Cuando el constituyente establece este régimen político, lo que pretende es que los habitantes tengamos la garantía de que no existirá una concentración del poder en un solo gobernante; de que deben distribuirse las atribuciones o potestades del gobierno en diferentes órganos para evitar la excesiva acumulación de poder; y de que, cuando por parte de terceros o de las autoridades, se vulneran los derechos y libertades de un individuo, debe haber jueces independientes que administren justicia para preservarlos o repararlos.
En definitiva, el sistema republicano es una garantía, porque lo es que, por ejemplo, el presidente no pueda crear impuestos, que no pueda aplicar ni decidir penas, que no pueda administrar recursos públicos sin control, que no puede privarnos de nuestra libertad física; en definitiva, que no pueda hacer todo aquello que corresponde al Congreso y a los jueces. En esos pilares radica la seguridad jurídica que tanto necesita un país para crecer y desarrollarse.
El presidente Milei, al parecer, ha decidido gobernar por fuera de los parámetros del sistema republicano de gobierno. Ello, por ahora, se refleja en el profundo desprecio que tiene para con el Congreso de la Nación, al que no solo ignoró en el acto de asunción, sino al que también pretende utilizar como escribanía certificadora de normas. Resta verificar qué actitud adoptará cuando un juez, eventualmente, le frene la ejecución o vigencia de una decisión política.
Hemos visto que, en los últimos días, el presidente no solo ha decidido, de un plumazo, ejercer simultáneamente, en un mismo decreto de necesidad y urgencia, más de cien atribuciones del Congreso de la Nación, sino que además pretende que los legisladores le voten, a libro cerrado, todo ese conjunto de temas contenidos en el llamado megadecreto Nro. 70/23.
La estrategia fue indisimulada: enviar un centenar de temas en un solo decreto o cuerpo normativo, para evitar que los legisladores, a la hora de ejercer el debido control del mismo, y a la hora de evaluar su aprobación o rechazo, deban aprobar o rechazar al conjunto, sin poder distinguir ni analizar caso por caso.
Como si esto fuera poco, el primer mandatario amenazó al Congreso con una diatriba arbitraria: “o me aprueban el megadecreto, o convoco a consulta popular” para que el pueblo decida. Ello no solo sería absolutamente inconstitucional, por cuanto la Ley Suprema solo le permite al presidente convocar a consulta no vinculante respecto de temas de su competencia (y los contenidos del megadecreto no lo son, porque pertenecen al Congreso), sino que además constituye una amenaza institucional. Se posa, para adoptar esa actitud, en su indiscutible legitimidad democrática de origen que logró en el balotaje; pero los legisladores no fueron elegidos por extraterrestres: también gozan de la misma legitimidad democrática. A propósito, tal vez corresponda recordar que, en las elecciones de primera vuelta, en la que se eligieron también legisladores, a Milei no lo fue demasiado bien.
El broche de oro fue el envío, al Congreso, de un megaproyecto de ley que contiene, también, cientos de temas relevantes a resolver, pretendiendo que los diputados y los senadores analicen todo ese conglomerado temático en el escaso período del mes en el que se desarrollarán las sesiones extraordinarias, y en el que, como si el ejercicio de las potestades legislativas a través del megadecreto no hubiera satisfecho su voracidad, pide que el Congreso le delegue más atribuciones aún.
Finalmente el primer mandatario ha calificado a quienes se oponen a sus designios y propuestas, como personajes que “no entienden”, que “tienen algún negocio” que custodiar, o que son “coimeros”. Reminiscencias del viejo y conocido método kirchnerista de aglutinar a la gente en dos bandos contrapuestos: “ellos” o “nosotros”; pues sabemos cómo terminó la historia.
El presidente quiere gobernar solo, sin el “estorbo” legislativo de un Congreso que analice a conciencia los cambios que evidentemente el país necesita. Le molestan los controles; le molesta el Parlamento. No está demás decir que los buenos proyectos naufragan en el embravecido mar de la intolerancia y de la tempestad autocrática.
Se sabe que, como decía el Lord Acton, el poder degenera, y el poder absoluto degenera absolutamente. Si así ejerce el poder el actual mandatario, a solo quince días de empezar su gestión, a la luz de la premisa antes mencionada, los tiempos venideros serán complicados.
El presidente admira a Juan Bautista Alberdi y a la Constitución de 1853. ¡Qué interesante sería recordarle que, en ella, no se contemplaba el ejercicio de facultades legislativas por parte del jefe de Estado; que en ella no estaban previstos los decretos de necesidad y urgencia; y que, en ella, la concesión de facultades extraordinarias –hoy conocidas como superpoderes-, era, y sigue siendo, un delito constitucional!
Es necesario que los profundos y en general positivos cambios propuestos por el presidente, se consoliden en el tiempo; pero utilizar atajos institucionales y apelar a métodos apresurados no coadyuvan a lograrlo, no solo porque ello conspira contra la tan necesaria seguridad jurídica, sino también porque son los mismos métodos que podrían utilizar futuros gobernantes para volver todo atrás, también de un plumazo.
Todos queremos acompañar la gesta de cambio propuesta por el presidente de la Nación, pero evocando la célebre expresión de Mirtha Legrand: “¡así…. no!”; porque la gente lo votó para que tome medidas profundas, pero no para eliminar o relativizar, nada más y nada menos, que al sistema republicano de gobierno.