No caben dudas que economía y salud mental, a estas alturas, resultan indisolubles. Cada mes, al conocer que el nivel general del índice de precios al consumidor registra un aumento, de forma automática los expertos dan miles de explicaciones teóricas y también políticas, pero lo concreto es que el dinero no alcanza y nuestra mente parece estallar.
Tarifazos, aumentos y los ingresos que se diluyen como el agua entre los dedos es el común denominador. La queja, la preocupación por la economía, el desvelo por cómo pagar las cuentas llegan al consultorio y la cuestión económica es el tema del momento también en el diván.
Desde la Psicología siempre formulamos preguntas para que quien consulta encuentre las respuestas, o al menos sea algo así como la punta de un ovillo desde el cual empezar a tirar. Entonces: ¿qué relación hay entre los bolsillos y la salud mental? ¿Colapsa el presupuesto junto a nuestro bienestar? ¿Cuánto tiempo puede resistir nuestro aparato psíquico los embates económicos? ¿Las emociones de los argentinos ya se acostumbraron a vivir de crisis en crisis?
A veces hay un uso exagerado del concepto de resiliencia y, si bien se reitera hasta el cansancio que toda crisis siempre encierra una oportunidad, es momento de entender que no se pueden repetir frases sacadas del sobrecito de azúcar. Toda crisis es dolorosa y Argentina tiene una tendencia a la repetición de lo doloroso que, lejos de forjar el espíritu, lo que ocasiona es un malestar en la población con gran impacto en la salud mental.
Inflación, pobreza, dinero que pierde valor y personas que perdemos capacidad de compra, incertidumbre económica y la inestabilidad constante, son los componentes de este combo que cercena proyectos, se trate de tener una vivienda o realizar una simple salida familiar. Como resultado, nuestro aparato psíquico se va esmerilando y se forjan estas huellas traumáticas.
Sin dudas, vivir haciendo cuentas, viendo qué recortar, qué marcas y productos consumir, qué salidas y paseos suspender y resignar hasta el asado del domingo, tiene secuelas. Que toda crisis económica impacta en la salud física y mental no es un dato novedoso, y si bien en nuestro país es habitual asistir a este deterioro, es evidente que no afecta a todos por igual.
Desde la Psicología afirmamos que quienes más recursos poseen, menos probabilidades tienen de padecer alteraciones, mientras que aquellos que tienen los “bolsillos más flacos” comienzan a evidenciar una serie de problemas.
Contracturas, vértigo, mareos, hipertensión, problemas cardiovasculares, son las “voces” de la mente que hace cuentas, que avizora las boletas de los servicios y que recorta la lista del supermercado.
El cuerpo “habla” y las emociones parecen estar en estado de ebullición. Aparece la angustia y la típica sensación de falta de aire, de que la garganta se estrecha y hay sensación de ahogo. Una excesiva y esperable preocupación por el futuro que opera como temor y miedo a lo que pueda venir derivan en ideas anticipatorias, dificultad para respirar, sudoración, síntomas característicos de los trastornos de ansiedad. La depresión se convierte en una especie de fantasma que puede parecer en cualquier momento, ya que cualquier sociedad que atraviesa una crisis tiene aumento de estos cuadros.
En definitiva, el presupuesto se tensiona y nosotros también: apatía, desinterés, falta de deseo sexual, fallas en la memoria, cansancio, agobio, insomnio, son muestras de una calidad de vida resquebrajada que fragiliza los vínculos y corroen los lazos comunitarios.
¿Cómo impacta la crisis económica en el sistema familiar?
Estudios reflejan cómo los bajos ingresos familiares están asociados con las condiciones de salud mental y el funcionamiento de las relaciones. Cuando un niño pide algún elemento escolar, zapatillas o directamente alimento y en la familia los recursos son escasos o inexistentes, el impacto psicológico nunca es menor.
Ante las dificultades cotidianas, las madres muestran conductas más conflictivas que los padres. Discusiones, maltrato, menosprecio a los sentimientos ajenos e insultos, van en aumento.
La relación es que, a mayor inestabilidad económica, mayor es la violencia en todas sus manifestaciones. De esta forma, niños y adolescentes crecen en un clima familiar completamente disfuncional. Cuando el dinero no alcanza para pagar un alquiler, cubrir gastos básicos o medicamentos, los hombres muestran mayor porcentaje de síntomas depresivos.
La secuencia de conductas se traduce en un círculo nocivo, puesto que ante la inestabilidad económica se altera el clima familiar, los integrantes se vinculan a través de sentimientos negativos, impera la violencia -que jamás es inocua- e impacta en la pareja y en el resto de los integrantes de la familia.
No es fácil, pues, romper ese circuito comunicacional y terminar de dar vueltas sobre lo mismo es complejo. Si bien la solución estructural es ajena a la persona, intentar mantener la calma, la unión y especialmente evitar la violencia, aumenta la probabilidad de resistir y atravesar un clima económico devastador. No hay crisis que no tenga impacto psicológico, el tema es que cuando hay hambre hasta la Psicología se vuelve impotente.
La crisis nos atraviesa, nos tambalea, nos golpea a veces hasta el derrumbe. Duele el bolsillo, y ese dolor no se puede disociar de los desórdenes mentales que ocasiona. Para la Psicología es todo un desafío contar con recursos mentales para amortiguar el impacto, que en ocasiones hasta puede ser letal.