le ha quitado a la oligarquía tradicional la relevancia analítica y productiva que supo tener. Sin embargo, se da la paradoja de que algunos de los movimientos sindicales, antes combativos a favor de los trabajadores, han adoptado discursos y acciones propios de esas oligarquías tradicionales que supieron combatir. O sea, la defensa de sus privilegios en detrimento del resto de la sociedad.
Como ha sucedido históricamente, esta nueva oligarquía solo se ocupa de ella misma. Es una actitud y una práctica política que busca excluir a los terceros que no forman parte de su propio espacio. Sus propuestas operativas son autosatisfactorias. Los terceros no existen, incluyendo lo que habitualmente se llama “los intereses populares”.
Aún cuando es razonable que el sindicalismo procure maximizar los beneficios para sus comunidades, el problema ético –y aún político- es cuando esa maximización se realiza con perjuicio para el resto de la comunidad, y sobre todo cuando el daño es a quienes forman parte de la misma clase, aunque en espacios diferentes.
Se supone que en el discurso y la acción de los movimientos sindicales debería existir la solidaridad de clase. Sin embargo, hay actitudes y acciones provenientes de los autodenominados representantes de las clases populares que agreden directamente los intereses de clase.
En la discusión política, hay quienes argumentan que la permanente oposición de los sindicatos y sectores populares al ordenamiento económico perjudica a los más pobres, como sucede en Argentina desde hace décadas. Es una discusión interminable.
Pero hay otros campos en los que no queda duda sobre el daño generado por los discursos y acciones populistas desde el campo sindical: la agresión a la educación de los excluidos; impedir el acceso de los más pobres a los beneficios del trabajo formal; y la defensa de servicios públicos ineficientes y caros para productos que son utilizados principalmente por los sectores populares.
Más en detalle, y haciendo referencia a discusiones que se están produciendo aquí y ahora en Argentina, la negativa a introducir en la educación criterios de calidad de todo tipo; el rechazo a aceptar el carácter de esencialidad a servicios públicos básicos; el bloqueo al acceso al mercado formal de trabajo a través de legislaciones y prácticas judiciales que solo protegen a quienes están dentro del sistema y descartan a los ya excluidos, representan todos posiciones de naturaleza oligárquica en el peor sentido del concepto.
Pero además- en especial en los campos educativo y laboral-, el mantenimiento de estos privilegios oligárquicos durante décadas está en el corazón del proceso de cronificación de la pobreza que ha hundido a millones de personas en un pozo del que es cuasi imposible salir. Véase, por ejemplo, la caída vertical en los índices de calidad educativa que impiden construir una vida digna, mientras desde el aparato sindical se rechaza cualquier propuesta de evaluación sistemática del proceso educativo; o la negativa a aceptar criterios elementales de calidad en el funcionamiento del Estado. Los más pobres dependen mucho más de los servicios públicos que el resto de la sociedad, por lo que un mal Estado es un empobrecedor.
A esta altura del artículo, el lector podrá preguntarse para qué sirve esta discusión en la realidad política actual. En realidad, sirve para marcar las responsabilidades de cada uno. Seguir aceptando en silencio que cualquier consigna “progresista”, solo porque es emitida por alguien autoproclamado popular, está inspirada en el bien común, es aceptar pasivamente los desvíos de quienes se han convertido en cómplices de la decadencia de los más pobres.
Por eso, es importante usar estas categorías “ofensivas” -como la de oligarquía- en la discusión política, para obligar a quienes tienen estos comportamientos a explicar ante la sociedad la esencia y las consecuencias de sus argumentos y acciones.