Javier Milei construyó una carrera meteórica difícil de comparar con alguna anteriormente. En canales de televisión, repitiendo teoremas y explicando apasionadamente los problemas que teníamos los argentinos (que todos padecíamos, pero nadie escuchaba) accedió a una banca en el Congreso en cuestión de meses y en dos años, obtuvo la primera magistratura del país.
A contra corriente de lo que pasaba en el resto del mundo y posterior al surgimiento de los líderes anti-sistemas y con una campaña austera, cargada de simbolismos y emotividad, recuperó una parte de la mística peronista original (la de Perón) y recaló en una porción enorme de la sociedad sumamente heterogénea: desde los vecinos de los barrios más caros de la capital hasta los repartidores de delivery. Todo lo que lo rodea da que hablar por sí mismo: sus perros, su peinado, su círculo de confianza, su verborragia. Atributos difícilmente de encontrar en otros líderes que no sean Carlos Menem o Juan Domingo Perón.
Sin promocionarlo en campaña, armó un gabinete de Unidad Nacional donde conviven radicales, peronistas, conservadores, liberales, independientes, técnicos, políticos con mucha experiencia y otros outsiders, como él. Su gabinete es, de alguna manera, una representación de la sociedad argentina: animales políticos como Guillermo Francos y gente que nunca activó en política como la misma hermana del presidente o Nicolas Posse, un hombre que hizo toda su carrera en el sector privado y hoy es una de las cabezas más importantes del gabinete.
Detrás de la Mileimanía hay un desafío enorme: reconciliar la política con la gente. Una demanda implícita de la sociedad que se cansó de ver políticos viviendo vidas de lujo en barcos por el caribe y quiere gente común que les hable fácil, de sus problemas, que los escuche y que sea lo más parecido a ellos mismos. Que sientan lo mismo que sienten ellos y que propongan hacer las cosas distintas a como se vienen haciendo. Tan simple como eso. Sin recetas mágicas ni superhéroes que nos vengan a salvar.
Es verdad. Milei no tiene experiencia, y esa quizás sea una de sus más grandes virtudes que lo convierten en un hombre común. La gente común no tiene experiencia en política. La gente común defiende lo que quiere con pasión, aunque eso implique gritar en un panel de televisión o parecer un loco. La gente común quiere a sus perros y tiene una relación especial con ellos. En estas elecciones, el grito de esa gente común le ganó a la experiencia.
Este hombre común que por momentos emociona cuando habla de su conversión religiosa, por momentos genera empatía cuando en un programa de televisión se enfrenta a un panel de diez personas o cuando se sale de protocolo, rompió con cualquier ley de la política tradicional y forjó su propio camino con increíbles resultados.
Subestimado por gran parte de la sociedad y desafiando años de bibliografía política y análisis profesionales, este hombre común llegó al corazón de la gente y le puso fin a años de teorías: no se necesitan cientos de millones de dólares para una campaña presidencial, no es necesario un aparato monstruoso y finamente aceitado, no van más los millones de dólares gastados en pauta publicitaria, ni se necesita tener candidatos conocidos que arrastren al candidato a Presidente. Sin nada de esto duplicó a varios candidatos del peronismo aferrados hace años a los cargos (y a las cajas). Dijo lo que iba a hacer, y lo dijo crudamente. Fue totalmente disruptivo. Lo atacaron por todos lados. Se mostró como un líder capaz de llenar cualquier plaza del país. Construyó, con sus características, una imagen presidencial moderna, por momentos informal y muy asimilada a la estética de los Estados Unidos. Desde los conceptos de fondo hasta las formas, Milei corrió el eje de la discusión a un lugar tan incómodo como necesario y se mostró apto para el cargo, con el carácter justo para ser presidente, como alguien que no se va a dejar correr por su vicepresidente, que golpea la mesa si es necesario y que puede pedir perdón, como hizo con el Papa.
Nuestro país está ante una oportunidad única. Quizás la más importante de su historia. No habrá margen para otro fracaso, no habrá luna de miel de cien días ni errores no forzados que la gente vaya a tolerar. La exigencia de la gente es más fuerte que nunca y ya no les da todo lo mismo. Vivimos un clima excepcional: por primera vez en mucho tiempo recuperamos nuestro lugar en el mapa. El mundo entero está viendo esta hazaña de un hombre común que desafió todas las leyes de la política convencional, que vino a cuestionar todo y proponer cambios de raíz.
La crisis es la más profunda de la historia, el desafío es gigantesco, y la oportunidad aún más. Milei puede ser el gran presidente de la democracia y hacer lo que nunca se hizo. Es la gloria: tener una economía fuerte que permita algo revolucionario, extremadamente utópico y necesario como es vivir bien, o es el abismo que ya conocemos; seguir viviendo de los frutos de las generaciones pasadas.
No dejemos pasar esta oportunidad.