Crisis, constitución y liderazgo

El Presidente es Jefe Supremo de la Nación y Jefe del Estado, al igual que lo es el Rey en las monarquías parlamentarias o el Presidente de la República en los parlamentarismos no monárquicos

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Rodolfo Barra expone durante una de las reuniones de comisión en la Cámara de Diputados (Foto: Franco Fafasuli)
Rodolfo Barra expone durante una de las reuniones de comisión en la Cámara de Diputados (Foto: Franco Fafasuli)

A poco de finalizada la Primera Guerra Mundial, en 1919, la Asamblea Nacional Constituyente alemana proclamó la Constitución que, popularmente, lleva el nombre de Weimar, por la ciudad donde sesionó. También se conoce como “República de Weimar” al régimen político que rigió en Alemania hasta la toma del poder por el nazismo.

La Constitución de Weimar ha actuado como modelo del constitucionalismo social de la segunda posguerra (como la nuestra, justicialista de 1949), lo que muestra que fue una muy buena obra constitucional. Sin embargo, fracasó. Y fracasó de tal manera que a solo catorce años de su vigencia, la República de Weimar dio paso al sangriento totalitarismo nazi.

¿La causa? La hiperinflación de los años veinte, el descrédito de la clase política, la crisis económica de 1930; esta última, inmediata predecesora del ascenso al poder de los nacionalsocialistas. Claro que esta incidencia de la situación económica y las turbulencias políticas, que son su causa y efecto a la vez, sobre la vigencia del régimen constitucional en beneficio de los totalitarismos, no fue, en el caso, solo patrimonio de Alemania. Por el contrario, la crisis fue también fructuoso caldo de cultivo de la revolución bolchevique de 1917 en Rusia, así como de la fascista en Italia (1922), de la guerra civil de 1936 en España y del florecimiento de los partidos comunistas y fascistas en toda Europa, fenómeno que solo pudo neutralizarse con el triunfo de los Aliados en la guerra, completado con la implosión del imperio soviético a inicios de la década del noventa.

Es que las constituciones, por más perfectas que sean, no siempre pueden sobrellevar y superar las situaciones de caos económico con sus volcánicas derivaciones sociales y políticas. Se trata, simplemente, de un dato de la experiencia. Por ello, las constituciones más modernas contienen mecanismos de salvaguarda para su propia supervivencia.

Así es que, frente a una situación de extrema gravedad vivida en los años 1988 y 1989, aunque de menor intensidad que la actual, la Corte Suprema de Justicia de la Nación, en el trascendente caso “Peralta” (Fallos 313:1513), reiterando principios ya sentados por la jurisprudencia y doctrina jurídica, afirmó que “la Constitución debe ser interpretada de manera de no hacer impotente e inoperante y sí preservar y hacer efectiva la voluntad soberana de la Nación” (Considerando 21). Ya frente al decreto de necesidad y urgencia cuya constitucionalidad de origen se encontraba cuestionada en el caso, señaló: “Parece evidente que… la eficacia de la medida adoptada… depende en forma fundamental de la celeridad con que se adopte y ponga en vigencia y, en este aspecto, la prudencia y el recto juicio del poder administrador no deben ser subestimados en el juzgamiento de esos motivos o razones, que se relacionan con hechos que, como los económicos, afectan gravemente la existencia misma del Estado y se vinculan con el bien común” (Cons. 26, con cita de Villegas Basavilbaso). “Que inmersos en la realidad no solo argentina, sino universal (continúa en el Cons. 29), debe reconocerse que, por la índole de los problemas y el tipo de solución que cabe para ellos, difícilmente pueden ser tratados y resueltos con eficacia y rapidez por cuerpos pluripersonales”. Y agregó la Corte de manera profética: “La confrontación de intereses que dilatan -y normalmente con razón dentro del sistema- la toma de decisiones, las presiones sectoriales que gravitan sobre ellas, lo que es también normal, en tanto en su seno están representados los estados provinciales y el pueblo -que no es una entidad homogénea, sino que los individuos y grupos que en él están integrados están animados por intereses muchas veces divergentes- coadyuvan a que el Presidente, cuyas funciones le impone el concreto aseguramiento de la paz y el orden social, seriamente amenazados en el caso, deba adoptar la decisión de elegir las medidas que indispensablemente aquella realidad reclama con urgencia impostergable... (lo que no supone eliminar la intervención del Congreso)... que podrá alterar o coincidir con lo resuelto; pero en tanto no lo haga... no cabe en la situación actual del asunto coartar la actuación del Presidente en cumplimiento de su deber inmediato” (Cons. 29).

La Corte, en “Peralta”, subrayó los poderes de emergencia que contiene la Constitución para “atender a la necesidad de asegurar la unión nacional” (Cons. 32), lo que “... implica también la de asegurar su continuidad y supervivencia” (Cons. 35). En el mismo lugar, el Tribunal, como si lo estuviera escribiendo hoy y no en 1990, afirmó: “Cuando los sucesos que conmuevan a la vida de la sociedad amenacen llevarla a la anomia y la inviabilidad de la vida política organizada, como puede ser hoy el resultado del descalabro económico generalizado, del mismo modo que ayer fue la discordia entre provincias, allí deben actuar los poderes del Estado para evitar que se malogren aquellos esfuerzos, dilatados y penosos, retrotrayendo al país a estadios superados de fragmentación, desorden, falta de un imperio extendido del derecho... (lo que)... tiene por problema central hoy asegurar la supervivencia de la sociedad argentina. La sanción del decreto en cuestión (también el 70/2023, podemos agregar) debe verse como un capítulo actual de esa tarea...”. “Son las exigencias de la vida política de un país, la razón de ser de las constituciones (continúa en el mismo Considerando). La vida real del país, su situación económica, política y social son la fuente eficaz del texto... Las constituciones son fuente de derecho. Las realidades políticas son hechos. Cuando las primeras no interpretan a las segundas, estas fracasan; cuando las reflejan, triunfan. Las más bellas creaciones, las más justas aspiraciones, las más perfectas instituciones no suplen la naturaleza de las cosas”.

Claro que el contenido del DNU 70/2023 podría haber sido incorporado a una ley del Congreso. Pero, ¿para estar vigente cuándo?

Así entonces, con el grado de excepcionalidad y urgencia considerados por la Corte Suprema en el precedente “Peralta”, el legislador en estos casos no será el Congreso, porque por naturaleza no puede serlo, sino el Presidente de la Nación. Así está previsto, a partir de 1994, en el Art. 99.3 de la Constitución: “... cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes...” el Presidente podrá sustituir al Congreso y dictar una norma jurídica equivalente a una ley, de vigencia inmediata hasta que el Congreso la anule, derogue o modifique.

El Presidente goza de esta competencia constitucional en razón de sus atribuciones como “Jefe Supremo de la Nación” y “Jefe del Gobierno”, conferidas por el Art. 99.1 de la Constitución. Es Jefe Supremo de la Nación y Jefe del Estado (personificación jurídica del Gobierno), al igual que lo es el Rey en las monarquías parlamentarias o el Presidente de la República en los parlamentarismos no monárquicos.

En Italia, según la Constitución de 1948, el Presidente de la República, que es elegido por el Parlamento por siete años, es el “Jefe del Estado y representa la unidad nacional” (Art. 87), con competencias semejantes a las enumeradas en nuestro Art. 99, entre ellas la de dictar “decretos con fuerza de ley”. Como nuestro Presidente, “no será responsable de los actos realizados en ejercicio de sus funciones, salvo por alta traición o violación de la Constitución” (Art. 90), esto, entre otras razones, porque lo que nosotros denominamos “administración general del país” se encuentra a cargo del Presidente del Consejo de Ministros y de sus integrantes (Art. 95).

En el caso de España, la Constitución vigente desde 1978 declara ya en su Art. 1.3 que “La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria”, donde “el Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia...” (Art. 56.1). Su persona, como la de todo Jefe de Estado, “... es inviolable y no está sujeta a responsabilidad...” (Art. 56.3), mientras que sus competencias, enumeradas principalmente en el Art. 62, son semejantes a las del Presidente de la República en Italia (entre otros sistemas parlamentarios) y en la Argentina. La “administración general del país” es dirigida por lo que allí se denomina “Gobierno”, formado por el Presidente del Gobierno, los Vicepresidentes y los ministros (Arts. 97 y 98).

En el caso del Presidente previsto en nuestra Constitución, con la modificación sustancial en el punto, introducida por la reforma de 1994, este es, como vimos, el Jefe Supremo de la Nación y Jefe del Gobierno. Esta última jefatura se refiere al Estado, mientras la primera, con mayor “supremacía” todavía (es jurisprudencia reiterada de la Corte relativa a que el lenguaje del constituyente no es ocasional o simbólico, sino literal con contenido jurídico), lo coloca por encima de los gobiernos provinciales, respetando las competencias de estas en materias no delegadas, pero con poder de impulso de políticas (direccionamiento) y de impulso también de la intervención federal en caso de ser necesario. También le corresponde al Presidente decretar el “estado de sitio” aún por situación de conmoción interior, si el Congreso estuviese en receso, siempre con intervención posterior del Legislador. Las mismas competencias de excepción, mutatis mutandis, son las previstas en el Art. 99.3 con relación a los decretos de necesidad y urgencia.

La totalidad de tal régimen ya había sido previsto por Alberdi. El sentido de esta “jefatura suprema” que Alberdi propuso, que el constituyente argentino de 1853 aceptó y que el de 1994 mantuvo, resulta luminosamente aplicable a la actual situación que la Argentina atraviesa. Así, tengamos en cuenta lo que decía el padre de la Constitución Nacional a mediados del siglo XIX: “En cuanto a su energía y vigor, el Poder Ejecutivo debe tener todas las facultades que hacen necesarios los antecedentes y las condiciones del país y la grandeza del fin para que es instituido. De otro modo, habrá gobierno en el nombre, pero no en la realidad; y no existiendo gobierno, no podrá existir la Constitución, es decir, no podrá haber ni orden, ni libertad, ni Confederación Argentina” (Juan Bautista Alberdi, Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina, capítulo XXV, p. 489). El mismo Alberdi sostuvo, además, en cuanto a la jefatura suprema, que “si el orden, es decir, la vida de la Constitución, exige en América esa elasticidad del poder encargado de hacer cumplir la Constitución, con mayor razón la exigen las empresas que interesan al progreso material y al engrandecimiento del país. Yo no veo por qué en ciertos casos no puedan darse facultades omnímodas para vencer el atraso y la pobreza, cuando se dan para vencer el desorden, que no es más que el hijo de aquellos” (lug. cit.). Y proféticamente remataba su argumento de este modo: “Hay muchos puntos en que las facultades especiales dadas al Poder Ejecutivo pueden ser el único medio de llevar a cabo ciertas reformas de larga, difícil e insegura ejecución, si se entregan a legislaturas compuestas de ciudadanos más prácticos que instruidos, y más divididos por pequeñas rivalidades que dispuestos a obrar en el sentido de un pensamiento común. Tales son las reformas de las leyes civiles y comerciales y, en general, todos esos trabajos que, por su extensión considerable, lo técnico de las materias y la necesidad de unidad en su plan y ejecución, se desempeñan mejor y más pronto por pocas manos competentes que por muchas y mal preparadas” (lug. cit.).

Pero el Jefe del Estado de los sistemas parlamentarios, o el Jefe Supremo de la Nación, en el nuestro, no es ni un “duce”, ni un führer, ni un “generalísimo”. Es alguien limitado por una Constitución que no es de su producción, sometido al control -concretamente en el caso de los DNU- del Congreso y del Poder Judicial, que debe respetar el pleno funcionamiento de los partidos políticos y del sistema electoral -a los que no puede modificar por DNU-, que se encuentra limitado por los derechos fundamentales reconocidos y consagrados por la Constitución, a la que, en nuestro caso, se suman las convenciones internacionales sobre derechos humanos con jerarquía constitucional, limitado también en la duración de su mandato y, fundamentalmente, obligado al respeto más amplio de la libertad de prensa y, en general, a la difusión de las ideas a través de todos los medios disponibles para ello.

*Rodolfo Carlos Barra es el titular de la Procuración General del Tesoro de la Nación.

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