Daniel Sabsay se ha transformado, en estos días, en una rara avis. Para quien no lo conoce, Sabsay es un destacado constitucionalista. En los tiempos en que Cristina Kirchner intentaba avanzar sobre el periodismo y sobre la Justicia, y organizaba escraches y juicios públicos contra disidentes, Sabsay era de los pocos que fatigaba los canales de televisión explicando que eso era peligroso para la democracia y para la libertad. Era difícil, porque cualquiera que lo hiciera se sometía a niveles muy altos de agresividad.
En 2015, Sabsay tuvo que enfrentar un desafío distinto. Apenas después de asumir, Mauricio Macri intentó designar dos ministros de la Corte sin acuerdo del Senado. Gran parte de las personas que habían denunciado a Kirchner silbaban bajito. Sabsay hizo lo mismo que antes de 2015. Denunció que era inconstitucional, que eso no debía hacerse, que era peligroso para la democracia y la libertad, que si se le toleraba eso a Macri, en poco tiempo otro presidente se sentiría con el derecho a hacer la misma barbaridad.
Hubo otras personas como Sabsay. Magdalena Ruiz Guiñazú había sido víctima de uno de los peores escraches en los años de Cristina Kirchner. Cuando, bajo el Gobierno de Macri, la Corte Suprema intentó liberar a militares condenados por delitos espantosos, Magdalena puso el grito en el cielo. Lo mismo hizo Graciela Fernández Meijide, la referente de los organismos de derechos humanos que nunca admitió los abusos del kirchnerismo.
Aquel episodio del 2015, se repite en estos días. Sabsay fue un tenaz opositor al gobierno de los Fernández. Su fastidio con ellos se puede percibir, por ejemplo, en dos tuits muy recientes: “¿Qué esperan para sacarle los más de cien custodios a la rea condenada por defraudación al Estado?”; “Hoy fue el último día de la nefasta tríada de Cristina, el prescindente y Massita/ventajita”. Además, votó a Javier Milei en el balotaje y, seguramente, a Patricia Bullrich en primera vuelta.
Pero resulta que, en una de sus primeras medidas, Milei anunció la derogación de 360 leyes a sola firma del presidente.
Eso no ocurrió nunca en cuarenta años de democracia. Cualquiera que conozca la historia sabe que esa democracia sobrevivió a muchas peripecias: intentos de golpes militares, crisis económicas espantosas, accidentes horribles, inundaciones, una pandemia. ¿Hay algún antecedente de que un presidente haya decidido derogar cientos de leyes en una sola medida? ¿Alguien lo pensó antes? ¿Alguien se atrevió a sugerirlo?
Eso no sucedió por una sencilla razón: no se puede. La Constitución lo impide. Es muy parecido a establecer que, en un país, alguien tiene la suma del poder. Además, se trata de un pésimo antecedente. Mañana gana las elecciones alguien que tiene una mirada antagónica a la de Milei y va a estar avalado para pararse en una plaza, señalar el negocio de alguien que no le gusta y gritar: “¡Expropiese!. Así como ahora Milei dice: “¡derógase!”.
Frente a todo eso, Sabsay no dudó. En estos días, en varios medios, explicó por qué el decreto es inconstitucional y peligroso. Tuiteó: “No nos debemos equivocar por la tentación autoritaria. La solidez de la desregulación depende de la sustentación legal. Todo dentro de la ley, nada fuera de ella”. En una de las notas, contó las consecuencias de su posición: “En las redes sociales ya me están diciendo traidor”.
Esa reacción contra Sabsay, y contra todo el que se anime a criticar lo que está ocurriendo, es estimulada por el propio presidente de la Nación, quien sube a sus redes mensajes que califican a sus críticos como “parásitos”, “zurdos”, “tránsfugas del Estado”, “gente deshonesta”, “esclavos conformes con su esclavitud”, “terribles fachos”, “subversivos”.
Estos episodios son útiles para seguir conociendo al nuevo Presidente y su contexto. Pero hay otros. En estos días, Milei ha comenzado a despejar muchas dudas sobre sí mismo. La primera de ellas, tal vez la más importante, es que está dispuesto a ser un líder de verdad, a ejercer el poder en toda su dimensión. Milei se ha mostrado determinado a aclarar en los hechos que no sería un títere de Mauricio Macri o que su inexperiencia, o su reducido número de legisladores, no lo transformarían en un presidente vacilante, o dubitativo. Sus formas, al contrario, parecen las de un revolucionario.
En pocas horas, se ha ubicado en el centro del escenario político, obligado a los demás a bailar a su ritmo y hoy es la principal referencia para ese 55 por ciento que lo votó. El poder se toma con decisión y él parece entenderlo como si toda la vida se hubiera dedicado esto. Morirá o sobrevivirá en el intento: pero, si ocurre lo primero, venderá caro su pellejo. Entre el vacío de poder y el exceso, Milei prefiere, por mucho, lo segundo.
En ese sentido, está dispuesto a explorar cuáles son los límites de la sociedad que aspira a liderar. El primero de ellos es social. Las medidas económicas que ha tomado representan un golpe duro al nivel de vida de mucha gente que lo votó, pensando tal vez que el ajuste recaería solo sobre “la política”. Las consultoras más serias han medido que los alimentos aumentaron 11 por ciento en la última semana. En treinta años de vida económica pasó de todo: nunca eso. Cada vez que asume un presidente, empieza el debate sobre si las calamidades se deben a la gestión saliente o a la entrante. El debate político tiene esas cosas, que son legítimas. Pero cualquier persona seria -Milei, entre ellas- sabe que ese 11 por ciento no se hubiera producido si no se devaluaba más de un cien por ciento la moneda -otro hecho casi sin antecedentes- y, al mismo tiempo, se liberaban los precios.
La audacia de Milei se expresa, además, en el hecho de que esas medidas no tuvieron ningún tipo de compensación social. En estos mismos días, el diario La Nación publicó que dos tercios de los argentinos ganan menos de 200 mil pesos. Eso es, cien por ciento, herencia recibida. Los jubilados de cien mil pesos –la mayoría de ellos- han recibido ese mazazo al que se le suma la liberación del precio de los medicamentos. Ante semejantes medidas, ¿quién piensa en ellos? Economistas que han sido muy críticos del kirchnerismo -José De Pablo, Carlos Melconián o Pablo Gerchunoff- advirtieron sobre la insuficiencia de esos anuncios, sobre su insensibilidad, o sobre ambas cosas.
Pero Milei avanza, convencido como nadie de sus convicciones. Las preguntas sobre el futuro son obvias: ¿en cuánto tiempo este golpe debilita su relación con los sectores medios y bajos que lo votaron, si es que la debilita? ¿cuánto durará la convicción de ese sector social acerca de que este es solo el dolor necesario para que finalmente todo se ordene y emerja una argentina potencia? No hay respuestas a priori. En cualquier caso, el Presidente ha derribado tantos mitos que quién dice.
El segundo límite que está dispuesto a explorar es el de la extensión de su propio poder. Milei le dio la espalda al Congreso en el momento de asumir. Que no era un gesto intrascendente lo demostró luego cuando le derogó cientos de leyes. Si los legisladores se le oponen, los insultará, expondrá sus miserias, los aplastará a carpetazos, que ya empiezan a circular en sus eficientes redes sociales.
Los mecanismos de la democracia, sobre todo si el Presidente tiene una representación limitada en el Congreso, lo obligan a negociar, a tener paciencia, más a aún si pretende instalar una especie de revolución en cada uno de los aspectos de la vida social
Pero Milei no va a aceptar esos límites porque no cree en ese sistema. No se trata de una cuestión táctica sino de principios doctrinarios. Los libertarios, por extraño que parezca, no creen ni en la democracia ni en la constitución. Él lo ha dicho con franqueza y sin hipocresía, otros de sus rasgos. En un reportaje muy difundido, Luciana Geuna le preguntó por el tema. “¿Cree usted en la democracia?”. Él le recomendó que estudiara el Teorema de Arrow. Ante la insistencia de la periodista, él resistió la presión: en ningún momento dijo que sí, que creía en la democracia, la respuesta natural. En la entrevista que concedió a The Economist en agosto, además, recomendó el libro La Democracia, el Dios que falló, de Hans Hermann Hoppe. Ese libro, básicamente, sostiene que la democracia es un mecanismo engañoso para que personas inescrupulosas dominen al pueblo: lo mismo que, en otras momentos y con otros objetivos, ha sostenido un sector del pensamiento marxista. Muchos jóvenes que creen en Milei están leyendo estas cosas.
Todo este panorama será un desafío para una sociedad que, en otros tiempos, supo poner límites frente a ofensivas similares de Carlos Menem o Cristina Kirchner. No está claro que esa tradición insumisa se reproduzca ahora. Se podía suponer que, por ejemplo, se produciría una reacción contundente por parte de muchas organizaciones que reclamaron seguridad jurídica en las últimas dos décadas. Pero no fue así. Algunas cámaras empresarias -la Unión Industrial Argentina, la Agrupación de Empresarios Argentinos, la Cámara de Comercio Argentino Norteamericana- callaron o consintieron. A eso se debe sumar el respaldo de dirigentes como Mauricio Macri o Patricia Bullrich, o el titubeo de otros, como María Eugenia Vidal, o la falta de reacción de tantos colegas que suelen definirse como republicanos.
El senador Martín Lousteau explicó el dilema en un tuit muy preciso:
“El respeto a la institucionalidad evita abusos que dañan la sociedad. Es sano hacer el ejercicio de pensar cómo reaccionaría uno si un presidente de signo político contrario al propio hubiera: 1) dado la espalda a la Asamblea Legislativa; 2) tomado medidas económicas con fuerte impacto para amplios sectores; 3) hubiera hecho exhibicionismo de fuerzas de seguridad y 4) dictado un DNU fuera de la legalidad que interfiere en múltiples áreas de la vida y la actividad. Así no funciona una democracia plena”.
Que en realidad no es tan grave, que otros hicieron cosas peores, que lo importante es el contenido de las medidas y no la forma, que a veces la democracia es un límite para el buen gobierno. Es un revival del período 2008-2013, pero con roles cambiados. El experimento permite entender por qué en tantos lugares del planeta -desde Venezuela hasta Hungría- la democracia se ha rendido ante líderes que, en principio, han sido elegidos por el pueblo. Hay mucha bibliografía al respecto.
Las transgresiones de Milei no lo transforman en un dictador pero habilitan a hacerse algunas preguntas antes de que, tal vez, sea tarde.
-¿Usted no teme que Milei aspire a convertirse en un líder populista de derecha, en una especie de Bukele?—le pregunté esta semana a Sabsay en una nota.
-No lo sé. Pero empiezo a temer que sea así. Ojalá que no—respondió.
Mientras tanto, el Presidente sube a las redes comentarios sobre él mismo, que dicen estas cosas:
“El impulso y la decisión de Milei para sacar a la Argentina de la mediocridad es admirable.”.
“Un patriota. Milei va a quedar en la historia”.
“Che se dan cuenta que votamos a un PRESIDENTE que está haciendo absolutamente TODO lo que prometió?????? Nunca antes visto”.
“Sin caer en exageraciones, Javier Milei debe ser actualmente el mejor presidente del mundo”.