La pregunta acerca de cómo está la Humanidad, el mundo o nosotros las personas en general, nos acompaña en todo momento. Se renueva en cada época y por supuesto admite respuestas de distinta índole. ¿Quién podría decretar el fin de este interrogante sin incurrir en un acto arbitrario? ¿Sería posible arribar a una verdad consagrada que nos libere de la duda frente a esta pregunta existencial y permanente? Deliberar, reflexionar y argumentar acerca de cómo estamos y, en función de ello, de cómo creemos que podemos estar en el futuro forma parte de nuestro repertorio cotidiano. A nivel individual, de una familia, una organización, una comunidad o bien de la Humanidad en su conjunto. Nuestras respuestas, con el tiempo, adquieren mayor profundidad. Gracias al conocimiento aplicado desde múltiples disciplinas y perspectivas, podemos producir evidencias. Y ser menos subjetivos. Aspirar a gestionar nuestros sesgos. Y en niveles más evolucionados de conciencia y destrezas, identificar con claridad nuestros modelos mentales, que influyen de manera decisiva en cómo vemos las acontecimientos Pero nunca seremos máquinas objetivas. Siempre nos seguiremos preguntando cómo estamos y cómo podemos estar en el futuro. Y siempre tendremos respuestas diversas, parciales y limitadas.
No por ese carácter imperfecto, nuestras respuestas se tornan estériles. Suman y se complementan. Habilitan nuevos marcos de pensamiento. Impulsan a la acción y la mejora continua. Movilizan energías, despiertan debates productivos y son insumo vital para la dinámica democrática, la mejor que hemos inventado hasta ahora para gestionar asuntos colectivos y que nos permite, como ciudadanos, elegir a quienes nos gobiernan (con distintos grados de libertad según países, claro). Dentro de este crisol de posibilidades y perspectivas, la pregunta central que nos convoca con recurrencia a nivel global es: ¿Cuál es el estado del mundo? Y a partir de allí, las preguntas complementarias que se suceden: ¿Podemos estar mejor como especie o civilización? ¿Es verdad que todo tiempo pasado ha sido mejor y que estamos en franca decadencia? ¿Qué futuro nos espera como especie? ¿Hay evolución visible para esta versión tan lograda que hemos logrado como Homo Sapiens?
Narrativas más amigas del optimismo pugnan con aquellas mayoritarias más afines al pesimismo en el intento de responder a estas preguntas de forma fundada. En medio de tal batalla conceptual, nuestra mejor opción es responder con más preguntas que habiliten nuevas miradas y perspectivas: ¿Cuánto peor podríamos estar en esta enorme y desordenada constelación de intereses, culturas y voluntades que es la civilización humana?, ¿Cuántas catástrofes no logran consumarse, a pesar de repetidos anuncios, gracias a la inagotable elaboración de soluciones que se logran aplicar a pesar de nuestros fallos recurrentes? ¿Cómo es posible que siendo el mundo una caldera de confrontaciones regada por un recetario de imposibilidades, tantas actividades y procesos funcionen y sigamos en carrera hacia el futuro con esa hoja de ruta colectiva que son los Objetivos de Desarrollo Sostenible 2030? ¿Cuánto peor podríamos estar en esta aventura evolutiva de vivir juntos si muchas premisas e instituciones que nos vamos dando para ello no funcionaran, no resistieran los embates de las fuerzas de la destrucción o no fueran tan resilientes frente al laberinto que supone la condición humana?
El panorama siempre es complejo. Si tomamos en cuenta la mayoría de los estudios globales que dan cuenta de la creciente insatisfacción y malestar que las personas experimentan en nuestro tiempo, más allá del nivel de desarrollo económico y tecnológico de las regiones donde habitan, es fácil advertir que algo no funciona en el orden social que la civilización fue logrando. Las preguntas propuestas en el párrafo anterior, orientadas a reflexionar sobre todo aquello que podría ser mucho peor, pueden quedar en un segundo plano frente a la evidencia de un sentir popular tan impregnado de cansancio, incomodidad y crisis de sentido, situaciones reflejadas habitualmente en las obras del filósofo surcoreano Byung-Chul Han y en el reciente “Cómo Salir del Pozo”, del periodista y analista global Andrés Oppenheimer.
Objetivamente, la agenda global desborda de problemas. Los desajustes ambientales asoman todos los días con inusitada gravedad; las guerras abiertas han retornado al mundo amenazando con fuertes desequilibrios geopolíticos; las desigualdades se expanden al mismo tiempo que les innovaciones que nos ofrecen tantas posibilidades de progreso; la inteligencia artificial avanza hacia su era industrial e irradia miedos e incertidumbres en todos los sectores; las democracias crujen frente a la dificultad para dar respuestas a nuevas y diversas demandas colectivas; mafias, ciberdelincuencia y terrorismo internacional se reconfiguran y amenazan organizaciones y comunidades de manera recurrente; las injusticias no han sido vencidas a pesar del progreso civilizatorio respaldado por tantas estadísticas de mejoras en bienestar y derechos de las personas. Y podría seguir.
Frente a todo esto que nos abruma, siempre lo más sensato es recordar de dónde venimos. Y honrar el camino de logros y superaciones que como especie hemos protagonizado. Como propone Harari en 21 Lecciones para el Siglo 21: “Los pensadores escribieron panfletos, los artistas compusieron poemas y sinfonías, los políticos acordaron pactos, y todos juntos convencieron a la Humanidad de que el humanismo podía imbuir del sentido al Universo. Para comprender las implicancias y profundidad de la revolución humanista, considérese de qué manera la cultura europea moderna difiere de la medieval. Las gentes de Londres, París o Toledo del año 1300 no creían que los humanos pudieran determinar por sí mismos lo que es bueno y lo que es malo, qué está bien y qué está mal, lo que es hermoso y lo que es feo. Solo Dios podía crear y definir la verdad, la virtud y la belleza”. De aquella vida precaria, corta, encorcetada y brutal, venimos.
Dicho esto, la clave para pensar de forma ecuánime cómo estamos hoy está en cómo somos capaces de interpretar y enmarcar esta dolencia colectiva, este presente de extendido malestar que suele ser caldo de cultivo para voces demagógicas que concentran sus energías en prometer lo incumplible. Y aquí está la brillante oportunidad que la civilización humana, en esta década de inflexión del Siglo 21 que transitamos, tiene de cara al futuro. Es esta la cuestión central de nuestro tiempo: cómo enmarcamos esta época de contrastes, transformaciones aceleradas y efectos asimétricos. Tiempos desafiantes y apasionantes, dice el creador del Grameen Bank y Premio Nobel de la Paz, Muhammad Yunus. Alucinante y aterrador, expresa el columnista de New York Times Kevin Roose para describir la irrupción de la inteligencia artificial generativa que tanto caracteriza nuestra época. Lleno de tecnologías poderosas y de profundas demandas de renovado humanismo, según el prestigioso analista Thomas Friedman. Tiempos de recreación, transformación y reconfiguración de los asuntos humanos.
Según los expertos Cukier, Mayer-Schonberger y De Verocurt, autores del brillante “Framers – La Virtud Humana en la Era Digital”, todas las encrucijadas y desafíos que se configuran en el camino de la historia depende de las respuestas que la Humanidad es capaz de darles. Enmarcar es parte fundamental de la cognición humana, nos permite lograr nuevas soluciones al repertorio de problemas que se nos van presentando. Nos brinda nuestra gran ventaja sobre los ordenadores que creamos para hacernos la vida más fácil: trabajar sobre mundos que imaginamos, poner nuestra mente a deambular de manera estructurada para crear nuevos caminos. Enmarcamos y reenmarcamos el mundo de manera constante y, gracias a ello, la civilización avanza.
Si, a través de nuestros líderes, mentores y organizaciones, logramos acercarnos a un marco común para interpretar nuestros tiempos, será más fácil alinear las fuerzas de la creación para construir un futuro mejor para la Humanidad. Esta década es la ventana de oportunidad para hacerlo. Es la década de cierre de los ODS, enorme triunfo de la construcción colectiva global. Es la década de la inteligencia artificial generativa y la hipótesis de ponerla al servicio de la Humanidad. La década del capitalismo consciente, ese capaz de crear valor económico pero cada día más también valor social y ambiental. La década de las nuevas tecnologías verdes motorizando industrias capaces de salvar el Planeta y generar nuevos empleos. La década en la que debemos capitalizar los aprendizajes de la reciente pandemia, simbolizados en nuevas posibilidades de vivir, trabajar y producir con mejores equilibrios. La década donde autocracias y populismos embarrados en el cortoplacismo pueden terminar de demostrar sus perniciosos efectos y dar nuevo impulso a las fuerzas de la democracia, la diversidad y el largoplacismo. La década de la educación personalizada, mediada por tecnologías, liberada de modelos obsoletos y enfocada en dotar a las personas de habilidades crecientes para sus proyectos de vida.
Esta década es un volcán en ebullición. Puede arrasar con muchas de nuestras bases. Puede parecer implacable y fuera de control. Pero también puede ser el motor del cambio de paradigma para ese anhelo de estar mejor, luego de todo lo mejor que hemos sido capaces de estar como especie a través de estos largos siglos de ensayo y error a escala global. Según la segunda ley de la termodinámica, todos los sistemas tienden al desorden y la entropía. Quizás sea la gran misión humana poner gestión e innovación allí donde prima la tendencia al desorden. Eso hemos hecho en el recorrido civilizatorio. Y eso podemos hacer en el futuro próximo. Para ello, necesitamos cultivar el optimismo sobre el futuro, sin el cual todo se hace muy cuesta arriba; seguir ampliando nuestras responsabilidades, dado que más que nunca somos partes de un gran cerebro global interconectado y nuestras acciones no pueden descolgarse de el; y, finalmente, abrazar el paradigma de la complejidad, ese que nos permite comprender nuestras realidades como sistemas de múltiples interacciones e intereses, que nos aleja de simplismos y fanatismos, poniendo la energía en construir colectivamente con las personas en el centro. A pesar de todo, no estamos tan mal. Pero lo bueno es que siempre podemos estar mejor.