Los Decretos de Necesidad y Urgencia son instrumentos legislativos previstos en nuestra Constitución Nacional, y de hecho utilizados por poderes ejecutivos en varios países, para abordar situaciones urgentes que permiten al jefe de Estado legislar en circunstancias excepcionales, limitando su vigencia y prohibiéndoselo en materia penal, tributaria, electoral o de régimen de los partidos políticos. Este mecanismo prevé además la posibilidad del rechazo del DNU por el Congreso Nacional, o ser reputado como inconstitucional por la Corte Suprema de Justicia de la Nación, controlando la existencia del estado de necesidad y urgencia, tal como en el caso Verrocchi y el de Consumidores Argentinos, Asociación para la Defensa, Educación e Información del Consumidor. Esta necesidad y urgencia como presupuesto fáctico de excepcionalidad que justificaría el DNU debería manifestar la existencia y razonabilidad, no de la conveniencia del Poder Ejecutivo, sino de la imposibilidad por fuerza mayor que impida dictar la ley mediante el trámite ordinario previsto por la Constitución; o que la solución legislativa sea de una urgencia tal que deba resolverse inmediatamente por ser incompatible con los plazos normales del trámite.
Así, juristas nacionales e internacionales justifican esta excepcional delegación legislativa al ejecutivo por la necesidad de una rápida adaptación a las circunstancias cambiantes que demanden una urgente solución; previendo, como afirma Julio Maier, que la declaración de la emergencia no es una licencia para ejercer arbitrariamente el poder, y observando, como indica Carlos Nino, que el control judicial y legislativo es esencial para mantener la constitucionalidad de tales decretos. Tal como declara María Angélica Gelli, la utilización de los DNU debe ser coherente con los principios constitucionales y sujetarse a un escrutinio cuidadoso por parte del poder legislativo y judicial.
No obstante, y aún bajo estas condiciones, los DNU plantean interrogantes éticos fundamentales en su legitimidad y transparencia para una democracia republicana, porque si bien la necesidad puede ser determinada objetivamente, no así la evaluación de la urgencia, siendo más subjetiva, pero debiendo ser justificada objetivamente para evitar omitir ex profeso el proceso legislativo.
Y aquí el principio de proporcionalidad resulta central para la legitimidad ética de los DNU, y más cuando comprenden una crítica carga legislativa o severo impacto estructural, debiendo la gravedad de las medidas adoptadas ser necesarias y adecuadas en relación con la urgencia alegada y el fin perseguido, evitando abusos de poder. Porque la desproporción en la derogación o modificación de leyes por DNU puede generar inestabilidad jurídica, vacío legal y desconfianza en las instituciones. Siguiendo a John Stuart Mill, las leyes son el resultado del consenso y la deliberación racional, por ello su derogación debe seguir un proceso que garantice la trasparencia y participación democrática.
Por ello, la ética de la urgencia en los DNU reside, en palabras de Ronald Dworkin, en el requerimiento de una justificación razonada e imperativa que demuestre la exigencia inmediata de la acción frente a una situación de suma criticidad y que el impacto de la medida sea proporcional a la emergencia afrontada.
Su límite ético radica en evitar, como afirman Martha Nussbaum y Anthony Appiah, que las medidas excepcionales socaven los derechos fundamentales o menoscaben la dignidad de las personas.
Ahora bien, aún cuando el resultado positivo de la derogación o modificación de un gran número de leyes mediante los DNU pueda ser beneficiosa para resolver una gravísima situación económica y social, la evaluación ética de la urgencia no sólo se basa en los resultados bajo el mencionado criterio de proporcionalidad, sino también en los procesos decisorios. Y ello es porque la participación ciudadana es un pilar ético fundamental en un sistema democrático, debiendo estos DNU poseer algún mecanismo reforzador, como indica Amartya Sen, que lo legitime mediante un consenso social razonable y expeditivo.
Este mecanismo otorgaría predictibilidad y estabilidad al marco legal, resolviendo además la discusión sobre si la ética debe centrarse en los procedimientos o en los resultados. La primera, donde el juicio de una acción depende del procedimiento y cuya legitimidad ética se deriva de seguir reglas y principios justos y equitativos, independientemente de los resultados. La segunda, conocida como consecuencialismo, juzga la acción en función de sus resultados y cuya prioridad está en función de su impacto final, independientemente de cómo se lo haya logrado.
En términos de urgencias, en los DNU que buscan rápidamente maximizar el bienestar o minimizar el sufrimiento, los resultados positivos claramente tienen prioridad, ya que es el impacto en las personas o en el bienestar general lo que importa. No obstante, cuando se trata de serias reformas estructurales, sujetar ese DNU a cierta forma de escrutinio público asegura que los resultados favorables sean acompañados por la legitimidad de los procedimientos, dado que, como dice Alexander Bickel, estos son los resortes que conectan la libertad individual con el bienestar colectivo asegurando que las soluciones a los problemas no sean arbitrarias.
Ahora bien, cumplidos estos requerimientos legales y éticos, todo obstáculo a un DNU radica en meras barreras ideológicas y agendas partidarias que convierten la política en un poder aferrado a sí mismo para satisfacer intereses individuales o partidistas que cercenan el progreso de los pueblos y tergiversa el propósito original de la política como medio para alcanzar el bienestar colectivo. En este contexto de corrupción política, donde se prioriza la retórica sobre la evidencia y la politización de la gestión pública sobre el profesionalismo y la meritocracia, el Estado deviene en botín y refugio para la impunidad, y los representantes en élites cuya desconexión con la ciudadanía socava la confianza en las instituciones y limita la capacidad de la política para impulsar un desarrollo genuino y sostenible. Como expone Francis Fukuyama, cuando el alistamiento o la lealtad política prevalece sobre la competencia y eficiencia en la toma de decisiones, se socavan insidiosamente los cimientos del progreso social, económico y cultural.
Siendo entonces el caso donde la política se haya convertido en parte del problema, para superar este obstáculo y estado de atrofia nacional, se necesita un enfoque integral donde las reformas estructurales estén orientadas, como subrayan Hernando de Soto y Amartya Sen, al fortalecimiento de instituciones gubernamentales, al fomento de la transparencia y la rendición de cuentas, a restaurar la confianza y la participación ciudadana activa, así como a la promoción de la inversión en capital humano para el desarrollo y la prosperidad. Esto, sumado al incentivo del surgimiento de líderes políticos con un fuerte compromiso ético y moral, capaces de poner los intereses colectivos por encima de sus agendas personales o partidarias, cuya enseñanza por la ejemplaridad sea la forma de transmitir valores, es esencial para un cambio significativo en la política.
Este problema no es nuevo, y así lo atestiguan casos bíblicos, como los reinados de Jeroboam y Roboam (Reyes I:12-14) o el de Ajab e Izebel (Reyes I:16-22), entre otros, donde la política o el ejercicio del poder se convirtieron en obstáculos para el progreso y bienestar del pueblo, por corrupción, intereses personales y abusos. Desde allí y hasta José Ingenieros, sigue vigente y más agudamente en la actualidad, la enseñanza de este filósofo donde toda vez que se reemplaza el ideario por bastardeados apetitos, la vida pública se abisma en la inmoralidad y la violencia, sin que pueda existir moralidad en la nación mientras las personas se alivianen de méritos.