No nos apuremos a dar por muerto al populismo

Pensar que podemos resolver el problema económico argentino sólo desde la economía. No nos engañemos: mientras la población no cambie sus pautas de convivencia va a ser muy difícil modificar las cosas

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La bandera argentina sobre la Casa Rosada (REUTERS/Carlos García Rawlins)
La bandera argentina sobre la Casa Rosada (REUTERS/Carlos García Rawlins)

De acuerdo a los últimos datos del proyecto Angus Madisson, en 1945 Argentina tenía un ingreso per cápita, en dólares constantes, de USD 6.943, que era 2,5 veces superior al de Australia, 2 veces superior al de España, 2,5 veces mayor al de Italia, 1,9 veces mayor al de Japón y 1,4 veces superior al de Irlanda.

En 2018, hasta donde llega la serie actualizada, el ingreso per cápita de Australia superaba al nuestro 2,3 veces, España nos superaba 1,7 veces, Italia estaba 1,9 veces arriba nuestro, Japón tenía un ingreso per capita 2 veces superior al nuestro e Irlanda nos ganaba 3,5 veces.

Los datos muestran que nosotros retrocedimos y los países mencionados (hay más casos para mostrar) avanzaron rápidamente a pesar del desastre que había dejado la Segunda Guerra.

Los últimos 93 años de Argentina, casi un siglo, estuvieron influenciados por gobiernos populistas imbuidos de un falso nacionalismo. El intervencionismo estatal, las empresas públicas, la redistribución compulsiva del ingreso, la corrupción, las políticas monetarias expansivas y el endeudamiento para financiar niveles de gasto público crecientes fueron las medidas económicas que predominaron.

Los datos muestran que nosotros retrocedimos y los países mencionados avanzaron rápidamente a pesar del desastre que había dejado la Segunda Guerra

Estas medidas generaron una baja tasa de inversión que, cuando la hubo, fue inversión ineficiente porque no estaba sometida a la competencia internacional; una fenomenal especulación financiera surgida del endeudamiento estatal como ocurrió desde la dictadura hasta la actualidad; un estímulo por hacer lobby para tener rentas sin competir; una actitud de vivir de la dádiva del Estado desestimulando el trabajo productivo; reiteradas confiscaciones de ahorros; estallidos hiperinflacionarios y demás pestes económicas.

Mientras la Argentina muestra una fuerte vocación por la decadencia, otros países han logrado mejorar notablemente la calidad de vida de sus habitantes, lo cual desmiente que nuestra nación haya sido sometida una conspiración internacional. Cuando se observa el desempeño de países como España, Irlanda, Chile, Nueva Zelanda y varios de Europa Central, puede advertirse fácilmente que el problema es enteramente nuestro. No supimos aprovechar las oportunidades que otros sí aprovecharon.

Ahora bien, explicar la decadencia económica argentina desde el campo estrictamente económico es bastante sencillo. Hicimos lo imposible por espantar las inversiones y el ahorro y creamos un sistema en el cual es mejor ganarse el favor del burócrata de turno para generar ingresos que invertir para ganarse el favor del consumidor.

Pero un sistema económico nefasto como el que venimos padeciendo no se produce por arte de magia. Por ejemplo, quedarse en la falta de inversiones para explicar nuestra decadencia es insuficiente. Un paso más allá nos lleva a explicar que esa falta de inversión también tiene que ver con la inseguridad jurídica. No sólo no hay estímulos para invertir, sino que, además, el que invierte corre riesgos de confiscación.

Mientras la Argentina muestra una fuerte vocación por la decadencia, otros países han logrado mejorar notablemente la calidad de vida de sus habitantes, lo cual desmiente que nuestra nación haya sido sometida una conspiración internacional

Pero la inseguridad jurídica proviene de un sistema político por el cual los gobernantes, civiles o militares, han considerado que ellos eran la ley y que el orden jurídico tenía que subordinarse a sus caprichos. La crisis económica es, en una primera aproximación, consecuencia de la inseguridad jurídica y ésta, a su vez, de un sistema político por el cual el que gana las elecciones cree que en vez de ser elegido presidente fue nombrado monarca con poderes absolutos.

Mucho se ha hablado de los aparatos políticos y las cajas para ganar elecciones. Sin duda que tanto los aparatos políticos como el manejo arbitrario de los fondos de los contribuyentes pueden tener influencia al momento de ganar una elección. Pese a ello, a mí no me queda tan claro que sean tan decisivos. ¿Por qué? Porque Eduardo Duhalde, siendo gobernador de la provincia de Buenos Aires, manejaba un infernal aparato político y fondos en abundancia y, sin embargo, su esposa no pudo ganarle a Graciela Fernández Meijide en su distrito en las elecciones legislativas. El mismo Duhalde perdió contra Fernando De la Rúa en su propia provincia. Javier Milei ganó las elecciones presidenciales sin aparato, sin partido y sin los recursos de Sergio Massa.

De manera que los aparatos y cajas tienen algún grado de influencia a la hora de votar, pero no lucen como decisivos a la hora de explicar nuestro fracaso como país.

Sabemos hasta ahora que las malas políticas económicas tienen su origen en la inseguridad jurídica, que esta inseguridad jurídica es fruto de la ausencia de un gobierno limitado o, si se prefiere, de la elección de personas que no respetan el sistema republicano. Pero esas personas o dirigentes no llegan al poder por arte de magia. Son votadas. Es más, los gobiernos militares que tuvimos durante el siglo XX siempre tuvieron el consenso de la población, de los partidos políticos y de los medios de comunicación. Sería necio no reconocerlo.

Cuando se observa el desempeño de países como España, Irlanda, Chile, Nueva Zelanda y varios de Europa Central, puede advertirse fácilmente que el problema es enteramente nuestro

Si se siguen agregando eslabones a este razonamiento, se llegará a un punto en el cual, inevitablemente, habrá que concluir que nuestra larga decadencia se debe a que la mayor parte la población prefiere gobiernos autocráticos a gobiernos fundados en instituciones eficientes. Es decir, parece preferir el autoritarismo a la democracia republicana, dado que acepta o vota a personas que se consideran con el derecho de disponer libremente del patrimonio y del ingreso de la gente.

El resentimiento y la envidia tratan de justificar su caída en el nivel de vida. “Yo soy pobre porque el otro es rico; por lo tanto, voto y apoyo a todo aquél que me prometa sacarle a los que más tienen para que me transfiera sus ingresos y patrimonios”, parece ser el razonamiento. La Argentina vive luchas por la distribución del ingreso porque la mayoría quiere vivir a costa del otro. Los populismos de derecha y de izquierda han encontrado un campo fértil en esta forma de pensar de la gente y hacen su discurso en base a eso.

Las reiteradas crisis argentinas, si bien tienen su explicación inmediata en políticas económicas inconsistentes, parecen estar basadas, en última instancia, en la existencia de una sociedad que, en su mayoría, desprecia el Estado de Derecho y cree que sólo basta con que aparezca un autócrata bueno que redistribuya la riqueza en forma “justa” para que le toque a cada uno lo que le “corresponde”.

Dicho de otra manera, nuestro problema está en que no tenemos una cultura de la generación de riqueza dentro de un marco de competencia y respeto por el derecho de propiedad, sino que tenemos una cultura del saqueo. Y esta cultura del saqueo es fogoneada por los inescrupulosos populistas de derecha e izquierda que ven una oportunidad inmejorable para apropiarse del Estado y transformarse en déspotas que, cebados por el poder, avanzan en sus locuras hasta que les estalla una nueva crisis en la cara.

Nuestro problema está en que no tenemos una cultura de la generación de riqueza dentro de un marco de competencia y respeto por el derecho de propiedad, sino que tenemos una cultura del saqueo.

En síntesis, la Argentina no podría haber tenido un desempeño tan lamentable sin una población que, mayoritariamente, convalidara la violación de los derechos de propiedad y la destrucción del orden jurídico.

No podemos, entonces, pensar que podemos resolver el problema económico argentino sólo desde la economía. No nos engañemos: mientras la población no cambie sus pautas de convivencia va a ser muy difícil modificar las cosas.

Habrá que ver si el discurso pro-mercado en esta oportunidad ganó las elecciones, se hizo carne en la población o solo es una revancha contra una dirigencia política incompetente.

En síntesis, no solo hay que poner orden en la economía, sino que hay que poner orden en las ideas de la mayoría de la población.

Por eso, no me apresuraría a afirmar que el populismo está muerto. Dios quiera que así sea, pero hay acabadas muestras de la volatilidad en las preferencias del votante argentino.

Tendrán que pasar varios gobiernos en la misma dirección, para decir que Argentina recuperó definitivamente la senda que trazó la llamada generación del 80 e hizo a la Argentina una potencia económica y un centro cultural en América Latina.

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