El financiamiento de la investigación en humanidades

El CONICET y la importancia de la soberanía cultural

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El CONICET en debate: Ciencia,
El CONICET en debate: Ciencia, productividad y desarrollo frente a los desafíos de la Argentina que viene (Archivo DEF)

Durante la campaña electoral, el entonces candidato presidencial, Javier Milei, advirtió sobre la posibilidad de **privatizar el CONICET en caso de ser electo. El argumento era bastante simple: si lo que los investigadores y becarios realizan dentro de la institución es valioso socialmente, entonces encontrarán financiamiento privado para continuar realizándolo.

Ante tal reflexión, varias voces del sistema científico reaccionaron explicando públicamente que la capacidad de concitar financiamiento privado no es un buen indicador para evaluar el valor social de una investigación. Esto es así por varias razones (aquí basta mencionar solamente dos). En primer lugar, existen investigaciones valiosas, con aplicaciones muy concretas en términos sociales y qué no son lucrativas. Imaginemos, por ejemplo, el desarrollo de tratamientos para enfermedades que afectan especialmente a los sectores empobrecidos de la sociedad o el relevamiento del impacto de ciertos herbicidas en la salud y el ambiente. En segundo lugar, los avances en ciencias básicas o excesivamente abstractas pueden tener un impacto práctico enorme. Sin embargo, no es razonable esperar que actores privados absorban el riesgo de financiar investigaciones más básicas y abstractas que podrían no derivar en ninguna aplicación rentable. La dinámica científica es así. No puede saberse de antemano qué físico teórico, por usar una imagen trillada, está ahora mismo desarrollando una idea que derivará en un futuro éxito productivo. La historia de la ciencia tiene incontables ejemplos en esta dirección.

Atento a estas posiciones, Milei cedió en su libertarianismo y reconoció que el CONICET debía volver a sus orígenes y centrarse en las ciencias aplicadas y “ciencias duras” (sic). Cualquier persona con una formación básica en epistemología advierte que la distinción tajante entre ciencias blandas y duras es problemática. Las fronteras entre estas categorías son bastante borrosas. De hecho, en muchos casos, los mejores avances son aquellos llevados adelante por profesionales que no respetan esta ficticia división y se inmiscuyen en asuntos “del otro lado de la frontera”.

Pero creo que podemos concederle al presidente electo que se entiende a lo que está haciendo referencia. El problema del CONICET no serían los matemáticos, biotecnólogos, físicos, químicos, biólogos, ingenieros de toda cepa y otros científicos “duros” (más o menos propensos a saltar los límites disciplinares) si no quienes se dedican a las ciencias sociales y a las humanidades. Investigadores y becarios cuyos avances no tendrían un valor social, ni siquiera indirecto. Quienes defienden públicamente el CONICET aparecen algo incómodos ante la pregunta por el financiamiento estatal de la investigación en humanidades (de aquí en más, sólo hablaré de humanidades, pero entiendo que esto incluye a muchas investigaciones que se desarrollan dentro del, también difuso, campo de las ciencias sociales).

Es necesario dar cuenta ante la ciudadanía sobre porqué una parte de sus impuestos son destinados a financiar investigaciones sobre, por ejemplo, Santo Tomás de Aquino, antropología jurídica, historia antigua, lenguaje inclusivo, republicanismo, populismo o Batman. Todos estos temas pueden ser muy interesantes, pero ¿por qué debe pagarlo una persona que no tiene interés en ellos a través del IVA o del Impuesto a las Ganancias? ¿Hay alguna razón para financiar la curiosidad y la formación especializada en humanidades, tal como parece haberla para financiar ciencias duras? Voy a argumentar que sí. Pero antes, quiero descartar algunas respuestas que obviamente no funcionan.

No funciona apuntar hacia otros sectores del Estado que, en términos presupuestarios, deberían ponerse primero en discusión (por ejemplo, la injusticia contributiva por parte de sectores del poder judicial). Esto puede ser cierto, pero aún no explica por qué vale la pena financiar la investigación en humanidades. Tampoco funciona apelar al financiamiento que las humanidades tienen en otros países. Normalmente, los países a los que se hace referencia en la comparación son desarrollados y no atraviesan una profunda crisis económica, pero incluso si ese no fuera el caso, bien podrían estar equivocados. Después de todo, hay políticas de países desarrollados que no quisiéramos adoptar (por ejemplo, el mantenimiento de familias reales o incursiones belicistas en otros países).

¿Por qué debe financiarse la investigación en humanidades? Muchas veces se apunta al modo en que estas disciplinas moldean nuestra forma de conceptualizar el mundo y de pensarlo críticamente. De esta contribución se sirven constantemente las ciencias en general y las políticas públicas.

Esta es una función valiosa, pero podría argumentarse que no justifica un financiamiento estatal en el marco del CONICET a la par de las ciencias duras. Quizás, bastaría que esas investigaciones se desarrollen en las universidades. Esto, claramente, es simplemente posponer el debate. Una vez que se pone en cuestión el financiamiento estatal de las humanidades, no importa demasiado cual es la institución en la que se realiza la investigación así financiada.

La razón central por la que creo debe financiarse la investigación en humanidades es porque la soberanía cultural es valiosa. Es valioso abordar y pensar nuestros problemas críticamente, producir conocimiento (historiográfico, sociológico, literario, jurídico, filosófico, antropológico, estético, pedagógico, político y teológico) desde nuestro país y no adoptar pasivamente ideas enlatadas y coordenadas establecidas en los grandes centros de producción académica extranjeros.

Existen dos maneras de avanzar en ese objetivo. Una manera es a través del financiamiento estatal de una elite meritocrática de investigadores y becarios, cuyo trabajo se somete a revisiones permanentes por parte de otros académicos prestigiosos y que están en constante discusión con los miembros de otros centros de producción de conocimiento del mundo. Otra manera es desfinanciando esas investigaciones y esperando que en su tiempo libre las personas se encarguen de esa tarea. No puedo afirmar que esta segunda opción no se haya adoptado en el pasado y que, a pesar de la ausencia de financiamiento estatal, no haya habido profesionales que se encargaron de producir conocimiento académico en humanidades. En todo caso, lo que se discute son las condiciones más propicias para que se produzca ese conocimiento.

Por supuesto, reconocer el valor de la soberanía cultural no implica adoptar posiciones esperpénticas sobre investigaciones “propiamente nacionales”. Tal cosa no existe. Fue adoptando un criterio estrictamente de excelencia y permitiendo un gran abanico de investigaciones de lo más diversas que el CONICET haya parido resultados académicos de fuste, que nos permiten pensar nuestra realidad e iluminar la de otros lugares (pienso en análisis historiográficos sobre la clase media, en ensayos sobre género y pobreza, en protocolos de triaje durante la pandemia, entre muchos otros).

Es valioso producir conocimiento historiográfico,
Es valioso producir conocimiento historiográfico, sociológico, literario, jurídico, filosófico, antropológico, estético, pedagógico, político y teológico

Si establecemos que la soberanía cultural es un objetivo valioso, podemos discutir acerca de las fuentes de financiamiento y de la importancia relativa de ese objetivo frente a otros (especialmente, claro está, en contexto de crisis económica). Aquí, bien podría entrar en consideración el impacto mínimo del financiamiento de las humanidades dentro del CONICET, en el PBI y su destacada performance en términos de producción científica (en materia de formación de recursos humanos, ponencias, cursos ofrecidos y papers publicados en revistas especializadas).

En relación a las fuentes de financiamiento, me interesa concluir con una propuesta inspirada en el modelo adoptado para el INCAA (organismo que, al igual que el CONICET, fue creado en 1958). La principal fuente de ingresos del INCAA es el Fondo de Fomento Cinematográfico, creado mediante la ley 24.377, que se compone de la recaudación de una serie de impuestos a entradas de cine, venta de DVDs, canales de televisión y cableoperadores. El objetivo del instituto es fomentar la producción audiovisual argentina. A veces, eso redunda en la creación de éxitos taquilleros, pero no siempre es el caso, ni debería serlo. Existe un sano equilibrio entre el éxito comercial, el interés del público argentino y la importancia de narrar cinematográficamente historias que reflejan nuestra diversidad cultural.

Análogamente, podría pensarse en un Fondo de Fomento de Ciencias Sociales y Humanidades que financie (al menos, parcialmente) la investigación en esas áreas y que se componga de impuestos relativos a ese tipo de producción: impuestos al consumo de libros físicos y virtuales de ciencias sociales y humanidades, impuestos a la exportación de bienes literarios al exterior.

Por supuesto, esta idea requiere de un análisis impositivo detallado que excede por mucho estas líneas. Simplemente, la señalo como una opción creativa (y atractiva en términos de la distribución equitativa de las cargas de financiamiento) para responder al objetivo de producir conocimiento académico en el área de humanidades y ciencias sociales. Ahora bien, toda esta reflexión solo tiene sentido si se reconoce el valor de dicho objetivo y existe una vocación estatal por promoverlo. Es precisamente esto lo que se vislumbra ausente en la burda concepción mercantilista de las actividades humanas que promueve el oficialismo.

Esta nota tiene como única finalidad recordar el valor de la investigación social y humanística en Argentina, usualmente destratada en el debate público, incluso por quienes se oponen al vaciamiento y ahogamiento presupuestario en curso de la principal institución de ciencia y técnica de nuestro país.

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