La llamada Generación del 80, aquella que vivió y ocupó funciones de gobierno, académicas, periodísticas, militares y en la sociedad civil, se caracterizó por ser receptiva a las ideas de la ciencia y de las innovaciones tecnológicas, al mismo tiempo que tenía una visión con sabor local que la entroncaba con la argentinidad tradicional. Se buscaba hacer de la República Argentina una nación moderna, con instituciones, códigos, ferrocarriles, telégrafos, bancos, exportaciones, inmigración, una moneda única para todo el país, poniendo fin a las revueltas militares y teniendo el control efectivo del territorio. Y esta joven nación reposaba en un humus fecundo de siglos, con tradiciones e historias propias, que se fusionaron con lo más novedoso en modo prodigioso.
Joaquín Víctor González (1863-1923) fue uno de los exponentes de esa generación icónica que, lejos de ser homogénea, presenta itinerarios y visiones diferentes, pero con el común denominador del afán del progreso. Relata Ramón Columba en su libro El Congreso que yo he visto que al joven González le faltaba rendir una última materia para graduarse en sus estudios de Derecho, era legislación de minería. Lo hizo estudiando el único manual que en estas tierras argentinas se había escrito al respecto, que era de su autoría. Indicio temprano de un talento excepcional, erudición y trabajo sistemático que lo llevó a ser gobernador de La Rioja, diputado nacional, ministro del Interior, senador de la Nación y primer Rector de la Universidad Nacional de La Plata. Su nombre llegó a barajarse en 1916 para unificar a las fuerzas conservadoras que le harían frente al radical Hipólito Yrigoyen, siendo González –un roquista de pura cepa- uno de los fundadores del Partido Demócrata Progresista.
Al tiempo que buceaba en los conocimientos jurídicos y los comparaba con la legislación contemporánea de otras naciones, con una visión histórica que le daba profundidad en la comprensión, también se preocupó por las costumbres y relatos de su provincia natal, que legó en textos que son clásicos en nuestra literatura. En este sentido, tal como hicieron Bartolomé Mitre, Estanislao Zeballos y Lucio V. Mansilla, para citar unos pocos ejemplos, tuvo su mirada puesta en el horizonte de las innovaciones de su época con los pies en una Argentina profunda a la que conocía y respetaba.
Perteneció a esa corriente que el historiador Eduardo Zimmermann llama liberal reformista, que tomó muy en serio la necesidad de resolver la “cuestión social”, denominación que abarcaba las problemáticas emergentes de un país que se había modernizado aceleradamente en pocos decenios: aumento de la criminalidad en los centros urbanos, auge del anarquismo que atentaba contra las autoridades públicas y las fuerzas de seguridad, el hacinamiento en los conventillos, la carestía de vida, la falta de desarrollo en los sectores rurales. Como ministro del Interior en la segunda presidencia de Julio Argentino Roca, acometió estos desafíos con una serie de iniciativas legislativas que se inspiraron en las soluciones más avanzadas de su tiempo, tras el detallado Informe Bialet Massé. Como generación ilustrada e inspirada en el positivismo, precisaba de datos concretos y siguió con la costumbre de realizar censos y estudios exhaustivos para acometer las reformas sociales.
A su entender, las reformas sociales venían acompañadas de las políticas, para que el Congreso argentino fuese cauce natural de la representación de las minorías. Por ello impulsó la Ley 4161 de elecciones, que continuó con el voto universal masculino –se opuso al voto calificado, entonces auspiciado por el diputado Mariano de Vedia-, y con circunscripciones uninominales. Su proyecto original era más ambicioso que un cambio en la geografía política: también establecía el voto secreto y el derecho del inmigrante –propietario o profesional liberal, de 22 años de edad- a obtener la ciudadanía argentina con su sola inclusión en el padrón electoral, propuestas que fueron descartadas por las cámaras legislativas. Esta reforma política iba acompañada por otra, como fue el proyecto de Código de Trabajo, que sirvió como fuente de inspiración para una fecunda obra legislativa en las décadas siguientes.
Liberal reformista y laico, masón, hombre público y privado, docente universitario, legislador, periodista, escritor, dejó una fuerte impronta con su paso. Este 21 de diciembre recordamos el primer centenario de su fallecimiento, y también de la aspiración a la eternidad de su legado.