En la reseña que publiqué de la pésima película de Ridley Scott sobre Napoleón pasé por alto un detalle que me volvió a la memoria cuando vi la catarsis de un joven youtuber español, indignadísimo con un film que, por su reparto, dirección y presupuesto, había despertado una enorme expectativa que muy pronto se vio por completo defraudada.
A Rubén Gisbert la película lo enojó tanto que no llegó a verla completa: “Me salí del cine en el momento en que Ridley Scott nos presenta un guardiamarina inglés negro en 1815, cuando Inglaterra no los consideró ni siquiera seres humanos hasta 1833″ (año en que el Reino Unido abolió la esclavitud). El “rollo woke”, como dijo después, le colmó la paciencia.
El mensaje de Gisbert en X (Twitter) contando que se fue del cine al ver esa escena (casi al final de la película) y, como es habitual en estos tiempos, muchos reaccionaron de acuerdo a los criterios del wokismo, que llevan a interpretar todo mal: “¡Racista!”, le espetaron.
Últimamente se ha vuelto costumbre “combatir” el racismo -y otras injusticias reales o imaginadas- retroactivamente, es decir, corregir o censurar las escenas de películas que a las almas sensibles de los justicieros virtuales les parecen inaceptables.
En un video, Gisbert dice que, además de mala, a la película, para hacerla completa, le faltaba “el rollo woke”, y esa fue la gota que rebalsó su vaso: “Venderme que el Reino Unido a principios del siglo XIX era ‘chupiguay’ [chévere, bueno], que no había esclavos”, cuando “era una de las sociedades más clasistas y racistas de la época…, no va”.
La oficialidad británica, dice, era parte de la élite, y para ser oficial, para ingresar a la carrera, había que demostrar que se venía de “alta cuna”. “Imposible que en el reino Unido en 1815 se admitiera como guardiamarina a un negro porque había un racismo y un clasismo brutal”, sentencia.
Gisbert sostiene que el film de Ridley Scott incurre en “la política nauseabunda actual de reescribir la historia” y lo que hace “es borrar el racismo y presentar una sociedad británica del siglo XIX inclusiva”.
Señala con acierto que, si se quiere denunciar el racismo, “hay que contar la verdad y no poner a un guardiamarina negro hablando con Napoleón (a bordo de un barco inglés) porque eso es imposible (y) va en contra precisamente de reconocer que los negros eran objetos para el imperio británico”.
“Cuéntame que, si los negros viajaban en barco (en esa época) lo hacían en la sentina o con la carga”, agrega. Y pregunta: “¿Desde cuándo eso es combatir el racismo?”
Gisbert culpa a Hollywood y a su decisión de que no puedan siquiera competir por el Oscar las películas que no sean “inclusivas y con diversidad racial o de género”.
“Hollywood te obliga a poner negros, trans, gays, etc.”, dice.
Es fácil darse cuenta de lo que este tipo de imposiciones disparatadas pueden hacerle a la libertad de expresión y a la creatividad. O al rigor, en el caso de las películas históricas.
Hollywood no es original además. Antes fue la pretensión de las feministas, vía Test de Bechdel, ¿se acuerdan? Una herramienta para supuestamente medir el sexismo de las películas. Consiste en aplicar estas 3 reglas: 1) ¿La película cuenta con al menos dos personajes femeninos? 2) ¿Estos dos o más personajes femeninos interactúan entre sí en la película? 3) ¿Estos dos o más personajes femeninos conversan sobre algo que no sea un hombre?
¿Se dan una idea de la larga lista de películas que no encajan en esta normativa -digna de un politburó soviético-, pero no por sexistas, sino por abordar un tema o reflejar hechos y circunstancias que no ameritan la suficiente cantidad de personajes femeninos interactuando entre sí, sin hablar de hombres? O simplemente porque no se le canta al director...
Para las chiques que idearon el Test de Bechdel, no interesa el anacronismo histórico -que actualmente, gracias a ellas, está haciendo estragos en el cine, en la historia y en la literatura, porque hay que buscar protagonismo femenino a como dé lugar-: se debe bajar línea todo el tiempo, victimizar a la mujer o ubicarla en la historia aunque no haya estado allí, inventar luchas y reclamos feministas donde no los hubo, etcétera.
En algunas plataformas de streaming es casi imposible ver películas o series sin “el rollo woke”, como dice este youtuber.
La incongruencia es la norma. Sin el menor prurito, los antirracistas de nuevo cuño pretenden reescribir la literatura —o censurarla—, imponer al cine, a los libros, al arte en general, unos criterios que corresponden al presente.
Pero, como dice Gisbert, “borrando el racismo de la historia es como no se sabe que hoy no hay racismo”.
En la misma línea se inscribe la polémica con la película “Lo que el viento se llevó”. Condenada hoy por racismo porque en ella aparecen criados negros… ¿Qué lugar creen que ocupaban los negros en 1860 en una sociedad como la estadounidense que eliminó las últimas leyes de segregación racial recién un siglo después, en la década de 1960?
Una profesora de Literatura inolvidable que tuve en el secundario nos preguntó en la primera clase qué era la literatura. La verdad es que no supimos contestar. Ella dijo, entre otras cosas, que la literatura, los buenos libros, esos que se convierten en clásicos, reflejan la mentalidad de una época, permiten aproximarse a cómo pensaban, vivían, sentían, las generaciones que nos precedieron. No como lo hacen los libros de historia, sino de un modo más intimista, psicológico, no directo, pero no por ello menos veraz. Al contrario. No explicitado ni intencionado, sino natural. Quien lea por ejemplo La broma de Milan Kundera entenderá lo que era vivir en una sociedad estalinista, totalitaria, mejor que con un libro de historia.
Claro, todo esto era antes del estallido de un extemporáneo nuevo antirracismo o del también extemporáneo feminismo actual; dos movimientos que nacen cuando las problemáticas contra las que quieren luchar están reducidas a su mínima expresión -en los países donde justamente más ultras son esas corrientes- y entonces, como no hay mucho que combatir en el presente, se vuelcan hacia el pasado, con la absurda pretensión de reescribir hasta los clásicos, o de reversionar todas las películas supuestamente ofensivas. Los anacronismos están a la orden del día, porque hay que ponerle a todo la cuota racial, femenina o gay.
Ahora, si dejamos que “el rollo woke” modifique los libros (¡como ya lo está haciendo!), vamos a darles a los jóvenes de hoy una idea muy equivocada de lo que fue el pasado.
La serie Los Bridgerton es otro producto de esta época marcada por el deseo de imponer los criterios de la corrección política a todo y en la que no se juzgan los mensajes y los hechos por un criterio de realidad sino por la subjetividad de quien los recibe u observa.
No vi Los Bridgerton, de modo que no voy a opinar sobre la calidad de la serie sino sobre la polémica que se suscitó por la decisión de los guionistas de incluir un personaje negro en la alta sociedad británica de principios del siglo XIX. No va. No es cierto. Además, no había personajes negros en el libro en el cual se basó el guión.
Los defensores de esta “adaptación” alegaron que había negros nobles. Otros replicaron: sí, en África. Sin ir más lejos, Nelson Mandela pertenecía a la familia real de su tribu en Sudáfrica y, a la muerte de su padre, fue educado por el Rey que era su tío [De paso, recomiendo su extraordinaria autobiografía “El largo camino hacia la libertad”]. Pero, cuando dejó su mundo rural y se integró a la sociedad dominada por los blancos, descubrió el apartheid.
A propósito de la polémica por Los Bridgerton, la historiadora española María Elvira Roca Barea, consultada por El Independiente (enero de 2021), decía que este anacronismo del guión era un “síntoma de infantilismo gravísimo” y tildaba a la serie de “ejemplo ridículo” de la tendencia actual a mostrar a unos protagonistas que “se comportan como si fueran gente de ahora, sin ninguna noción de que en el mundo ha habido otras formas de vivir”. Y cuestionaba: “¿Cómo hemos llegado a la paradoja de que una sociedad que es, supuestamente, tolerante con la diversidad sea incapaz de concebir la diferencia?”
Argumentan que no es histórica la serie, que es cine, y por lo tanto no está obligada a ceñirse a la realidad. De acuerdo, pero es una serie de “época”. Se puede inventar un argumento, ahora bien, si se vende “reconstrucción histórica”, ésta debe ser en serio. Fidedigna. El llamado Período Regencia, de la serie, se ubica a comienzos del siglo XIX, antes de la abolición de la esclavitud.
María Elvira Roca Barea también opinó sobre el intento de censura al clásico de Hollywood Lo que el viento se llevó: “No es una película racista, refleja una época en la que había racismo. Es de locos borrar aquello que desagrada conforme a los parámetros morales de mi tiempo con una intransigencia verdaderamente espantosa”.
Ese es el punto. Se confunde mostrar racismo con ser racista. Con la misma liviandad se considera que negar el racismo del pasado, censurarlo o no mostrarlo, basta para ser un héroe del antirracismo. Es la misma impostura del lenguaje inclusivo. Para muchos (y muchas), desdoblar o deformar las declinaciones de género los hace sentirse superiores moralmente y acreedores de cucardas en la batalla por la igualdad.
Si les aplicamos a los nuevos antirracistas su misma lógica -por la cual acusan de racista a todo el que niegue que lo es-, ocultar o censurar el racismo del pasado equivaldría a ser racista...
Ramón Campos, guionista y productor, consultado también por El Independiente, dijo: “Las obras son hijas de su tiempo y deben ser vistas y analizadas como tales. No estoy de acuerdo con su manipulación o censura para que entren en los estándares éticos del momento en el que vivimos”.
Queda eximido de estas críticas cierto cine, como por ejemplo, el de Quentin Tarantino, que con frecuencia tiene como eje argumentos basados en la fantasía de corregir el pasado: judíos que evitan crímenes nazis o los castigan, negros que vengan el esclavismo o gente que tuerce el destino para que la secta de Charles Manson no asesine a Sharon Tate, etcétera. Pero la diferencia, para nada menor, es que el truco es explícito y el espectador está prevenido de que verá una reescritura del pasado. Todos los humanos tenemos la fantasía de volver el tiempo atrás y corregir errores, pero es eso, una fantasía.
Todo esto me hizo acordar de una película excelente que muestra el estado del racismo en los años 60 en Estados Unidos, “Adivina quién viene a cenar”, del año 67, de Stanley Kramer, y con un reparto brillante: Spencer Tracy, Katharine Hepburn, Sidney Poitier y Katharine Houghton.
Es la historia de una joven criada en un hogar progresista y moderno, en el que tanto le inculcaron la igualdad racial que cuando conoce a un médico negro, muy apuesto, y decide casarse con él, lo lleva a su casa para presentárselo a sus padres con total naturalidad. No se le pasa por la cabeza avisarles que es negro. El novio, en cambio, se muestra inquieto. Evidentemente, padeció la discriminación y es mucho más consciente que ella de que la cosa no será tan sencilla. Y en efecto, los padres quedan impactados y les cuesta disimularlo frente a una hija que no espera de ellos ninguna objeción.
Un aspecto interesante de la película es ver cómo los padres de la joven intentan cuestionar el matrimonio con argumentos que eluden lo racial, para no decir abiertamente lo que sienten. Pero entonces aparece otro obstáculo cuando deciden invitar a los padres de él a la cena, y la sorpresa es que tampoco ellos están felices con este matrimonio interracial; hubieran preferido una buena chica negra para su hijo. En fin, los diálogos son imperdibles. Tanto las escenas colectivas, como los mano a mano que van teniendo lugar antes y después de la cena.
Traigo a colación esta película porque muestra el estado de cosas de una época de modo fidedigno. Se puede. Pero muchos prefieren la impostura a la honestidad intelectual.
Con los cánones de hoy, la película hubiera sido objetada. Para el wokismo, el racismo existe en un solo sentido. El prejuicio contra los blancos no es racismo.
Así como Hollywood rehízo La Sirenita en versión afro, también el revisionismo feminista consideró válido reescribir El Principito con personaje femenino; total, el autor no vive para quejarse. Aquella tontera es la mejor manifestación del absurdo de la perspectiva de género. ¿Las niñas, las adolescentes, las mujeres en general, no podemos comprender el mensaje del libro de Antoine de Saint-Éxupéry porque su emisor es un varón?
[Este artículo reproduce parte del contenido de mi newsletter “Contracorriente”. Para recibirlo por mail suscribirse aquí]