El cardenal argentino Víctor Fernández se ha estrenado como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe con una audaz innovación que abre nuevos caminos de desarrollo pastoral en la Iglesia católica. Se trata de la declaración Fiducia Supplicans (la confianza suplicante), que ha despertado un revuelo inusitado al autorizar impartir -aunque en ciertas condiciones- las bendiciones usuales en la religiosidad popular a las parejas irregulares y homosexuales.
El documento no deroga ninguna verdad de fe y su formulación es clara y precisa, sin permitir que este tipo de bendiciones terminen canonizando un remedo de matrimonio, pero la invitación disciplinar que contiene (como ha sucedido siempre que se han iniciado cambios profundos) choca con una interpretación rigorista y jurídica de la idea tradicionalmente aceptada de que una situación objetiva de pecado no puede ser bendecida por Dios, y esto es lo que ha causado el consiguiente escándalo.
Sin embargo, la medida ni es obligatoria ni contradice ningún principio moral y religioso, y menos es una aquiescencia al pecado, sino que con un fundamento en el sentir evangélico signado por la misericordia, expresa una mayor sensibilidad respecto de las personas cuyo modo de vida se encuentra en contradicción con ellos, y necesitadas de ser atendidas por estar padeciendo una relación conflictiva en su condición de creyentes.
Aunque el estruendo fue llamativamente ruidoso, incluso al punto de requerir una nota aclaratoria del documento, la verdad es que tampoco es para sorprenderse, si se tienen en cuenta varios conceptos que el mismo texto contiene y algunos antecedentes que merecen aquí recordarse brevemente. Entonces, ¿cómo explicar el desconcierto y la oposición que ha suscitado en un gran número de países, incluso en algún sector de la propia jerarquía eclesiástica?
Poco tiempo atrás comenté en este mismo sitio (¿Por qué Víctor Manuel Fernández en el Vaticano?, 15 de julio de 2023), la igualmente controversial designación del prelado, en la que ya pueden rastrearse, sin embargo, de una manera anticipada algunos conceptos que proporcionan ciertas claves interpretativas del documento y permiten una mejor inteligencia del mismo.
En este sentido, la declaración constituye un desarrollo coherente en el pontificado del papa Francisco, que ha planteado una mirada refrescante y en cierto modo nueva del mensaje evangélico, en procura de activar una Iglesia católica que atraviesa momentos críticos en un escenario social signado por un proceso de secularización (prescindencia de las realidades sobrenaturales en la vida social) y el surgimiento de espiritualidades sintéticas de laboratorio (como la New Age) ajenas al cristianismo e inspiradas en las antiguas religiones precristianas.
En esa ocasión mencioné que en la carta con que el Pontífice quiso acompañar el nombramiento de Fernández, late la misma vocación aperturista propia del Concilio Vaticano II, que ha retomado con vigor el actual pontífice y que se caracteriza por preferir usar la medicina de la misericordia antes que una severidad acaso innecesaria, inútil o estéril, que no siempre redunda en el bien de las almas, y que más de una vez ha terminado por desmerecer e incluso ocultar el espíritu genuinamente evangélico.
En el panorama contemporáneo de la Iglesia católica se descubren las huellas de una laxitud donde se empequeñece la dinámica de la fe, pero también las de un oculto jansenismo, consistente en un rigorismo moral negador de la libertad humana que deja en penumbras a la persona (en este caso a los fieles necesitados de ayuda) y que el papa por distintos medios se ha esforzado por superar, sin que hasta el momento haya sido bien comprendido. La incomprensión de este documento no constituye entonces sino un ejemplo de un escenario más general.
Para advertir la naturaleza que es propia de este proceso hace falta emprender un camino arduo que requiere una gran honestidad, humildad y sobre todo una primacía del amor. Es con estos instrumentos que los cristianos pueden comenzar entonces a tener una mirada introspectiva sobre sí mismos y un reconocimiento del alma que tal vez pocos estén dispuestos a recorrer, pero que resulta necesario para una verdadera y profunda reforma de la Iglesia según el querer de Francisco, que continúa el camino abierto por la dinámica conciliar.
En esta misma dirección puntualicé con motivo de la promoción del cardenal Fernández, que ella señalaba un cambio pastoral profundo en un área tan sensible como lo es nada menos que la ortodoxia en la comunicación de la fe y la moral católicas, ambas constitutivas de un núcleo central del cristianismo, también sujeto a deformaciones tanto integristas como progresistas.
Sin remover una coma de las verdades de siempre, pero con una mirada propia y original, Francisco apunta a cumplir con el mandato histórico de la Iglesia en todos los tiempos de mantener e incluso recuperar en un mundo indiferente y hostil la frescura original del Evangelio. La declaración ratifica ese camino y constituye una muestra de que los hechos han confirmado las enunciaciones programáticas del pontificado. Pero esto no ha sido todavía asimilado por una gran parte de la comunidad de los fieles, incluyendo ciertos estratos jerárquicos.
El impacto de la declaración muestra que el papa todavía no ha logrado remover tradiciones religiosas que, ancladas en factores culturales, impiden la plena comprensión de su programa. Con audacia, Bergoglio apunta a abandonar prácticas instaladas según su propia inercia aún en los lugares más altos. No se trata de cambiar la doctrina, sino de asumir una nueva sensibilidad.
La resistencia ofrecida por el quedantismo es un indicio de que existen aún muchas mentalidades renuentes a dar paso a una revitalización que intenta explorar aires frescos en una institución bimilenaria. Los motivos de ambos necesitan también ser comprendidos.
Es una actitud que requiere despojarse de incrustaciones culturales muchas veces inadvertidas que ya poseen siglos de supervivencia, pero que ante el cambio de las condiciones de la posmodernidad ya no reflejan tan adecuadamente el sentir genuinamente evangélico. Sin embargo, entre las nubes, en la Iglesia siempre se ve brillar el sol de la esperanza.