Todo el mundo lo sabe: no conviene actuar en caliente. Generalmente, no sale nada bueno de ello. Aun así, puede ser recomendable cuando el impulso es tan desesperado que permite vencer la cobardía; que lo arruina todo cuando uno se toma el tiempo de dudar sobre lo que hará (o escribirá…). Hace tres horas, en suelo Israelí, recorrí el “Kibbutz Be´eri”. El más cercano a Gaza. Y el más castigado. Vengo de visitar sus ruinas. Acabo de ver los restos de la casa de Vivian Silver. Tenía 74 años. Ella era una pacifista y luchaba por la integración entre israelíes y palestinos. Buscaba niños enfermos en la frontera con Gaza y los llevaba a hospitales israelíes para que los curen. Los terroristas la prendieron fuego viva dentro de su refugio. El ejército tardó semanas en reconocer el cuerpo porque toda su existencia quedó tristemente reducida a un solo elemento reconocible: sus dientes. Ella estaba más cerca de ser la madre que la enemiga de los jóvenes terroristas que la incineraron. Ciertamente, esta guerra no es de Vivian. ¿De quién es la guerra es entonces?
Antes de llegar al “Kibbutz Be´eri” pasé por el lugar donde fue la fiesta Nova, brutalmente atacada. Allí me recibió un comandante de las fuerzas armadas israelíes, quien fue el primero en llegar al lugar de la masacre el 7/10 a la mañana. En nuestra conversación ocurrió algo impensado para un condecorado soldado de elite: en tres oportunidades tuvo que detener el relato de lo que encontró cuando llegó al lugar, porque sus ojos se llenaban de lágrimas y se veía obligado a tomar una bocanada profunda de oxígeno; como buscando un analgésico en las partículas de aire que inhalaba. El momento más difícil fue cuando me contó que encontró a una chica de 20 años abusada y atada a un poste. La habían usado como ejercicio de tiro al blanco: tenía más de 30 disparos de la cintura para abajo. Luego de ver su rostro desesperado, desencajado, me di cuenta que esta guerra tampoco era de este comandante. Era mucho para él. ¿De quién es la guerra entonces?
La masacre del 7/10 es un test moral de magnitud planetaria. Es la interpelación más poderosa que se nos ha presentado a los seres humanos modernos. Para quienes creen en Dios, es él poniéndonos a prueba. Para quienes no creen, es una encrucijada evolutiva para decidir cuál camino tomaremos, en nuestro instinto por sobrevivir como especie. Aquí no está en juego la soberanía del estado Israelí, ni los límites del territorio palestino. Ni judíos. Ni árabes. Lo que está en juego aquí es qué método usaremos los seres humanos para luchar por aquello que deseamos, o consideramos justo. Esta es la verdadera decisión en juego. Y vale para cualquier reclamo. Desde el más pequeño pleito para ver quién se queda con la herencia de la abuela, hasta el más ambicioso plan para conquistar un territorio disputado por dos estados.
El ataque terrorista del 7/10 fue una propuesta, cristalina, de un modo posible de reclamar aquello que uno desea: el recurso utilizado fue la más cruda violencia contra mujeres y niños. Lamentablemente, este es un método que está al alcance de la especie humana. Por supuesto, es una propuesta más aterradora que el reclamo pacífico a través de los sistemas legales del mundo. Inclusive, es más feroz que exigir lo que uno pretende por medio de la guerra. Aun para este último caso existen reglas internacionales que prohíben matar civiles; mucho más violarlos, descuartizarlos o meterlos vivos adentro de un horno, como hizo Hamás con varios bebés. ¿De quién es la guerra, entonces?
La prueba que enfrenta nuestra especie es la decisión sobre qué método elegirá para resolver sus diferencias; sin importar sobre qué sean. Esta pregunta nos interpela a todos. Gobiernos, organismos internacionales y ciudadanos comunes. Es una decisión que las personas no podemos delegar en otros: ni en políticos ni en líderes religiosos. Eludir esta pregunta sólo provocará que el dilema nos persiga eternamente. Implacable.
Y esquivarlo implica no optar por ningún método en particular. Y no tener uno, sólo provocará que se imponga el método de Hamás: el más fuerte descuartiza al más débil. Si no tomamos una decisión firme, ahora, entonces la disyuntiva planetaria quedará vacante. Y será ocupada por los más fuertes; o los más violentos. Los espacios que no se toman, se pierden. Lamento decirles que más tarde o más temprano seremos, nosotros, parte de un conflicto que se resolverá con estas reglas (¡que no hemos rechazado a tiempo!). Cuando ese momento llegue, más vale que estemos en el bando de los violentos. O pagaremos nuestra indecisión con sangre. Me sigo preguntando. ¿De quién es la guerra?
Generalmente se entiende que cuando algo es de uno, le genera responsabilidades. Si un campo es mío, entonces soy yo quien tiene la obligación de cuidar que no se escape el ganado (un deber que no tiene mi vecino, por ejemplo). Lamento complicarles la existencia con una dolorosa e inquietante noticia.
La guerra es nuestra.