Un rotundo golpe al populismo

Con el decreto de desregulación económica y laboral, es evidente que Milei quiso dar una señal contundente de un profundo cambio de régimen y consideró que era preferible una estrategia de shock

Javier Milei y su gabinete

El largo estancamiento de la economía, la inflación crónica, la falta de creación de empleo genuino, el clima poco propicio a la inversión, el deterioro de los salarios, obedecen a múltiples causas, pero dentro de ellas adquiere especial relevancia el peso asfixiante del Estado. Es un problema de antigua data, porque el estatismo y el intervencionismo excesivos no son el producto de un único gobierno ni de una única fuerza política, pero es indudable que 16 años de kirchnerismo agravaron considerablemente el peso de ese factor en nuestra decadencia.

Desde ese punto de vista, el decreto de necesidad y urgencia dictado el pasado 20 de diciembre por el presidente Milei tiene el acertado propósito de avanzar en forma resuelta en desarmar un tortuoso camino de regulaciones absurdas y de liberar las energías creativas de los argentinos, las que, desatadas de ese yugo, permitirán retomar un proceso de desarrollo económico sin el cual nuestra calidad de vida continuará cayendo y se tornarán quiméricos todos los derechos sociales que se proclaman con tanta liviandad, como si su efectiva vigencia dependiera tan solo de la voluntad mágica de los legisladores.

La ingenua idea de que de cada necesidad nace un derecho ignora los límites que la realidad le impone al voluntarismo y en especial un dato que se halla en el origen de la ciencia económica: que los recursos son escasos. Por más derechos que se creen, por más jerarquías constitucionales o convencionales que se les asignen, esa verdad de hierro no se conmueve. Por lo tanto, es imposible satisfacer todas las necesidades a la vez. Sí podemos y debemos facilitar la multiplicación de los recursos, para lo cual, en una economía capitalista, la única compatible con la democracia liberal, es imperioso brindar fuertes estímulos a la actividad privada.

Un ejemplo de esa necesidad lo encontramos en el mercado laboral. Las normas que protegen al trabajador excesivamente terminan perjudicando la creación de empleo, del mismo modo que lo hacen las cargas tributarias. En el ámbito locativo, las leyes de alquileres, en la medida en que se alejan del principio cardinal en materia contractual, que es la autonomía de la voluntad de las partes, que libremente pactan las reglas a las que se someten como a la ley misma (el principio “pacta sunt servanda”), tienden a restringir la oferta de inmuebles y, de tal suerte, a incrementar los precios de los alquileres. El camino del infierno está empedrado de buenas intenciones.

De ahí que la orientación general de este megadecreto sea plausible. El aspecto que ha generado mayores cuestionamientos, aún en personas que comparten esa orientación de su contenido, es la vía elegida, la de un decreto de necesidad y urgencia. Los presidentes dictan distintos tipos de decretos. Algunos, llamados autónomos, versan sobre materias reservadas exclusivamente a ellos, como la designación de ministros; otros, los reglamentarios, están destinados a precisar ciertos vacíos o formulaciones muy generales de las leyes, sin alterar su espíritu, y a ponerlas en ejecución. La reforma constitucional de 1994 agregó tres tipos de decretos que no estaban contemplados expresamente en el texto constitucional, pero que la jurisprudencia de la Corte Suprema había admitido en diversas ocasiones: los decretos de necesidad y urgencia, los decretos delegados y los decretos de promulgación parcial de leyes.

Los primeros, que ahora nos ocupan, tienen como objeto materias que la Constitución reserva al Congreso. Son, para decirlo de un modo simple y no técnico, como leyes dictadas por el presidente. El artículo 99, inciso 3, CN, comienza por prohibirlos, pero luego establece los casos en que, de manera excepcional, pueden dictarse, salvo en materia penal, tributaria, electoral o de partidos políticos, en que están siempre vedados. La letra de ese inciso autoriza su dictado cuando no se puedan seguir los procedimientos previstos por la Constitución para la sanción de las leyes. Esa hipótesis solo se verificaría en situaciones muy extremas, como las de catástrofes naturales que impidieran la reunión del Congreso. Pero la interpretación de la Corte admite también que se apele a ese recurso cuando la urgencia en resolver un problema no sea compatible con la tardanza que, por tratarse de un órgano colegiado y complejo, siempre tiene el Poder Legislativo.

En definitiva, los DNU son instrumentos que la Constitución prevé para casos extraordinarios. La ley 26122 regula el control parlamentario y los efectos de estos decretos, así como de los delegados y de promulgación parcial de leyes. Son sometidos al dictamen de una comisión bicameral y posteriormente deben ser aprobados o rechazados por los plenarios de ambas cámaras del Congreso. De acuerdo a la ley (porque esto no fue contemplado en el texto constitucional), los decretos se mantienen en vigencia desde su dictado hasta que sean rechazados expresamente por ambas cámaras. Siempre critiqué esta solución (que se debe a la autoría de la entonces senadora Cristina Fernández de Kirchner) y, como diputado nacional, presenté un proyecto de ley para que se estableciera la opuesta, como la que trae la Constitución porteña: que después de un cierto plazo, el silencio del Congreso se interprete como un rechazo.

El Poder Ejecutivo englobó todas las reformas en un solo decreto. Conforme a la ley mencionada, el Congreso solo lo puede aprobar o rechazar. Esto puede generar una dificultad en los legisladores que coincidan con algunas partes y no con otras. Tal vez hubiera sido más conveniente que las distintas reformas se hubieran canalizado en distintos decretos o, mejor aún, en distintos proyectos de leyes, pero es evidente que el flamante presidente quiso dar una señal contundente de un profundo cambio de régimen económico y consideró que era preferible una estrategia de shock.

Al margen de atendibles observaciones de carácter constitucional, lo positivo es que la sociedad haya elegido -y el Poder Ejecutivo, que fue crudo y claro en su campaña, se haga eco de ese nuevo clima- terminar con el populismo y transitar un camino que no va a estar exento de esfuerzos, de obstáculos y de contratiempos, pero que, al dejar de lado el empobrecedor paternalismo estatal, pone el énfasis en la libertad y la responsabilidad de cada ciudadano.