Un cambio copernicano

El gobierno de Javier Milei propone un proceso de reformas de vasto alcance para terminar en el menor tiempo posible con el populismo económico y la decadencia

Milei lanzó un ambicioso programa de reformas

El presidente Javier Milei ha lanzado un ambicioso programa de reformas que tienen como eje la reducción del agobiante peso del Estado sobre la vida de las personas y las empresas, la desregulación de la economía, la promoción de la libertad individual y la garantía del orden y del respeto de la ley.

Es indudable que el sentido general de esas reformas fue respaldado en las urnas. Si bien en las elecciones de doble vuelta la cifra más significativa para evaluar el apoyo popular a un candidato es la obtenida en la primera vuelta, en la que Milei obtuvo alrededor del 30% de los sufragios, puede estimarse que la mayor parte de los votantes de Juntos por el Cambio, aunque discrepen con el estilo y algunos aspectos de las iniciativas del actual oficialismo, coinciden en el núcleo central de las modificaciones legislativas planteadas. Estas fueron hasta ahora canalizadas a través de dos vías: un DNU y un proyecto de ley. Esta ha sido llamada “ómnibus”, por la extensión y variedad de cuestiones que abarca, pero lo mismo podría decirse del mencionado decreto.

En cuanto al DNU, era esperable el frontal rechazo del kirchnerismo y de la izquierda. Otros sectores políticos han señalado su coincidencia respecto de la generalidad del contenido, pero han expresado reparos acerca de la vía elegida, ya que entienden que no se verifican los supuestos de extrema urgencia que habilitan el uso por parte del presidente de atribuciones legislativas. Sin negar el fundamento de esas observaciones, y dejando sentado que siempre he considerado que los DNU deben ser de aplicación extraordinaria y de interpretación sumamente restrictiva, creo que en esta oportunidad la Argentina atraviesa una emergencia de una magnitud tal que exige actuar con decisión y celeridad, sin que quepa esperar el tiempo que necesariamente insumen los procedimientos parlamentarios. El Congreso, a su turno, determinará si aprueba o rechaza ese decreto, conforme las previsiones de la ley 26122.

Respecto del proyecto de ley ómnibus, solo mencionaré algunos puntos de un temario tan amplio y diverso que no puede ser analizado en poco tiempo. Así, veo con agrado que se propone transferir la denominada “Justicia Nacional” a la Ciudad de Buenos Aires. Este es un claro mandato constitucional a partir de la reforma de 1994 que determinó que la Ciudad de Buenos Aires tendría un régimen de gobierno autónomo. En fallos de los últimos años, la Corte Suprema ha interpretado que la autonomía porteña es equivalente a la de las provincias y que debe tener, como estas, sus propios tribunales que apliquen los códigos de fondo. Ese proceso se fue dando parcialmente en materia penal, por medio de convenios entre Nación y Ciudad. Es hora ya de generalizarlo, con la transferencia de los recursos correspondientes, como manda nuestra Constitución Nacional (arts. 129 y 75 inc, 2).

Las modificaciones proyectadas al Código Penal tienden a favorecer el derecho constitucional de transitar libremente, así como a proteger a las fuerzas de seguridad que intervengan, en el marco de la ley, para impedir la consumación de delitos. Son reformas en consonancia con la nueva política en materia de cortes de calles y piquetes, que no hacen otra cosa que poner en práctica la vigencia plena de la Constitución y las leyes, desterrando el “viva la Pepa” que se encierra en esa infeliz expresión de que no se puede “criminalizar la protesta social”. En una República, quienes “criminalizan” son los legisladores, mediante el Código Penal. A los jueces y a las fuerzas encargadas de velar por el orden, solo les cabe aplicar la ley.

Se trata de algo tan simple como respetar los derechos del prójimo, piedra angular de toda sociedad. El “alterum non laedere” que ya los antiguos romanos tan claramente lo expresaban con su laconismo habitual.

La supresión de las PASO es también, aunque no se la suela considerar de esa forma, un ingrediente de la política de desestatización, porque representa una indebida injerencia del Estado en la vida de los partidos políticos. La boleta única de papel, tan reclamada desde hace mucho tiempo, garantiza la transparencia y minimiza la posibilidad de maniobras que obstaculicen la libre expresión de la voluntad popular.

De más dudosa conveniencia es la aplicación del sistema electoral de circunscripciones uninominales. Si bien este régimen se aplica en los países anglosajones, no se puede trasladar mecánicamente a países de otra tradición. Los argumentos que se esgrimen en general a favor de este sistema, como el de mayor cercanía entre representante y representado, deben balancearse con sus flancos negativos: la posibilidad de abusos en el diseño de las circunscripciones (“gerrymandering”) y de otorgarle una amplia mayoría de bancas a un solo partido, si este triunfa, aunque sea por pocos votos, en la generalidad de los distritos. No hay ningún sistema electoral perfecto.

Todos tienen ventajas y desventajas. Es un tema que debe examinarse con mucho cuidado y su modificación debería ser el fruto de un amplio consenso. Es lo que quiere la Constitución cuando impide que la materia electoral sea objeto de los DNU y cuando determina que las leyes respectivas deberán contar con una mayoría calificada (mayoría absoluta de la totalidad de los miembros de cada Cámara).

También deben ser objeto de un cuidadoso escrutinio las múltiples delegaciones que el proyecto prevé. Aunque la emergencia es evidente y abarca múltiples áreas, el Congreso es, en nuestra Constitución, el órgano competente para legislar.

La delegación de facultades es inevitable en el mundo moderno, pero dentro de ciertos parámetros, extremadamente rigurosos. En este punto siempre es bueno tener presente la sabia y saludable norma plasmada en el art. 29 de la Carta Magna. En una República de iguales, nadie puede arrogarse la suma del poder público.

Por último, el camino elegido, de una ley ómnibus, refleja la intención del Poder Ejecutivo de proponer, desde el inicio de su gestión, un proceso de reformas de vasto alcance, que termine en el menor tiempo posible con el populismo económico y la decadencia. Es una señal política loable. No obstante, la necesidad de aprobar el paquete “in totum”, por sí o por no, puede tener efectos adversos a la hora de sumar apoyos legislativos. Sin duda, los bloques más constructivos y responsables del Congreso encontrarán la forma de sortear ese escollo y facilitar el drástico cambio de rumbo que fue votado por la ciudadanía.