Hoy se celebra el Día Internacional de la Educación. La UNESCO proclamó el 24 de enero para celebrar el rol que la educación desempeña en la paz y el desarrollo, este año bajo el lema Aprender para una paz verdadera. Y para que esa paz sea duradera, hay que educar no sólo en conocimientos, sino también en actitudes y comportamientos para convertirse en agentes de paz.
Se entiende a la educación como un derecho humano, un bien público y una responsabilidad compartida. Sin embargo, hoy por hoy, en el mundo hay 244 millones de niños y jóvenes que están sin escolarizar y 771 millones de adultos que son analfabetos. Según la Organización de las Naciones Unidas, su derecho a la educación está siendo vulnerado y es inaceptable. La educación nos iguala y nos hace autosuficientes, es lo que nos permite leer un texto callejero o firmar un documento, ayuda a erradicar la pobreza y el hambre reduciendo la desigualdad. Sin una educación de calidad, inclusiva y equitativa para todos y de oportunidades de aprendizaje a lo largo de toda la vida, no se logrará alcanzar la igualdad ni romper el ciclo de pobreza que deja rezagados a millones de niños, jóvenes y adultos.
Educar para la paz, como propone este año este organismo internacional que viene bregando por la educación y la cultura hace 80 años, es aprender a cuidarnos a nosotros mismos, a los demás y al planeta; es educar para la ciudadanía mundial; es decir, para entender los acontecimientos o conflictos de otros países, para fomentar la empatía para con otras culturas; educar es tener en cuenta al otro, trabajar por el bien común y ponernos a disposición para no ser indiferentes frente a lo que sucede.
La educación posibilita la inserción en la sociedad, permite el acceso a un trabajo digno, a estudios superiores, a aprender habilidades que tengan repercusión en la vida cotidiana, es hacer tomar conciencia del entorno para que lo pueda transformar y, fundamentalmente, es acompañar para que disfrute del aprender.
Entonces, tal como planteo en mi último libro “Escuelas ondulantes. Aprender a enseñar para enseñar a aprender”, en estos nuevos tiempos, es fundamental preguntarnos una y otra vez para qué educamos, qué enseñamos cuando enseñamos y cómo es posible educar con estas condiciones de época.
Por lo tanto, se requieren docentes que estén bien formados en la disciplina que enseñan, pero también que comprendan la didáctica de esa disciplina, entiendan como se configuran las infancias y juventudes en estos tiempos y enmarquen la enseñanza en los contextos donde ocurren sus prácticas.
También es necesario que haya espacio en las aulas para que los niños problematicen la realidad, donde – por ejemplo- puedan reflexionar sobre el cambio climático, pero igualmente proponer cambios para su barrio, y para ello es necesario un docente que sostenga que educar es reconocer las individualidades y que trabaje lo justo y lo equitativo.
Pero nada de esto se podrá concretar si no hay familias y organizaciones que acompañen esas enseñanzas, no sólo para afianzar lo que la escuela enseña, sino para fomentar otras maneras de vivir no tan conflictivas como las actuales.
Cuenta una leyenda que hubo un antropólogo en una tribu africana que realizó un juego con los niños del lugar: les dejó una canasta llena de frutas y les dijo que el primero que llegara hasta ella se ganaba todo lo que contenía. Para el asombro del científico, los chicos se tomaron de las manos y corrieron juntos a la cesta. Cuando les preguntó por que hicieron eso, le dijeron “UBUNTU”, que significa “yo soy yo por lo que todos somos”. Esta comunidad creía en un enlace universal que conecta a toda la humanidad.
Si llegamos a comprender esta metáfora, podremos plantear que educar es enseñar a comprometerse con el otro, es convertirse en el andamiaje necesario para que cada niño o niña pueda descubrir e interpretar el mundo en estos tiempos complejos con una mirada nueva. No se trata de cambiar planes de estudio, sino de identificar los retos de estos tiempos, trabajar lo equitativo y lo justo, sabiendo que somos con y para otros.