En una síntesis general, se podría afirmar que, al unísono de la interpretación viva de la norma constitucional, la jurisprudencia comenzó a reconocerse mayores poderes reglamentarios a las autoridades administrativas, los que fueron tan necesarios para dar andamiaje al nuevo contexto legal. El concepto de “constitución viviente”, como paradigma de una Carta Magna en constante evolución, que muta con el transcurso del tiempo y se ajusta a las cambiantes circunstancias, ofrece una explicación a la razón por la cual tanto la jurisprudencia como la doctrina han reconocido, influidos por la experiencia del derecho constitucional de los Estados Unidos, una mayor amplitud en la extensión de las competencias reglamentarias de los funcionarios administrativos. De larga data, la Corte nacional, al igual que su par de Norteamérica, comenzó a trazar los requisitos habilitantes para que el Poder Legislativo pueda delegar a favor del Ejecutivo la atribución de hacer la ley, exigiendo tan solo que esta identificara con cierta claridad el llamado “standard inteligible” (SCOTUS, 1928, “Hampton & Co. v. United States”, 276 U.S. 394, 406).
Podemos considerar que en el ya lejano 1825, un laberinto de legalidades se desplegó ante la mirada perspicaz de John Marshall, magistrado supremo de la nación americana. En aquel caso conocido como “Wayman contra Southard”, el propio Minotauro de la jurisprudencia delineó con trazo firme que los agentes del ejecutivo tenían la facultad de bordar los entresijos de las leyes creadas por el Congreso. Tal aforismo legal se alzó como piedra fundamental, un aleph jurídico que permitió a futuras generaciones de legisladores confiar sus poderes a manos ejecutivas.
En el derecho de los Estados Unidos, resulta un hecho incontrastable que las agencias administrativas tienen capacidad para imponer apropiadas obligaciones y sancionar su fiscalización mediante razonables sanciones monetarias (SCOTUS, 1909, “Oceanic Stem Navigation v. Stranahan”, 214 U.S. 320, 329). En un aspecto que merece atención se destaca que las agencias administrativas resultan investidas con la posibilidad de simultáneamente ejercer autoridad y poderes legislativos, adjudicativos y ejecutivos.
La realidad argentina
Debe hacerse especial mención al caso “Delfino”, donde la CSJN declaró constitucional la habilitación en el PE para crear sanciones de policía portuaria que luego aplicaría la Prefectura del Puerto de Buenos Aires. Al año siguiente del fallo citado, la CSJN resolvió el caso AP de “Impuestos Internos c. Chadwick, Weir y Cía. Ltda.” en el cual se discutía si el PE había excedido el límite de las facultades reglamentarias (CSJN Fallos: 151:5). En ese derrotero no se puede subestimar la importancia del caso “Carmelo Prattico c/Basso y Cía.” (CSJN Fallos: 246:345), donde la Corte sostuvo la constitucionalidad de los decretos 89/58 y 3547/58, que regulan asuntos relacionados con el salario obrero. El Tribunal afirmó que, en el caso de materias que presentan contornos o aspectos tan peculiares, distintos y variables que al legislador no le sea posible prever anticipadamente su manifestación concreta en los hechos, no se puede considerar inválido, en principio, el reconocimiento legal de atribuciones que queden libradas al arbitrio razonable del órgano ejecutivo, siempre que la política legislativa haya sido claramente establecida.
Conforme esa jurisprudencia, en estos casos, el órgano ejecutivo no recibe una delegación proscripta por los principios constitucionales, sino que, por el contrario, está habilitado para ejercer la potestad reglamentaria que le es propia, cuya extensión depende del uso que de ella haya hecho el Poder Ejecutivo. De manera continuada, en el fallo “Banco Argentino de Comercio c/Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires”, en 1973 (Fallos: 286:325), la Corte reiteró que no existe una delegación de facultades legislativas propiamente dicha cuando la actividad normativa del poder administrador encuentra su fuente en la misma ley, si lo que busca es facilitar el cumplimiento de lo que el Poder Legislativo ha ordenado. En coherencia con la línea argumental expuesta, la Corte advirtió acerca de la existencia de una corriente doctrinaria moderna y fuerte que admite la delegación de facultades legislativas dentro de ciertos límites de razonabilidad como una exigencia de buen gobierno en el Estado moderno. Finalmente, es importante destacar que esta consideración constitucional alcanzó su punto máximo en el caso “Cocchia” (CSJN Fallos: 316;2624) .
Presentación del problema
Como se pudo observar, la distinción entre la delegación y la reglamentación ejecutiva de la ley había sido problemática y, después de la reforma constitucional, se volvió aún más compleja. La Constitución incorporó nuevos preceptos y mantuvo los antiguos, lo que requirió una interpretación cuidadosa del sentido y alcance de la potestad reglamentaria en la Constitución original. En realidad, lejos de resolver la cuestión, la reforma dejó latente la pregunta de si se mantendría la jurisprudencia de la Corte Suprema, que solamente consideraba nulas o inválidas las delegaciones que implicaban la transferencia total del poder.
En el concierto de las naciones, la cuestión del déficit democrático inherente a los reglamentos administrativos se ha diluido como una neblina al sol del mediodía, mientras que, en la Argentina, el debate se perpetúa como un eco en el tiempo. La práctica había hallado su cauce en la costumbre y el reconocimiento taciturno, más la reforma constitucional de 1994 tejió un nuevo velo de complejidad sobre un asunto que muchos consideraban ya exánime, desgastado por la incesante búsqueda de una quimera: la respuesta definitiva a los límites y la constitucionalidad de las atribuciones normativas conferidas a la Administración pública. Y así, en el laberinto de la jurisprudencia argentina, cada vuelta parece llevarnos al mismo lugar, a la reflexión inagotable sobre la esencia de nuestro entramado legal y su consonancia con el pulso democrático .
En un laberinto donde cada decisión conduce a un nuevo enigma, la doctrina jurídica argentina se enfrentaba a la tranquilidad aparente de un principio asentado. La reforma constitucional del año 94′, sin embargo, desplegó ante los ojos de la patria un tapiz más intrincado que el anterior; una suerte de Zahir jurídico que, una vez contemplado, no podía olvidarse. La búsqueda de respuestas definitivas, hasta entonces exhausta por el viaje circular y constante, encontró en la reforma un espejo donde su imagen reflejaba aún más preguntas, más matices de interpretación, renovando así el eterno diálogo entre el ser y la ley, entre la norma escrita y el espíritu inasible de la justicia.
En la Argentina, la constitución se yergue como un mapa de infinitas interpretaciones, un Aleph legal cuyo contenido es tanto promesa como enigma. La cuestión de las normas nacidas de la autorización legislativa del Congreso, y si estas deben considerarse reglamentos delegados según el artículo 76, es un laberinto de espejos enfrentados, cada uno reflejando una versión ligeramente distinta de la verdad legal.
Resulta menester, entonces, definir con precisión el arte de la delegación legislativa, esa técnica que permite al poder del Estado fluir de una entidad a otra. La ley que habilita dicha delegación puede ser vista como un puente colgante entre la voluntad del legislador y la acción del ejecutivo, un puente que debe ser tan sólido como para sostener el peso de la seguridad jurídica y tan flexible como para adaptarse a las necesidades de un gobierno funcional.
Espíritu de la delegación legislativa en la constitución de 1994
En la trama de la política argentina, donde la Constitución actúa como un tablero de ajedrez de infinitas posibilidades, interpretar que el artículo 76 excluye cualquier forma de delegación legislativa fuera de su texto sería reduccionista. La desconcentración de poderes que sugiere el mencionado artículo es, en cierto modo, un estricto corredor que no se amolda a los meandros de un gobierno eficiente ni a la asignación de tareas legislativas a entes administrativos, cuyos funcionarios son burócratas versados en la praxis de la gestión estatal.
El acto de conferir rango constitucional a los órganos de control de los servicios públicos se desvela, entonces, como un reconocimiento tácito de la tradición jurídica argentina, que admite y valida la transferencia de competencias legislativas a estructuras burocráticas. Esto es un eco de las prácticas consagradas, un diálogo entre el texto constitucional y la realidad de la administración pública que, revela capas de significado que trascienden la superficie del papel impreso. En un entrelazado de lo práctico y lo teórico, la constitución no solo delinea, sino que también abraza la complejidad de la vida gubernamental, permitiendo que la letra de la ley respire al ritmo de las exigencias de la nación.
La sinfonía constitucional argentina, en su partitura, inscribe la necesidad de que la delegación legislativa se acompañe de un estándar comprensible, un faro que guíe la acción de los entes administrativos agraciados con competencias prestadas. Este mandato de claridad, ya subrayado por el más alto estrado judicial, para quienes se adentran en el laberinto de la administración pública.
No obstante, la temporalidad prescrita para la delegación legislativa y su limitación a esferas específicas de acción, se presentan como una novedad en el paisaje jurídico argentino, desprovista de eco en las doctrinas hermanas de Norteamérica y del propio suelo argentino. Tal requerimiento, ausente en las tradiciones jurídicas mencionadas, surge como un jardín recién sembrado, cuyas flores aún no han sido plenamente catalogadas ni en el Derecho comparado ni en la praxis nacional.
Este enfoque novedoso abre las puertas a un salón de reflexiones donde se debate la conveniencia de enmarcar el poder delegado en el tiempo y en el espacio normativo, buscando quizás una armonía mayor entre la potestad de legislar y la necesidad de un gobierno ágil, capaz de responder a los dinámicos desafíos del presente.
Al desenredar las hebras preliminares de nuestro entramado constitucional, se torna claro como el cristal del Río de la Plata que el constituyente argentino no se embarcó en la quimérica empresa de redefinir los contornos de la doctrina constitucional global. No hubo un quiebre con la tradición ni una reinvención de los paradigmas que regían la delegación de competencias legislativas a los órganos administrativos. En las páginas de la historia constitucional, no se hallaron signos de un deseo manifiesto de apartarse de los principios ya establecidos y reconocidos por la doctrina de la delegación impropia.
No se vislumbra un esfuerzo por apartarse de la letra de la Constitución, ni una voluntad de otorgar un cheque en blanco para una delegación legislativa abierta y sin confines. Por el contrario, el análisis revela una continuidad en la concepción de las competencias reglamentarias, una persistencia que permite a los cuadros administrativos actuar cuando la legislación está marcada por la incertidumbre o la imposibilidad de delinear cada posible escenario futuro. En este escenario, la multiplicidad de normativas que abarcan sectores tan diversos como la fiscalidad, la salud, la educación y la energía, entre otros, no podía verse amenazada por la renovación constitucional.
Así, la interpretación del espíritu de la reforma constitucional de 1994 concluye que no se ha producido un cambio sustancial en el alcance de la potestad presidencial para emitir decretos. Los fallos previos de la Corte Suprema, aquellos faros de sabiduría jurídica que precedieron a la reforma, siguen brillando con la misma intensidad, guiando la gobernanza del país en su capacidad para regular a través de decretos ejecutivos. En definitiva, el río constitucional continúa su cauce, tal vez con renovadas orillas, pero con la misma dirección que ha mantenido a través de las estaciones y las eras.
Las circunstancias reseñadas hacen evidente que el constituyente no mantuvo incólume la redacción del art. 99, inc. 2, (anterior art. 86, inc. 2) de la Constitución por imprevisión, sino que reconoció la imposibilidad de establecer un deslinde claro entre competencias legislativas y administrativas en función del grado de importancia del asunto reglado.
En nuestro sistema legal, el dictado de toda norma general e individual es fruto de la ley, con abstracción de la Constitución. Por lo tanto, toda habilitación a un cuerpo administrativo para dictar una norma general e individual es una “delegación” . La única forma de establecer con éxito un deslinde entre los decretos ejecutivos y los decretos delegados es entender que la reglamentación es una actividad normativa secundaria, complementaria e integrativa de la ley, mientras que la actividad normativa delegada refleja un procedimiento alternativo de construcción de normas primarias.
A pesar de lo sostenido por un sector de la doctrina, la incorporación de la delegación legislativa en el art. 76 del texto constitucional no pretendió establecer un nuevo régimen constitucional para la delegación legislativa . El texto constitucional reformado no dejó de lado las anteriores creaciones jurisprudenciales ni modificó la doctrina elaborada hasta entonces.
En conjunto con lo anterior, se puede concluir que la reforma constitucional no modificó sustancialmente la doctrina previa en materia de delegación legislativa y reglamentación ejecutiva de la ley. La incorporación del art. 76 a la Constitución Nacional no pretendió establecer un nuevo régimen constitucional para la delegación legislativa, sino que simplemente agregó una nueva potestad reglamentaria. La distinción entre decretos delegados y decretos ejecutivos se mantuvo, y la actividad normativa de la Administración pública sigue siendo parte de la aplicación del derecho administrativo material. En pocas palabras, podemos resumir que la jurisprudencia de la Corte Suprema previa a la reforma sigue siendo relevante en la interpretación y aplicación de la Constitución en materia de delegación legislativa y reglamentación ejecutiva de la ley.
Teniendo en cuenta lo precedente, al hablar de los antecedentes históricos de la potestad reglamentaria, es conveniente recordar la influencia del derecho español sobre el constitucionalismo argentino. Especialmente no puede dejar de señalarse que la Constitución de Cádiz de 1812 gravitó sobre los aspectos fundamentales de la Constitución originaria (Rodríguez Varela, 1962. T. VI. Sección doctrina) y, particularmente, en la incorporación del instituto ministerial, así como también en la incorporación de la potestad reglamentaria en cabeza del presidente.
El tejido social de la Argentina, en su intrincada y rica diversidad, ha evidenciado la necesidad de trascender el legicentrismo, esa visión donde la ley lo es todo y fuera de ella no hay salvación ni orden. Desde los primeros trazos de la identidad nacional, se han tejido leyes que, lejos de pretender la omnipotencia de regular hasta el último detalle de la vida económica, tecnológica y fiscal, han optado por un enfoque más amplio y flexible, marcando rumbos generales en lugar de dictar itinerarios rígidos. Estas leyes, que bien podrían ser consideradas como lienzos a medio terminar, han sido completadas y perfeccionadas no por un pincel legislativo que pretende detallar cada sombra y cada luz, sino por la mano más pragmática de la administración pública. Es en la jurisprudencia de la Corte Suprema donde encontramos la consagración de este principio: un cuerpo administrativo puede, de hecho, expandir y llenar los espacios dejados por una ley, siempre y cuando el legislador haya marcado con claridad los límites dentro de los cuales se debe mover esa pincelada burocrática. La aceptación de que las leyes pueden ser marcos generales, dentro de los cuales la administración ejerce su creatividad normativa, no es un signo de debilidad legislativa, sino una comprensión madura de que la ley no puede, y no debe, prever cada eventualidad. La Corte ha entendido que la efectividad del gobierno a menudo reside en la capacidad de adaptar la ley a la realidad cambiante, una realidad que desafía constantemente los confines de cualquier texto escrito . Efectivamente, a partir del fallo “Delfino”, la jurisprudencia admitió un incremento progresivo de la facultad reglamentaria del presidente, de sus inferiores y de las entidades descentralizadas de la AP (Bielsa, 1952, p. 255 y ss.; 1964; La Ley, 102-1061; Marienhoff, 1990, p. 256 y ss.; Linares Quintana, 1953-1963, p. 129 y ss.; Bidart Campos, 1968, p. 762 y ss.; Villegas Basavilbaso, 1949, pp. 273-280; Bianchi, 1990, p. 31 y ss.).
En concordancia con tal criterio, la Corte estableció en la causa “Cocchia” que, con fundamento en lo dispuesto en el art. 86, inc.2, (hoy 99, inc. 2 de la CN), los reglamentos ejecutivos representaban una auténtica legislación de formulación administrativa.
Las conclusiones derivadas resultan claras y dan cuenta que debía distinguirse la reserva de ley de la preferencia legislativa. En el primer caso, la determinación la efectuaba la propia Constitución y así lo ponía de manifiesto en relación con la materia penal y tributaria (Lewin Figueroa, 2002, p. 21 y ss.; Bravo Arteaga, 2000; Pérez Royo, 199, p. 123 y ss.; Casado Ollero, 2000-2002, p. 489; García De Enterría, 1990, p. 455; Uckmar, 2002, p. 107, citando a Shultz- Harris (American public finance); Valdés Costa, 1992, p. 113; Sainz De Bujanda, 1994, p. 76; García Novoa, 200, p. 72 y ss.) , en cuanto prescribía que los elementos esenciales del hecho jurídico debieran estar determinados en una ley formal.
La reforma constitucional argentina y la instauración del artículo 76 no deben ser vistas como un cuchillo que corta el tejido de la jurisprudencia preexistente, sino más bien como el hilo que busca dar nueva forma y robustez a la tradición de la delegación legislativa. Esta disposición no vino a borrar lo que ya estaba escrito, sino a clarificar y expandir el marco en el que la administración pública puede actuar.
Por tanto, una ley que otorga a un ente administrativo la potestad de regular aspectos secundarios o accesorios no tiene que ser enmarcada necesariamente dentro del artículo 76. Dicha ley no sería una delegación de la soberanía legislativa en sentido estricto, sino una autorización para que la administración pública detalle y aplique la norma, siempre dentro de los límites y bajo los principios establecidos por el legislador. En este sentido, se mantiene el equilibrio y la coherencia del orden jurídico y se evita la paradoja de invalidar un gran cuerpo legislativo que ha sido piedra angular de la gobernabilidad del país.
Solamente de esta manera, se evita la consecuencia absurda de declarar la inconstitucionalidad de una gran cantidad de leyes y se respeta la jurisprudencia y doctrina previas.
Control judicial de la delegación legislativa.
La Corte Suprema de Justicia de la Nación, guardiana y última intérprete de la Constitución argentina, ha establecido su postura en la sentencia del caso “Colegio Público de Abogados de Capital Federal” en el año 2008. En esta decisión, la Corte ha delineado los contornos de la delegación legislativa, advirtiendo que un acto de esta naturaleza, si se realiza de manera excesivamente amplia e imprecisa, corre el riesgo de ser invalidado por los tribunales.
La jurisprudencia argentina exige que la delegación legislativa establezca un marco claro y suficiente, un estándar inteligible, que guíe al organismo administrativo en su tarea de reglamentación. La ausencia de este marco o la creación de uno que sea excesivamente vago o ambiguo no proporcionará el fundamento necesario para una normativa secundaria robusta y legítima.
Dentro del insondable y meticuloso tejido jurídico, SCOTUS, ente de sabiduría y justicia, ha diseñado puentes conceptuales, tríadas de estándares revisores de las leyes que son cuestionadas en su razonabilidad.
En el contexto del paradigma jurídico, SCOTUS, ejerciendo una función hermenéutica y evaluativa, ha concebido tres métricas judiciales para el análisis de las normativas que esbozan distinciones personales, tal como documenta Legarre (2004). La jurisprudencia repudia incidencias que se desvíen de la razón y demanda una aplicación legislativa ecuánime y exenta de arbitrariedades.
En los laberintos del derecho, donde cada vereda parece bifurcarse en infinitas direcciones, la dogmática jurídica, cual explorador incansable, ha dirigido su mirada hacia los criterios que los jueces deben emplear en la evaluación de la razonabilidad de los actos normativos. Estos jueces, como lectores de un texto insondable, deben desentrañar quién debe portar la carga probatoria, una carga tan pesada como la piedra que Sísifo estaba condenado a subir eternamente.
En este escenario, la filosofía jurídica, siempre ávida de profundidades, se ha sumergido en la tarea de desentrañar los prerrequisitos para una justificación racional de decisiones normativas. Sus incursiones no son meras caminatas por la superficie de la ley; son, más bien, descensos a las profundidades donde se entrelazan las raíces de la equidad y la justicia, esos conceptos que, como estrellas lejanas, guían pero rara vez se dejan alcanzar.
Y así, en este universo de interpretaciones y aplicaciones legales, nos encontramos con que la ponderación emerge como una técnica esencial. No es un simple acto de equilibrio, sino un ejercicio de sabiduría, un juicio prudencial que busca valorar el peso de cada argumento en la balanza de Astrea. La justicia, entonces, no se presenta como un dictado arbitrario, sino como el resultado de un juicio reflexivo, una apreciación cuidadosa de los matices y las fuerzas en juego.
En la resolución de los conflictos legales, se impone, por tanto, la necesidad de un juicio ponderativo, que no es otro que la alquimia de transformar el plomo de los argumentos contrarios en el oro de una decisión justa y equitativa. Y así, en el ejercicio de la judicatura, como en los cuentos de Borges, cada decisión lleva la marca de un infinito reflexivo, un intento de abarcar el universo entero en la palma de la mano.
En el intrincado paisaje de la lógica jurídica, nos embarcamos ahora hacia el examen del conocido “test de la relación razonable o racional”. Antes de sumergirnos plenamente en nuestra exploración, recordemos las andanzas previas del mencionado test en las vastas llanuras de la economía y el bienestar social. Desde sus primeros días, ha sido un susurro constante que los jueces, aquellas figuras imponentes del discernimiento legal, carecen de las herramientas institucionales para valorar la efectividad con la que se persiguen fines gubernamentales legítimos en dichas áreas, ni discernir si existen otras categorizaciones más lógicas para lograrlos. Destilando la esencia, el juez, en esta percepción, simplemente sopesaría si existe un nexo razonable entre la clasificación forjada por los artesanos legislativos y el fin gubernamental, que, por supuesto, no debe ser desterrado por la Constitución.
El rational relationship test (test de relación racional) es un estándar utilizado en el derecho constitucional de los EE.UU. para evaluar casos donde no se involucran derechos fundamentales o libertades civiles específicas, sino que se trata de una cuestión de legislación económica o social general. En el entramado de la jurisprudencia, donde cada hilo es una ley y cada nudo un fallo, se presenta el desafío de demostrar la conexión lógica entre la intención de una ley o política y los medios elegidos para concretarla. Este laberinto, que los legistas deben atravesar, es como un espejo de la lógica, reflejando el vínculo entre el fin perseguido y los caminos tomados. La meta de este viaje judicial no es otra que el bienestar común, aquel oasis en el desierto de la vida pública, donde se encuentran la salud, la seguridad y el bienestar de la polis. Este objetivo, tan noble como las aspiraciones de un héroe en las epopeyas antiguas, debe ser el faro que guía la mano del legislador y del juez.
En el universo legal de los Estados Unidos, este test de relación racional es el más indulgente de los tres guardianes que custodian la puerta entre la ley y su legitimidad. No es el minotauro fiero, sino más bien un centinela que pide pruebas, pero que se inclina ante la lógica y la razón. El demandante, en este escenario, es como el héroe de un relato borgeano, quien carga con la responsabilidad de probar que la ley o política en cuestión ha perdido su camino y ya no se relaciona racionalmente con un objetivo legítimo del gobierno. Es un desafío de astucia y sabiduría, donde se debe iluminar la ausencia de la conexión lógica, desvelando que el camino tomado por la ley no lleva al bien común, sino que se pierde en las sombras de lo irracional.
En el intricado juego de ajedrez que es la interpretación legal, el escrutinio de intensidad intermedia se levanta como una torre, poderosa pero medida en su alcance. Este test, cual puente entre la indulgencia y el rigor, se aplica cuando debemos evaluar la razonabilidad de una disposición con una mirada más aguda, una lente que amplía tanto la finalidad como los medios de una ley.
El primer paso en este baile de escrutinio es confirmar que la ley busca un fin constitucionalmente legítimo e importante. No basta con que la ley sea razonable; su propósito debe ser digno de las altas aspiraciones de la carta magna. Como en los cuentos de Borges, cada ley es un relato que debe tener un comienzo noble.
El segundo paso es asegurarse de que los medios empleados para alcanzar este fin no solo sean adecuados, sino efectivamente conducentes. Aquí entra en juego la proporcionalidad, como un equilibrista que mide cada paso para no caer en el exceso o en la insuficiencia. Este test intermedio, por tanto, busca la armonía perfecta entre el fin y los medios, como un poema cuyas palabras y ritmo se complementan para crear belleza y significado.
Este estándar de revisión judicial ha sido esencialmente aplicado en casos donde las distinciones se basan en el género o en el estatus de nacimiento, situaciones donde la balanza de la justicia debe ser particularmente sensible y precisa.
Finalmente, el test de escrutinio estricto se erige con capital importancia. A diferencia de sus predecesores estándar, este particular yugo dicta la indispensable aportación de pruebas contundentes que validen la presencia de un fin tanto urgente como imperante. Consecuentemente, se deduce que es misión gubernamental acreditar la necesidad de una clasificación para dar caza a dicho fin perentorio e ineludible, esculpiéndolo de manera minuciosa y ajustada. Vale la pena rememorar, si se nos permite un breve paréntesis, que este test ha sido instrumental, ante todo, para ponderar la constitucionalidad de distinciones enraizadas en la raza o la nacionalidad, si bien no es ajeno a su aplicación en contextos donde se alega la transgresión de derechos ‘fundamentales’, según los ecos del SCOTUS 403 US 365.
Conclusiones
Ante la cuestión de la falta de precisión en las bases delegantes, se plantea el dilema de qué tipo de escrutinio aplicar. Esta indagación no es menor, pues se adentra en el corazón mismo de la división de poderes y el principio de legalidad.
Cuando se trata de examinar la delegación legislativa, particularmente en lo que respecta a su precisión y claridad, es esencial considerar la naturaleza y el impacto potencial de la legislación en cuestión. Si la ley delegante impacta de manera significativa en derechos fundamentales o establece criterios que podrían llevar a una discriminación basada en categorías sospechosas como la raza, el género o la nacionalidad, un escrutinio estricto se impone. Este nivel de examen minucioso exige una justificación imperiosa por parte del gobierno y una estrecha relación entre los medios empleados y el fin perseguido.
Por otro lado, si la delegación legislativa se sitúa en un ámbito de regulación más general, sin tocar directamente derechos fundamentales o categorías sospechosas, podría ser más adecuado un escrutinio racional. Aquí, la cuestión se centra en si la delegación es razonablemente relacionada con un objetivo legítimo del gobierno.
En ciertos casos, puede ser apropiado un escrutinio intermedio, especialmente si la delegación involucra categorías semisuspechosas o si tiene un impacto significativo pero no abrumador en derechos fundamentales. Este nivel intermedio exige que la delegación legislativa sirva a un interés gubernamental importante y que los medios elegidos sean sustancialmente relacionados con ese interés.
La reflexión sobre la interpretación constitucional argentina, en particular en lo que respecta a la delegación de facultades legislativas al Presidente, lleva por un camino de análisis detallado y riguroso. La Corte Suprema, al interpretar los artículos 99, inciso 3, y 76 de la Constitución Nacional, señala un camino claro y sin ambigüedades, reflejando la voluntad de la Convención Constituyente de 1994. Esta voluntad se bifurca en dos direcciones fundamentales: por un lado, mantener el principio general de limitar el ejercicio de facultades legislativas por parte del Presidente como norma habitual y, por otro, introducir precisiones sobre las condiciones excepcionales bajo las cuales esto puede ser permitido.
Esta interpretación conduce a un escrutinio específico cuando se trata de evaluar la validez de las disposiciones legislativas emanadas del Poder Ejecutivo. En este contexto, el principio constitucional que se opone al dictado de disposiciones legislativas por parte del Presidente implica que quien invoque tales disposiciones en su favor tiene la carga de justificar su validez. Es decir, debe demostrar que estas disposiciones se encuentran dentro de los supuestos excepcionales que habilitan constitucionalmente al Ejecutivo a actuar de esta manera. En cuanto a las delegaciones legislativas, la carga de la prueba se cumple si los decretos no solo cumplen con los requisitos constitucionales, sino que también son consistentes con las bases fijadas por el Congreso, como se establece en los artículos 76 y 100, inciso 12, de la Constitución Nacional. Esto implica un escrutinio detallado y minucioso, en el cual se evalúa no solo la legalidad de la delegación, sino también su adecuación a los límites y condiciones previstos por el marco constitucional.
Con aires de solemnidad ineludible, nos enfrentamos a la rigurosa lente del escrutinio estricto, aquel intrincado laberinto de justicia y equidad. El gobierno, en esta arena, se ve compelido a tejer un argumento irrefutable que afirme que dicha normativa no sólo persigue un interés esencial del más alto estamento, sino que también su confección es tal que no hay sendero menos restrictivo por el cual caminar para alcanzar dicho fin. Es decir, la norma, revestida de imperiosa necesidad, debe presentarse como el único umbral por donde transitar para consolidar ese anhelado y trascendental objetivo gubernamental, siendo las alternativas menos coercitivas meras quimeras inalcanzables. Enfrentarse a este nivel de escrutinio, de una elevación sin par, se revela como una proeza majestuosa e insuperable, donde el gobierno debe desnudar la esencialidad inexorable de su política para reverenciar un propósito de excelsitud insuperable.
Bajo este nivel de escrutinio, el gobierno debe demostrar que la ley o política en cuestión es necesaria para lograr un interés gubernamental muy importante y que no podría lograrse de otra manera menos restrictiva para los derechos fundamentales o la igualdad de trato. En otras palabras, la ley o política debe ser la única forma de lograr el objetivo gubernamental importante en cuestión, y no debe haber alternativas menos restrictivas disponibles. Este nivel de escrutinio es el más alto y es muy difícil de superar, ya que el gobierno debe demostrar que la ley o política en cuestión es esencial para lograr un objetivo muy importante.
No comparto la tesitura de la Corte Suprema. Previamente, había susurrado que la mayor parte de las clasificaciones, con su intrínseca heterogeneidad, se someten simplemente a una mirada de racionalidad básica. Permitámonos decir, con una brevedad que raya en lo esquemático, que la SCOTUS persiste en desplegar un estándar de una laxitud casi poética respecto a la preponderancia de las clasificaciones legislativas. Huelga señalar, con la parcimonia que requiere lo sustantivo, que se ha interpretado que las maquinarias regulativas económicas satisfacen el mandato de protección igualitaria si, en los recovecos de lo imaginable, se concibe un estado de cosas que pudiera cimentar una base racional para la clasificación. Este velo de palabras devela, entonces, que debería interponerse una prueba inconfundiblemente clara de la orfandad de un propósito gubernamental legítimo para que una medida sea, con solemnidad, reprobada.
En este entramado, uno se percata de la imperiosa necesidad jurisprudencial de arquitecturar una teoría que permita un escrutinio más tenaz para aquellos escenarios que osen ultrajar los derechos humanos. Un emblema de esta realidad resuena en la teoría de las clasificaciones sospechosas.
En el análisis de la llamada “Ley Ómnibus”, donde se entrelazan diversas delegaciones legislativas, el escrutinio adecuado, en gran medida, parece inclinarse hacia una revisión de base racional. Esta perspectiva se apoya en la idea de que, en el ámbito de las regulaciones económicas, basta con que exista algún estado de hechos concebible que proporcione una justificación razonable para la clasificación. Tal como lo indica el caso del Tribunal Supremo de Estados Unidos (SCOTUS 508 U.S. 307), la barra para justificar la racionalidad en este contexto no es excepcionalmente alta; se busca simplemente una conexión razonable entre la medida y un objetivo legítimo del gobierno.
En cuanto a la cuestión de los Decretos de Necesidad y Urgencia (DNU), el interrogante sobre la justiciabilidad de invocar circunstancias excepcionales para su emisión es especialmente relevante. La legitimidad de los tribunales para resolver sobre la existencia real de una situación de necesidad y urgencia es un punto crucial. En este contexto, se plantea si los tribunales están equipados y autorizados para evaluar si las circunstancias que el Ejecutivo alega como fundamento de un DNU realmente cumplen con los requisitos de necesidad y urgencia establecidos constitucionalmente.
En ese orden de ideas, lo que hacía particularmente interesante el estudio de la sentencia “Lochner” era su capacidad para ilustrar de manera vívida las tensiones entre el Estado liberal del siglo XIX y las nuevas formas de protección social que comenzaban a emerger en el siglo XX.
El célebre caso “Lochner” tuvo su origen en 1897, cuando la legislatura estatal de Nueva York promulgó una ley que establecía límites en el número de horas diarias y semanales que los pasteleros podían trabajar. Según dicha ley, se fijaba un tope de 10 horas al día y 60 horas a la semana como máximo permitido. Esta medida legislativa se fundamentó, en gran medida, en la incansable labor de los sindicatos y el movimiento socialista, que durante años habían abogado por poner restricciones a la “libertad de contratar” y garantizar la protección de los trabajadores ante los abusos de los empleadores. Además, se tomaron en consideración argumentos médicos que señalaban los problemas de salud a los que se enfrentaban los pasteleros debido a su labor, tales como inflamaciones pulmonares y bronquiales, reumatismo y calambres. De hecho, el preámbulo de la ley hacía referencia a motivos de salud como justificación para su promulgación.
En este contexto, Joseph Lochner, propietario de una pequeña panadería en Utica, al norte del estado de Nueva York, se vio acusado por algunos de sus empleados de violar la ley de 1897 al hacerles trabajar más allá de los límites establecidos. En 1899, los inspectores laborales impusieron a Lochner una multa de 25 dólares por dicha infracción, y en 1901, se le impuso otra multa de 50 dólares por la misma razón. Fue entonces cuando Lochner decidió desafiar la constitucionalidad de lo que se conoció como la “ley de los pasteleros”. La Corte Suprema de Nueva York respaldó la constitucionalidad de la ley, pero el caso llegó hasta la Corte Suprema federal.
Los abogados que representaban la causa de Lochner argumentaron ante la Corte Suprema federal en favor de la libertad de contrato entre empleador y trabajador. Además, cuestionaron la idea de que la ley estuviera realmente protegiendo la salud de los pasteleros, ya que alegaban que las condiciones de trabajo no eran tan adversas como en tiempos anteriores. También se señaló que la ley no tomaba en cuenta situaciones especiales en las que los pasteleros necesitaban trabajar largas jornadas para atender la demanda de sus clientes en festividades y eventos. Por último, se planteó de manera retórica el hecho de que la ley no ofrecía protección a las amas de casa que pasaban largas horas en la cocina preparando pasteles, pan y otros productos horneados típicos de Estados Unidos.
Por su parte, la defensa de la ley por parte de los abogados estatales fue débil e incluso desinteresada. En uno de sus argumentos más pobres, sostenían que la ley debía considerarse constitucional porque protegía a los pasteleros de su propia ignorancia al aceptar condiciones de trabajo perjudiciales para su salud.
El magistrado de la Corte Suprema, Rufus Peckham, asumió la responsabilidad de redactar la sentencia que proclamó la inconstitucionalidad de la ley de Nueva York que regulaba las horas de trabajo en las pastelerías. Peckham, en su calidad de ponente, concedió la razón a Joseph Lochner sustentando su argumentación en el principio de la libertad contractual, protegida por la Decimocuarta Enmienda de la Constitución.
Es irónico cómo la sentencia en cuestión ha evolucionado con el tiempo y se ha transformado en un ejemplo paradigmático de jurisprudencia considerada reaccionaria. La mayoría de los jueces de la Corte Suprema desestimaron el argumento que sostenía que la ley debía proteger a los pasteleros de su propia ignorancia y que las largas jornadas de trabajo eran perjudiciales para su salud. Aunque se reconocía que la labor de pastelero podía tener un impacto negativo en la salud, se argumentó que este impacto no era significativamente mayor que el que experimentaban en otras profesiones. La Corte planteó la cuestión fundamental de si el legislador tenía la autoridad para intervenir en todas las decisiones relacionadas con la relación laboral, basándose en la premisa de que “en casi todas las ocupaciones se afecta la salud”.
En cuanto a la supuesta ignorancia de los trabajadores, la Corte afirmó que esta no podía alegarse cuando la relación laboral se establecía entre adultos maduros y conscientes, capaces de determinar cuál era la mejor manera de ganarse la vida. Hasta ese momento, la Corte solo había aceptado limitaciones en las horas de trabajo cuando había evidencia directa de que estas afectaban negativamente la salud de los trabajadores.
Esta sentencia, en retrospectiva, refleja la tensión constante entre la regulación estatal y la autonomía individual, así como la evolución de la jurisprudencia a lo largo del tiempo. Lo que alguna vez se consideró una decisión legalmente sólida en su contexto histórico, hoy en día se percibe como un ejemplo de la interpretación legal conservadora y restrictiva de los derechos laborales y la intervención gubernamental en asuntos de trabajo.
El juez Harlan, quien ya había dejado constancia de su disidencia en el emblemático caso “Plessy versus Ferguson”, emitió un voto disidente en el caso “Lochner” que merece destacarse. Harlan hizo referencia a más de diez precedentes legales que, en su opinión, podrían haber respaldado la validez de la ley en cuestión. Argumentó fervientemente que la Corte Suprema debería haber mantenido la ley tal como estaba, incluso si parecía cuestionable desde un punto de vista sensato, ya que no se demostraba de manera concluyente que fuera incompatible con la Constitución.
Harlan puso un fuerte énfasis en el propósito de la ley, destacando que estaba diseñada para prevenir los abusos por parte de los empleadores hacia los pasteleros. Subrayó la difícil situación en la que se encontraban estos trabajadores, quienes se veían obligados a laborar en jornadas extensas debido a la presión ejercida por sus empleadores. Su disidencia se basó en la creencia de que la Corte debía ser cuidadosa al cuestionar las decisiones legislativas, especialmente cuando se trataba de leyes destinadas a proteger a los trabajadores y corregir desequilibrios en las relaciones laborales.
En resumen, el voto disidente de Harlan en el caso “Lochner” subrayó su opinión de que la Corte debía mostrar deferencia hacia la legislación laboral destinada a proteger a los empleados y corregir abusos por parte de los empleadores, incluso si la sabiduría de dicha legislación podía ser discutible. Esta postura reflejó su compromiso con la protección de los derechos de los trabajadores y la regulación gubernamental de las condiciones laborales.
Es irónico cómo a lo largo de la historia, las posiciones y argumentos que en su momento pudieron parecer conservadores o contrarios a la regulación estatal, ahora respaldan la necesidad de que los tribunales muestren deferencia hacia las decisiones de los actores políticos en asuntos relacionados con el resurgimiento del liberalismo económico. Esta paradoja ilustra cómo el contexto y las perspectivas cambian con el tiempo, y lo que una vez fue visto como una limitación a la intervención gubernamental, puede ahora ser interpretado como un respaldo a la autoridad de los legisladores y ejecutivos para tomar decisiones en función de las necesidades y urgencias del momento.
En el caso del “Lochner” y su disidencia, el juez Harlan abogó por la deferencia hacia la legislación laboral destinada a proteger a los trabajadores, aunque en su momento esto podría haber sido visto como una posición más conservadora. En la actualidad, este enfoque se asemeja a la idea de que los tribunales deben considerar con respeto y deferencia las decisiones de los actores políticos, especialmente cuando se trata de cuestiones relacionadas con el resurgimiento del liberalismo económico.
Este ejemplo ilustra cómo la interpretación y la aplicación de la ley pueden evolucionar con el tiempo y adaptarse a las cambiantes circunstancias políticas y sociales. Lo que se considera una posición progresista o conservadora puede variar según el contexto histórico y los valores predominantes en una sociedad en un momento dado. La jurisprudencia y la interpretación legal son dinámicas y reflejan la evolución de la sociedad y las prioridades cambiantes en diferentes épocas.
El equilibrio entre la ideología y lo que es justiciable se encuentra magistralmente abordado en el breve pero contundente voto de Holmes. Con un estilo literario impactante, Holmes sostuvo que la sentencia de la mayoría se basaba en una teoría económica, el laissez-faire, que no debía ser el fundamento de las decisiones del tribunal supremo. Argumentó que la Constitución no tenía la intención de respaldar una teoría económica particular y que el laissez-faire no era compartido por la mayoría de la nación.
Este enfoque de Holmes resalta la importancia de separar la ideología de las decisiones judiciales y enfocarse en la aplicación imparcial de la ley. Holmes argumentó que la Constitución debe ser interpretada de manera neutral y sin prejuicios ideológicos, reconociendo que las teorías económicas y las preferencias personales no deben influir en las decisiones judiciales. En lugar de adoptar una perspectiva ideológica, Holmes abogó por una interpretación más amplia y objetiva de la Constitución, que tenga en cuenta los principios fundamentales de justicia y equidad que son compartidos por la mayoría de la sociedad. Su voto destaca la importancia de mantener un equilibrio entre los principios constitucionales y las preferencias ideológicas en el proceso judicial.
Holmes no rechazó por completo la “libertad de contrato” como una categoría de análisis constitucional, sino que abogó por una forma de restricción en el uso de esas categorías. Holmes argumentó que los jueces deberían mostrar deferencia a las legislaturas y no invalidar leyes a menos que fueran “palpablemente en exceso de poder legislativo” o “completamente irrazonables y extravagantes en su naturaleza y propósito”. La principal diferencia entre Holmes y otros jueces disidentes, como Harlan, radicaba en su disposición a considerar evidencia empírica en casos de revisión judicial. Holmes argumentaba que no era necesario buscar investigaciones empíricas para demostrar que una ley era razonable en relación con la salud pública; en cambio, la simple lógica y el sentido común eran suficientes. Holmes sostenía que los jueces debían intervenir solo cuando se violaran principios fundamentales y reconocidos de la ley, y no solo porque una ley pudiera ser considerada mala política social.
En “Muller versus Oregon,” la Corte Suprema respaldó la ley de Oregón que limitaba las horas de trabajo de las mujeres en lavanderías a diez horas diarias. La defensa de Louis Brandeis se basó en una sólida evidencia médica que demostraba los efectos perjudiciales para la salud de las trabajadoras debido a las largas jornadas laborales. La Corte consideró que la regulación era razonable y estaba diseñada específicamente para proteger la salud de las mujeres, reconociendo la importancia de su papel en la reproducción y en la salud de la sociedad en general. Esta decisión reflejó una postura progresista en la protección de los derechos de las trabajadoras y la regulación laboral.
Sin embargo, en “Adkins versus Children’s Hospital,” la Corte se enfrentó a una regulación que establecía un salario mínimo en el Distrito de Columbia. A pesar de la evidencia médica y económica presentada en apoyo a la regulación, cinco jueces de la Corte se opusieron a ella, argumentando en favor de la libertad contractual. Oliver Wendell Holmes emitió un voto disidente, enfatizando que el contrato no estaba mencionado en la Constitución y que no merecía una protección especial. Además, citó numerosos precedentes en los que la Corte había respaldado regulaciones económicas en diversos ámbitos.
Estos casos reflejan las tensiones y cambios en la jurisprudencia de la Corte Suprema en relación con los derechos laborales y la regulación económica. Aunque “Muller” respaldó la regulación laboral en beneficio de las trabajadoras, “Adkins” adoptó una postura más conservadora y enfocada en la libertad contractual. La interpretación de la Constitución y la protección de los derechos laborales continuaron siendo temas controvertidos en las décadas siguientes, con un impacto significativo en la legislación y las políticas laborales en Estados Unidos.
Posteriormente, de manera consecuente con la crisis económica y las regulaciones gubernamentales motorizadas por la Administración Roosevelt resultó abandonada la doctrina de Lochner. El presidente Roosevelt utilizó el caso “Lochner” como ejemplo de la oposición de los jueces al progreso social ya que, en esos años, como ya se ha comentado, la Corte declaró inconstitucionales leyes que regulaban el salario mínimo, el trabajo infantil, la actividad bancaria y las industrias del transporte. Es interesante observar cómo durante cierto período en la historia de la jurisprudencia de los Estados Unidos, hubo una tendencia hacia el retroceso en el control judicial de la actividad gubernamental, particularmente en lo que respecta a la legislación económica. Esto se reflejó en las opiniones de varios juristas y jueces prominentes, incluyendo a Oliver Wendell Holmes, Louis Brandeis, Roscoe Pound, Karl Llewellyn, Benjamin Cardozo, Robert L. Hale y Felix Cohen. Durante esta época, la visión predominante era que los tribunales no debían invalidar la legislación por motivos de oportunidad política. En otras palabras, los jueces no debían reemplazar su juicio político por el del cuerpo legislativo elegido por el pueblo. Esta perspectiva se alineaba con la noción de que las decisiones de política pública debían dejarse en manos de los representantes electos y no ser objeto de una revisión judicial excesiva. Un ejemplo destacado de este cambio de paradigma se produjo en el caso “West Coast Hotel Co. v. Parrish” en 1937, en el que la Corte Suprema revirtió su enfoque anterior en la revisión de legislación económica. En ese caso, la Corte decidió a favor de la constitucionalidad de una ley estatal que establecía un salario mínimo para las trabajadoras, abandonando la doctrina anterior de “libertad de contrato” que había llevado a la invalidación de leyes similares en el pasado. Este cambio en la jurisprudencia reflejó una evolución en la forma en que se percibía el papel de los tribunales en la sociedad y en la protección de los derechos económicos y sociales de los ciudadanos. En lugar de considerar que los tribunales debían ser guardianes rígidos de la libertad contractual y la propiedad, se empezó a valorar más la capacidad del gobierno para regular en beneficio del bienestar público y la igualdad económica.
El caso “United States v. Carolene Products Co.” (1938) marcó un hito en la jurisprudencia de la Corte Suprema de los Estados Unidos al reflejar la creciente deferencia hacia la legislación socioeconómica y la adaptación de la Constitución a las cambiantes condiciones sociales y económicas. En este caso, la Corte afirmó que no declararía inconstitucional una regulación socioeconómica a menos que careciera de una base racional, lo que se conoce como el estándar de revisión racional. Esta decisión reflejó la idea de que los tribunales debían mostrar una mayor deferencia a las decisiones legislativas en asuntos socioeconómicos y que no debían intervenir a menos que no hubiera una justificación razonable para la regulación. Esta perspectiva se alineaba con la noción de que la interpretación evolutiva del texto constitucional era esencial para adaptar la Constitución a las cambiantes realidades sociales y económicas.
Desde ese entonces, la jurisprudencia no iba a declarar inconstitucional una regulación socioeconómica por falta de adecuación entre el medio elegido y los fines perseguidos, a menos que dicha regulación careciera de toda base racional.