En apenas tres semanas, ha quedado más que claro que el tsunami Milei, que había irrumpido como un fenómeno aluvional durante el proceso electoral, está muy lejos de ralentizar su frenético ritmo, moderar su impronta rupturista y resignar su pretensión fundacional, como algunos analistas vaticinaban tras su sorprendente arribo a la presidencia de la Nación.
Por el contrario, Milei acelera y, aprovechando tanto el fuerte respaldo conseguido en las urnas como el generalizado desprestigio de una dirigencia política aún aturdida por el fulgurante ascenso del libertario al poder, parece apostar a “todo o nada, avanzando -a como dé lugar- en un inédito proceso de profundas transformaciones no sólo económicas y políticas, sino también sociales y culturales. Un proyecto que, de consumarse, cambiaría las reglas de juego de la sociedad argentina a niveles inimaginables.
Lo cierto es que es lo que él mismo prometió durante la campaña. En este sentido, lo sorprendente no radica en la radicalidad de su proyecto, sino tanto en lo que -al menos hasta hoy- parece ser una intransigente voluntad de avanzar en lo que dijo que haría, como en su clara intención de hacerlo sin reparar en la magnitud de los obstáculos y desafíos que enfrenta, ni en los límites político-institucionales que le plantea el andamiaje de la democracia republicana.
Si durante la campaña los analistas políticos procuramos categorizar a Milei con base tanto en su adscripción ideológica como en sus referencias políticas en la región, hoy esta tarea poco aporta para la comprensión del fenómeno. De nada sirve ya hacer una exégesis de su pensamiento apelando a sus reverenciados Rothbard, Hayek, Friedman, o Lucas -entre otros-, ni siquiera inscribirlo en una nueva tradición política que, a nivel continental, tiene sus referencias en Trump o Bolsonaro.
Es que, sin desconocer los rasgos originales de su liderazgo ni su ideología libertaria o su ubicación en el espectro, más bien extremo, de la derecha, el fenómeno trasciende dicha filiación político-ideológica, con “parecidos de familia” tanto en nuestra historia política como la de la región.
Si bien su impronta fundacional no escapa a la pretensión de prácticamente la totalidad de los presidentes que llegaron a sentarse en el Sillón de Rivadavia, al sostener su proyecto en la idea de que solo el presidente encarna la voluntad popular, se inscribe también en la tradición hiperpresidencialista, el modelo decisionista y la democracia plebiscitaria que caracterizó a un par de ciclos políticos durante estos 40 años de ejercicio continuado.
Así se desprende tanto de su desprecio hacia el Congreso -consumado desde el momento mismo de su discurso inaugural-, como de su apelación a facultades excepcionales en situaciones de dudosa “necesidad y urgencia”, su pretensión de acumular amplias facultades delegadas, su negativa a cualquier tipo de instancia de consenso, el ahogo financiero a las provincias como método de disciplinamiento político, y su amenaza de convocar a un plebiscito si no se aprueban sus controvertidas iniciativas, entre otros indicios de que el presidente comienza a desandar un peligroso camino hacia un “cesarismo” democrático.
La discusión de la mega ley en el Congreso, que se enfrentará a un largo camino y muy probablemente a varias modificaciones, será sin dudas una prueba para la tolerancia institucional de un presidente que ya camina por límites republicanamente difusos. Un anticipo, además, de las posibles controversias judiciales que podrían activarse en marzo cuando termine la feria judicial.
Son muchas las experiencias de la región -varias de ellas muy recientes- que dan cuenta de los peligros de transformaciones “desde arriba”, asentadas en recursos de excepcionalidad y en el desconocimiento de la legitimidad de otros poderes del Estado, a menudo acompañadas por liderazgos pretendidamente mesiánicos y narrativas que las justifican apelando a fines superiores (sean de izquierda o de derecha).
Así las cosas, esperemos que de esa liberal “generación del 80″ que reivindica el presidente en tanto pretendido linaje histórico que ha venido a retomar, se quede con el laicismo, la modernización y el ideal de progreso, y no con el conservadurismo oligárquico y elitista que acabó por abrazar el fraude y la persecución (ley de defensa social y de residencia) para evitar la expresión institucional de otras voces que cuestionaban ese modelo que beneficiaba a unos pocos.