Los primeros minutos poselectorales generan de modo inevitable el riesgo de que quien tuvo el favor popular crea que tiene algún “cheque en blanco”. La verdad es que quien asume el gobierno de un país con claras dificultades en casi todas sus dimensiones, tiene el deber del éxito, o por lo menos de no empeorar la cosa. Ese deber recae en el gobernante haya sido preciso o ambiguo a la hora de definir su programa de acción de gobierno. Hay varias políticas públicas de nuestro país que ya no admiten ni fracasos activos ni omisivos. Hoy quiero subrayar una de ellas: la administración de justicia.
El problema de la justicia, particularmente aquella que se ocupa de los conflictos de mayor trascendencia comunitaria como la justicia penal, normalmente ha sido observado de modo corporativo, egocéntrico y a espaldas de los ciudadanos. Cuando sucede esto, quienes asumen las máximas responsabilidades institucionales creen que la solución debe pasar por aumentar los niveles de empatía inter-poderes (legislativo-judicial y ejecutivo-judicial). Para esta mirada, el origen de toda crisis judicial reside en que los pobres jueces y fiscales han sido maltratados. No es tarea de este aporte valorar la pertinencia de este diagnóstico: es poco lo que quien esto escribe puede aportar sobre la percepción afectiva y espiritual que jueces y fiscales poseen sobre el trato que reciben de otros poderes del Estado.
Esa perspectiva es un poco exótica para nuestra tradición cultural y constitucional, que siempre subrayó como la base del sistema republicano al modelo de “división de funciones” con sistemas de “frenos” y “contrapesos” que aseguraban un control interórganos para la seguridad de las libertades cívicas de los individuos. No es que el constituyente infravalorara las relaciones de cariño, amistad y cordialidad entre funcionarios de diversos roles, sino que ello no tiene ninguna trascendencia institucional para la construcción del país.
La mejor perspectiva reside en observar el problema desde los individuos y no tanto desde la zona de confort de quienes ejercen el poder.
Me interesa por ello proponer la mirada de la crisis judicial de un modo social, en mayor medida altruista y frente a los ciudadanos que acuden al sistema de justicia pidiendo ese servicio esencial para la vida de una república.
El plantel de jueces y fiscales del sistema penal incluye algunos funcionarios que sin duda son honestos, trabajadores, eficaces, comprometidos, capacitados, etc.
Sin embargo, si observamos a la justicia penal de los últimos 100 años como sistema (por poner un límite histórico, pero podríamos ir para más atrás de un modo francamente fluido), encontramos demoras irracionales, decisiones contradictorias, protagonismos risibles, velocidades inexplicables, carencias escandalosas de justificación técnica de las decisiones, porcentajes altísimos de presos sin condena, arbitrariedades desesperantes, alejamientos caprichosos de la verdad histórica, modelos organizativos injustificables, distribución irracional de recursos, falta de especialización de los operadores en lugares en donde ello es imprescindible, coordinación espacio-temporal de decisiones con tremendo efecto político, desproporción en el uso de los recursos económicos, delegación de funciones estrictamente judiciales y fiscales en funcionarios que no son jueces ni fiscales, aplicación irregular de institutos que ya poseen un origen ético muy discutible, agendas de trabajo coordinadas con los medios de comunicación, elección poco transparente del juez del caso, etcétera, etcétera.
Hoy nadie discute que el rol de los fiscales, individualmente considerado, y del Ministerio Público Fiscal, como institución, es esencial para el desarrollo práctico y teórico de un sistema de justicia eficiente.
Al Procurador General de la Nación y al Ministerio Público Fiscal, que él tiene la función de conducir, les toca la tarea de representar los intereses generales de la sociedad en la persecución penal. Los fiscales, que del Procurador dependen de modo vertical, tienen el deber de requerir una actuación del juez en procura de la verdad, la justicia y el respeto de la Constitución, los pactos de Derechos Humanos y la ley ordinaria vigente (penal y procesal).
Hace seis años que, a pesar de su trascendencia, el Ministerio Público no se encuentra dirigido por un Procurador o Procuradora General designados como lo establece la Constitución Nacional (Poder Ejecutivo con acuerdo del Senado). Ello implica que una de las instituciones más trascendentes del sistema republicano sea liderada por un señor (en el caso actual) con serios problemas de legitimidad de origen.
Pero más allá de eso, podemos decir que hace veinte años que el Ministerio Público atraviesa una crisis tan profunda que, en verdad, hoy requiere iniciar nuevamente un camino refundacional tan intenso como el que se comenzó (y no concluyó) entre los años 1997 y 2003.
Es por ello que la designación del Procurador no debería tener puesto el eje en la capacidad del elegido para lograr aquella empatía, que los fiscales o el resto del sistema judicial lo sientan como uno de “los nuestros”, o que su figura logre los consensos políticos propios de la tradicional mezquindad del Senado de la Nación.
En todo caso, habría que tener la sensación de que se invita a ejercer esa enorme responsabilidad a alguien que tiene la capacidad técnica, valentía personal y generosidad en el esfuerzo individual para conducir con éxito esta nueva etapa que, insisto, posee una dimensión transformadora tan grande que debe concluir en una redefinición revolucionaria del rol, diseño y capacidades del Ministerio Público Fiscal.
Las buenas épocas futuras no hay que imaginarlas como una artificial “vuelta a la tranquilidad corporativa”, sino como una urgente y profunda transformación del papel que debe cumplir la justicia penal en la vida comunitaria y de los fiscales en la vida cotidiana de la justicia penal.
Hay que elegir al Procurador que acepte que las mujeres y hombres de nuestro país le exijan ese resultado, ni un poco menos.
Un buen método, bastante difundido en ámbitos universitarios e institucionales de todo el mundo, es la evaluación de las hojas de vida o CV de los candidatos. No puede caber ninguna duda de que quien debe asumir esa responsabilidad, de la que depende la paz comunitaria, debe ser una mujer o un hombre con larga formación intelectual, trayectoria institucional y experiencia funcional.
Pero posiblemente la hoja (o mejor “hojas”) de antecedentes es una buena imagen hacia atrás. Faltaría una imagen del camino de transformación hacia el futuro. Un buen ejemplo de procesos de selección lo ha brindado un ámbito tan extraño como el fútbol: no es inusual que una institución deportiva que busca un director técnico invite a varios candidatos no solo a exponer sus antecedentes, sino a describir su “plan de gestión”.
Ahora bien, ¿cuáles son las dimensiones tan relevantes que debería enfrentar el futuro Procurador General de la Nación?
En primer lugar, el Ministerio Público debe ser el motor principal y quien en mayor medida debe recibir el impacto transformador de la implementación del nuevo código procesal penal de la nación. Hace varios años que nuestro Parlamento ha sancionado un nuevo modelo procesal que cambia el rol, particularmente y de modo profundo, de los fiscales.
¿Están preparados los fiscales para los desafíos que implica un nuevo modelo acusatorio? La respuesta es negativa. Se deben desarrollar procesos de capacitación para ese papel tan protagónico y, de una vez y para siempre, otorgar a los fiscales herramientas para ser eficaces en la reconstrucción de hechos históricos (de eso se trata investigar).
En segundo lugar, se deben dar pasos esenciales y urgentes en la definición de modelos organizativos propios del Ministerio Público acordes con la específica función que desarrollarán. Hay que recorrer el camino hacia un Ministerio Público ágil, moderno, descentralizado, interdisciplinario y cercano a la comunidad para los delitos tradicionales y cercano a los organismos de control administrativo previo para los delitos complejos.
Debemos introducir a los fiscales en los modelos de investigación eficiente y tecnológica.
En tercer lugar, el nuevo Procurador será testigo de un Ministerio Público que deberá recibir el ingreso del juicio por jurados para la justicia penal (como indica insistentemente nuestra Constitución Nacional, incumplida en el ámbito federal por tanto tiempo). El modelo del juicio por jurados requiere destrezas que no han sido desarrolladas por nuestros fiscales.
En cuarto lugar, al Procurador General, tanto nuestro pueblo como sus instituciones tienen el derecho de exigirle una propuesta clara, medible y comprometida de política criminal. Cada país tiene un mapa de urgencias político-criminales que es permeable a momentos, coyunturas, relaciones internacionales, políticas económicas, tributarias, aduaneras, sanitarias, etcétera, etcétera. ¿Cuál será el plan de política criminal del nuevo procurador? Quien reciba esa designación no podrá beneficiarse de ejemplos de los últimos años: nada de esto ha sucedido en la conducción del Ministerio Público Fiscal.
Estas pocas dimensiones ponen en evidencia cuánto necesitamos los argentinos del Ministerio Público y cuánto necesita el Ministerio Público de un Procurador que posea la legitimidad de origen, la capacidad técnica y la valentía institucional como para conducir esta nueva y esencial refundación del rol de los fiscales.
Maximiliano Rusconi es doctor en Derecho. Profesor titular de derecho penal y procesal penal (UBA). Ex-Fiscal General de la Procuración General de la Nación.