Era la mañana de un día cálido de diciembre de 1962. La Alcaidía de Contraventores de la Policía de la capital (cárcel de Devoto) arrancaba una nueva jornada, con las tensiones lógicas generadas por la conjunción del calor y el encierro con la sobrepoblación carcelaria. El edificio, que no fue concebido como cárcel, tenía una capacidad para alojar decentemente cerca de 1000 presos. En ese momento, los registros señalaban la presencia de 2.188 internos, en su mayoría procesados.
La coyuntura era difícil; diez meses separaban una cárcel tranquila de ese mega depósito de personas. ¿Las causas? El cierre efectuado (ignorando voces de especialistas penitenciarios) de la Penitenciaria Nacional de la calle Las Heras. Cientos de internos allí alojados fueron distribuidos entre Devoto y la vieja cárcel de Caseros, nomenclada como prisión de la Capital Federal. La suma de internos en el marco de una emergencia por carencia de plazas de alojamiento generó una mezcla de presos que en circunstancias normales no se hubiera dado.
El nuevo escenario permitía vislumbrar una peligrosa convivencia forzada entre líderes de diferentes estructuras delictivas, quienes mediante un tácito pacto de no agresión consiguieron llegar a ese 18 de diciembre pensando que sus intereses comunes no habían sido descubiertos por los agentes custodios. Esos intereses comunes cobraron forma tras la planificación de una fuga masiva que tomaría otro rumbo ese día, que se inscribiría en la historia en formato de tragedia.
Los registros dan cuenta que a las 13.30 una camioneta IKA color verde se detuvo bruscamente sobre la calle Bermúdez arrojando contra el acceso central de la Unidad, dos bombas molotov y algunas granadas, generando explosiones de magnitud y un principio de incendio que fue rápidamente controlado. Afortunadamente, no se registraron personas heridas producto del atentado.
Era la señal para que los internos alojados en el pabellón celular cuarto de la planta cinco comenzaran a ejecutar el plan de fuga, que se vio frustrado por la presencia de personal de requisa que se encontraba operando en la planta en búsqueda de armas y sustancias prohibidas. El plan se había filtrado y no solo el personal de penales (en ese entonces dependiente de la Dirección General de Institutos Penales) estaba alertado, también la Policía Federal, que colaboraba en tareas de prevención fuera del establecimiento.
Tiros sobre la calle Desaguadero (que corre por detrás de la planta cinco), explosiones dentro la planta, ruidos ensordecedores de objetos pesados que caen por el hueco del ascensor (que está detenido y abierto en el nivel cero de la planta y ahora inutilizado), fuego que comienza a expandirse desde el pabellón celular tercero, escaleras llenas de humo, cadenas de seguridad que no llegan a colocarse, presos que se mezclan en la ruidosa espesura del humo de los colchones incendiados, guardias que son capturados como rehenes y trasladados al pabellón celular cuarto (comando general de los que planeaban huir y ya no ven salida posible), confusión, silencio que recorre toda la estructura de Devoto y disparos: uno, dos, tres.
Nuevamente silencio y un cuerpo que ahora cae arrojado por el hueco del ascensor: es un funcionario de penales, el primero en ser martirizado y arrojado a la vista de sus iguales como muestra de que la cosa va en serio.
Un detalle, la reducción del personal de seguridad no fue difícil, pues los internos contaban con un arsenal de armas.
Lo que viene luego es la tragedia que se adueña de la historia. Nueve agentes de Institutos Penales que son asesinados y muchos de ellos arrojados por el hueco del ascensor. Un juez que establece su despacho en la Dirección del penal y trata de negociar la entrega pacifica de los internos, directivos de institutos penales que arengan a sus subalternos en la única respuesta que como agentes del orden pueden dar -siempre en el marco de la ley-. El personal, humillado y herido, que no está dispuesto a tolerar el homicidio de sus camaradas como si nada hubiera pasado. El coctel que pone fin a la jornada más triste de la historia penitenciaria está servido.
El personal decide ingresar y recuperar por la fuerza el control de la planta cinco (a la postre, la única de todo el establecimiento que había sido dominada por los internos), la extracción de los rehenes penitenciarios heridos que aún quedaban en los pabellones amotinados se logra a sangre y fuego. A las tres de la mañana del 19 de diciembre, se logra la recuperación definitiva de los pabellones amotinados, se sofoca el fuego de los colchones encendidos y se logran quitar de las escaleras las mantas rociadas con querosene que aún quedaban allí dispuestas como barricadas por los presos. El saldo de esa trágica jornada fue de NUEVE agentes de la por entonces Dirección General de Institutos Penales (Hoy S.P.F.) asesinados y VEINTITRES internos muertos producto de la refriega.
Entre ellos, los lideres del frustrado plan de fuga devenido en motín, encabezados por el interno Hugo Uran Luján, ladrón de bancos y múltiple homicida, despojado de cualquier vestigio de humanidad. Este habría sido quien ejecutó a la mayoría de los nueve agentes, haciéndolos arrodillar, pedir perdón a los internos y besar el suelo. En esa posición, los remataba a sangre fría de un tiro en la nuca.
Que el horror de esa jornada nos invite a reflexionar sobre la delicada y difícil tarea encargada a los hombres y mujeres que visten el uniforme penitenciario. En especial, en estos tiempos de lucha contra organizaciones criminales para quienes la vida no significa nada.