El instituto jurídico del Decreto de Necesidad y Urgencia

La reforma constitucional de 1994 ha diseñado un Poder Ejecutivo (el Presidente de la Nación) fuerte, pero con limitaciones a tal fortaleza dentro del sistema de división de poderes

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Javier Milei junto a los
Javier Milei junto a los miembros de su Gabinete, con quienes anunció el DNU para desregular la economía

Nuestro Presidente “es el jefe supremo de la Nación, jefe del gobierno y responsable político de la administración general del país”, dice el artículo 99.1 de la Constitución”. Es claro que el constituyente le ha atribuido al Presidente la función de jefatura o conducción superior, de impulso y direccionamiento, relegando el ejercicio de la administración al jefe de gabinete de ministros (art. 100.1). Es decir, nuestro Presidente es, en el punto, una figura análoga al Rey (por ejemplo en España) o al Jefe de Estado (por ej. Presidente de la República en Italia) en los actuales sistemas parlamentarios europeos: quien conduce y define los temas más trascendentes, especialmente aquellos que hacen a la paz, la justicia material y la subsistencia de la Nación.

Como jefe supremo de la Nación, ejerce tal función de jefatura, conforme con el sistema federal, sobre todo el país. Como jefe del gobierno, orienta la acción del Poder Legislativo y, junto con este, da forma al Poder Judicial en cuanto a su dimensión, integrantes y normas procesales. Como responsable político de la Administración, da cuenta de su gestión ante el Pueblo, especialmente a través de la herramienta electoral y también, en situaciones extremas, ante el Congreso.

Para cumplir con esta grave responsabilidad –la función de jefatura- la Constitución le otorga las competencias que se encuentran enumeradas en su artículo 99, entre ellas, las de dictar normas de naturaleza legislativa, los decretos de necesidad y urgencia (DNU) “cuando circunstancias excepcionales hicieran imposibles seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes” (art. 99.3). Es decir, le otorga la competencia (“poder”) legislativa (con exclusión de algunas materias) excepcional, sujeta a un régimen especial de revisión y control por parte del Congreso.

Así, “las circunstancias excepcionales” que obstan al trámite ordinario legislativo, no son ni una guerra, terremoto, invasión extraterrestre, o similar, sino la situación misma.

Que nos encontramos ante una situación extraordinariamente crítica (generada por muchos de los que, con gran hipocresía, critican el DNU 70/23) nadie lo puede negar. Tampoco la necesidad de iniciar ya el camino para su pronta solución. Igualmente, nadie de buena fe o con un mínimo de sentido común puede pensar que el debate sobre las medidas tomadas en el DNU 70/23 podría precisar sólo de unos pocos días en el Congreso. ¿Cuánto incidirá en la duración de ese debate la presión de los “intereses creados” (los que maman de la teta del Estado “prebendario”)? ¿No son ellos los que nos han gobernado estos últimos 20 años, al amparo de, en muchos casos, presidencias de papel pintado? Así nos va.

Nos es cierto que con el dictado del DNU se saltea al Congreso. El Congreso puede derogarlo, o modificarlo, con una ley, en menos de 24 horas, o anularlo conforme con el procedimiento de la ley 26.122, también en 24 o 48 horas. ¿Qué no puede hacerlo así porque no tiene suficientes mayorías, no son posibles los acuerdos, etc? Bueno, precisamente por estas razones la Constitución Nacional le otorgó al Presidente –basado en su mayoría electoral (56% de los votos)- la competencia legislativa a la que nos estamos refiriendo, cuando la urgencia, la emergencia, la necesidad social, exigen medidas expeditas, de valentía política, de ejercicio de la Jefatura Suprema de la Nación.

Así como tenemos sectores que no admiten ser destetados del Estado, son legión en nuestras playas los fariseos del derecho, sepulcros blanqueados en los círculos del autobombo. Me permito repetir: así nos va, pero hasta ahora. Ya hemos comenzado a cambiar.

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