Feminista en falta: el corazón violeta, el Ministerio perdido y una batalla cultural imaginaria

¿Qué cambió en los últimos años para que el color que era símbolo de la lucha de los feminismos se haya convertido en el de los que niegan la existencia del patriarcado y hasta de la violencia machista?

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en la última década no
en la última década no hubo marca de moda sin su campaña violeta: el purple-washing o baño púrpura se había vuelto hasta hace poco una estrategia de marketing frecuente

Parece algo banal, pero no puedo evitar sorprenderme de su peso simbólico: el corazón violeta que estuvo durante años en el top de mis emojis más usados, un signo universal y reconocible de la lucha de los feminismos que tiñe las marchas en todo el mundo, ha ido perdiendo lugar hasta desdibujarse en el montón. Tanto se había impuesto el violeta como divisa representativa del ideal de la igualdad de géneros, que en la última década no hubo marca de moda sin su campaña violeta: el purple-washing o baño púrpura se había vuelto hasta hace poco una estrategia de marketing frecuente en la mayoría de las empresas multinacionales, así como la idea de que “todos deberíamos ser feministas”, que se imprimió en millones de remeras.

¿Qué fue lo que cambió en el camino para que el violeta se haya convertido en el color de los libertarios que niegan sin tapujos la existencia del patriarcado y hasta de la violencia machista y muchas feministas nos hayamos resignado en silencio a dejar de usarlo? Detesto la idea de batalla cultural, de la política como imposición de valores, de la búsqueda del pensamiento uniformado tan propia del populismo. Pero entiendo que si hubo una batalla, el nuevo gobierno parece haberla ganado a fuerza de cargarle al relato progresista más responsabilidad y relevancia en la crisis actual de la que tuvo en realidad. ¿Cuánto pueden haber tenido que ver un puñado de comunicados escritos en inclusivo o los talleres de género obligatorios en el Estado con la debacle social y económica? Nadie que responda a esta pregunta seriamente podrá atribuirles más que alguna queja por lo que algunos consideran adoctrinamiento, ni siquiera representaron un gasto significativo, pero en el imaginario colectivo dominante el problema es que nos hablaron con la “e” todo este tiempo.

El resultado más obvio e inmediato es que ahora muchos celebren, por ejemplo, el desmantelamiento del Ministerio de Diversidad, Mujeres y Géneros, cuya creación, hace sólo cuatro años –cuando se recategorizó al antiguo Instituto Nacional de las Mujeres–, se consideró un logro: más presupuesto y programas para atender la violencia y las desigualdades de género. Es grave, porque esa violencia persiste: los últimos datos del observatorio Ahora que sí nos ven (¿Nos irán a seguir viendo?, aún no podemos saberlo) dicen que en 2023 mataron a una mujer por razones de género cada 29 horas y que el 59% fueron asesinadas por sus parejas o ex parejas.

Ayelén Mazzina, la última ministra
Ayelén Mazzina, la última ministra de la cartera durante el gobierno de Alberto Fernández

Se suponía que más jerarquía y fondos públicos iban a implicar una mejor asistencia de las víctimas y sus familias, asesoramiento legal, acompañamiento para que no quedaran solas con sus denuncias y también prevenir la reproducción de conductas machistas que terminan engrosando la estadística y el drama. Pero la cartera, primero a cargo de Elisabeth Gómez Alcorta y luego de Ayelén Mazzina, fue una de las que más presupuesto subejecutó durante el gobierno saliente y pronto vio reducirse su partida incluso pese a la inflación, como si se hubiera asumido que su función era sólo retórica. La foto de Gómez Alcorta abrazando al golpista peruano Pedro Castillo, un dictador machirulo de manual –hoy detenido por su intentona fujimorista– que se oponía públicamente al aborto y al matrimonio igualitario, quedará para siempre como un legado patético de hasta dónde se sometió el espacio bien ganado por una causa justa y transversal al imperio de una ideología que nada tenía que ver con la igualdad.

Al final, la percepción de muchos de los que votaron este cambio tiene algo de sentido, porque el principal aporte fue discursivo –tanto, que pareciera que lo que más se lamenta de la desaparición del ministerio es la pérdida de los libros que editaron y por estos días circulan para su descarga gratuita–: sólo se trató de mostrar compromiso con el colectivo que llegó a tener la mayor capacidad de movilización del país y que ahora se desdibuja como el emoji del corazón frente al avance de un nuevo movimiento de la motosierra, capaz de limpiar la plaza que ensució antes de retirarse (una imagen poderosa frente al cliché sobrerrepresentado de la feminista sucia que hace sus necesidades en los edificios públicos) y hasta de vivar el ajuste y a la policía.

Los nombres son nombres, pero hablan de quienes los ponen: las mujeres fuimos borradas de la ecuación en la Subsecretaría de Protección contra la Violencia de Género que reemplazó al efímero Ministerio. Por definición, violencia de género es la ejercida por razones de género contra mujeres y disidencias, que históricamente han estado en una situación de desigualdad, pero cómo saber qué significado le darán ahora, si la propia vicepresidente (que se jacta de haber desterrado la “a” de la palabra) dijo en una entrevista reciente que “la violencia no tiene género”. La nueva subsecretaría depende de la super-cartera –blanca, radiante y casta, ahora que está de moda la palabra– de Capital Humano, y la lectura más obvia está casi servida: ahora somos sólo un recurso, parte de una visión economicista y patriarcal donde las mujeres no somos más que mercancía, objetos transaccionales y eminentemente descartables. Pero, ¿acaso fuimos otra cosa antes, más allá de las formas, de los nombres?

No estoy segura, y en todo caso sí tengo claro que perdimos una oportunidad enorme (o tal vez nunca la tuvimos realmente), porque las políticas de igualdad que se impulsaron en estos años fueron apenas propagandísticas, y terminaron creando esta percepción de que una institución que garantice la igualdad y prevenga la violencia, “no sirve para nada”. Es parte del corpus del discurso que propulsó el ascenso del actual presidente: “No tengo por qué sentir vergüenza de ser un hombre blanco, rubio y de ojos celestes. No le voy a conceder nada al marxismo cultural”, justificó Javier Milei en su momento y no dudó en hacer campaña con el cierre del ministerio. No era difícil que la propuesta cundiera pronto entre sus seguidores ni que se convirtiera en una de sus primeras promesas cumplidas, ¿quién iba a defender su continuidad en esos términos, con ese pobre desempeño como único antecedente? Y a la vez, ¿cómo no ver la misoginia que subyace? Si en verdad se midiera la gestión para evaluar qué ministerios cerrar o mantener, ¿por qué no desmantelar Economía o Justicia?

Los pañuelos verdes frente al
Los pañuelos verdes frente al Congreso durante el tratamiento de la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo (Franco Fafasuli)

Tal vez, porque las batallas necesitan símbolos, un lenguaje propio que reemplace el antiguo. En la Ley “Ómnibus” enviada anteayer al Congreso de la Nación hay otras señales semánticas: por ejemplo, la modificación de la ley Micaela, que era la que establecía las capacitaciones obligatorias de género en la función pública. De nuevo, es sutil, como el lenguaje, pero a la vez dice mucho de quienes la redactaron. Por empezar, establece la capacitación obligatoria en “violencia familiar y contra la mujer”, pero sólo para quienes se desempeñen en los organismos competentes en la materia. Ese alcance, a determinar, implica dejar de lado el sentido mismo de la medida que lleva el nombre de una víctima de femicidio y que entiende que esa es la última instancia en una cadena de violencias naturalizadas por una cultura que debe cambiarse para evitarlo. ¿Sirvieron para modificar conductas los talleres obligatorios? No lo sé, pero renunciar a generar conciencia y volver a hablar de “violencia familiar” o doméstica, algo que ocurre puertas adentro, al interior de una familia, y en donde –la implicancia más directa es que– el Estado ni la sociedad deben intervenir, es resignarnos –de nuevo, al menos en las formas– a un retroceso atroz que vuelve a dejar a las mujeres solas y a su suerte.

Que también se intente modificar una de las leyes más debatidas de los últimos tiempos, como fue la de los Mil Días –que acompañó la Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo sancionada en 2020–, no hace otra cosa que encender las alarmas sobre uno de los grandes avances en materia de autonomía de las mujeres y otras personas gestantes sobre su propio cuerpo –de libertad para decidir, dicho de otro modo–. Sobre todo porque vuelve a poner sobre la mesa discusiones y conceptos saldados, como cuando habla de fortalecer el cuidado integral de la salud de las madres en situación de vulnerabilidad y de los niños “desde el momento de su concepción”, o de la “detección y asistencia a la madre embarazada y su hijo por nacer”.

Si todo esto tendrá consecuencias verdaderas o es parte de la construcción cosplayer del mito, una piedra fundacional que reescriba la idea de libertad como antes otros han reescrito la de progresismo, un campo minado para que nos distraigamos con una batalla imaginaria mientras los (varones) que deciden manejan discrecionalmente la crisis económica y social, es algo que tampoco puede anticiparse todavía. Después de todo, tal vez sólo sea un sinceramiento (¿otro?), las políticas del gobierno anterior no han sido menos decorativas, apenas tenían un maquillaje distinto y éste, el de los funcionarios vestidos de fajina y los jueces con toga y martillo –pese a los que repiten: “No la ven” como en un estribillo–, sí está a la vista.

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