El presidente sigue profundizando peligrosamente su culto a la intransigencia: un discurso duro, que reduce la realidad a “blanco y negro”, y que en nombre de una proclamada cruzada para salir de la “decadencia” no reconoce matices ni disidencias.
Desde el punto de vista conceptual y metodológico, Javier Milei parece sintonizar con una lógica de “todo o nada” fundada en una forzada interpretación del resultado electoral. En otras palabras, en la idea de que el contundente apoyo en el ballotage le otorgó una legitimidad sin precedentes que lo habilita a exigir el acompañamiento irrestricto de la sociedad, la rendición sin condiciones de opositores y críticos, el desdén por los acuerdos y negociaciones, y el rechazo a los equilibrios institucionales.
Una lógica que esta semana quedó expuesta con meridiana claridad durante la primera semana de sesiones extraordinarias en el Congreso de la Nación. Un poder legislativo a quien Milei le dio simbólica y políticamente la espalda desde el inicio mismo de su gestión, erigiéndolo como paradigma de la “casta empobrecedora”, y que en este tórrido verano político es el escenario privilegiado donde se pone a prueba el programa de profundas reformas encarado por el líder libertario.
Tras el controvertido decreto de dudosa “necesidad y urgencia”, y antes del envío formal del proyecto de ley “ómnibus”, el presidente dedicó varios pasajes de algunas entrevistas exclusivas en televisión y la mayor parte de su mensaje de fin de año en cadena nacional para fustigar al Congreso, advirtiendo que un rechazo a las propuestas implicaría no solo una reacción corporativa de los legisladores que se resisten a perder sus privilegios, e invocando incluso -sin pruebas- el fantasma de las coimas y sobornos.
Está claro que la coyuntura beneficia al gobierno, y que la quiere aprovechar. No hay que ser un observador muy avezado de la política vernácula para saber que en esta batalla dialéctica de legitimidades, el Congreso corre con la desventaja de ser una de las instituciones democráticas con peor imagen y menores niveles de confianza ciudadana. A ello se le suma un peronismo aún aturdido por el fulgurante ascenso de Milei, una oposición muy fragmentada que ni siquiera inició el proceso de reformulación de liderazgos, y la percepción generalizada en la mayoría de los actores políticos de que la extrema fragilidad económica y social exige -al menos por el momento- cierto nivel de moderación a fin de evitar una potencial catástrofe.
Sin embargo, lo que está ocurriendo por estos días en el Congreso da cuentas de que la metodología de empujar y presionar anclada en una visión de que el respaldo en las urnas representa un núcleo duro de apoyo, entraña serias limitaciones: los votos obtenidos en el ballotage no deberían ser asimilados acríticamente con aquellos cosechados en las PASO o en la primera vuelta.
Lo que el presidente parece considerar un contundente respaldo para avanzar en su “revolución liberal” -el 56% de los votos- está lejos de ser un conjunto homogéneo ni un rebaño que acompaña instintivamente a su pastor. Y, aunque al oficialismo no le guste, con todas sus limitaciones, distorsiones, “luces y sombras”, es en el Congreso donde se refleja esa diversidad y heterogeneidad. No solo en términos de la clásica división entre gobierno y oposición, sino incluso hacia el interior de sectores que hasta hoy podrían ser considerados aliados, como el PRO.
Una limitación que recrudece a la luz de un mega proyecto de ley que supera los 650 artículos, en los que se mezclan la “Biblia y el calefón”. Una decisión incomprensible que supedita la aprobación de algunos temas centrales para su programa económico -como el paquete impositivo- a la discusión de otros temas tan diversos y polémicos como los dispositivos de la política cultural, la política pesquera, los hidrocarburos, o los medicamentos, entre tantos otros tópicos que abren frentes de conflicto que traspasan las líneas divisorias entre aliados y opositores.
Si ni siquiera en el Senado el oficialismo consiguió esta semana construir consensos en torno a la boleta única de papel, una iniciativa que ya contaba con media sanción de diputados y que más allá de algunos matices no suscita grandes polémicas, el panorama en Diputados luce mucho más complejo, como se reveló durante la polémica conformación de las comisiones. Sobre esto último, habrá que estar atentos, ya que habiéndose asegurado el oficialismo y aliados la mayoría en las comisiones a los que fue girado el megaproyecto, el terreno de la disputa muy probablemente se traslade al mismo recinto. Dicho en otros términos, las comisiones podrán seguramente emitir un dictamen mayoritariamente favorable a la iniciativa, pero para bajar al recinto tendrá que construir consensos más amplios.
Lo cierto es que la reticencia a negociar, sumada a la debilidad parlamentaria, no solo en términos cuantitativos sino también en lo que respecta a interlocutores experimentados y con respaldo oficial para la construcción de acuerdos, plantea serios interrogantes con respecto a la aprobación de la ley y también sobre los exiguos tiempos que se planteó Milei. Y, como se sabe, el tiempo no es un tema en absoluto menor para un presidente que hoy cuenta con altos niveles de aprobación que probablemente comenzarán a horadarse conforme se experimenten las consecuencias más palpables de la crisis.