La primera semana del flamante gobierno de Javier Milei parece confirmar que estamos ante un fenómeno inédito, un escenario político y social a todas luces desconocido y, en cuanto tal, ante un devenir aún muy incierto.
Las razones de ello son más que evidentes: más allá de su adscripción ideológica y su carácter de outsider del sistema, el hecho de que un presidente recién electo, con una manifiesta debilidad en el Congreso, con un equipo aún en formación y con la necesidad de construir poder para poder darle gobernabilidad a su gobierno, lance un ajuste tan rápido, drástico y profundo no deja de constituir un fenómeno sin parangón.
Sin embargo, más allá de la impronta rupturista y refundacional, casi mesiánica, a la que apeló Milei durante su discurso inaugural, y sin perjuicio de algunas medidas de supresión de prerrogativas o privilegios de la denostada “casta”, lo cierto es que no deja de llamar la atención la certeza de que el programa anunciado entraña nada más ni nada menos que un ajuste fiscal ortodoxo.
Quienes creían que el dogmatismo y la rigidez que Milei evidenció durante toda la campaña se erigiría en un obstáculo para su gobierno, hoy ven con sorpresa algunos giros que dan cuenta de un brutal pragmatismo. Así, en lugar de una “motosierra”, el gobierno de Milei parece haber apelado inicialmente a otro artefacto menos estridente aunque no por ello neutro: una gigantesca “licuadora”.
Es que el shock que, con evidentes desprolijidades desde el punto de vista comunicacional, anunció el Ministro Luis Caputo se apalanca en la idea de que la combinación entre devaluación y aceleración de la inflación reducirá fuertemente el gasto real, favoreciendo el equilibrio de las cuentas públicas. Una fórmula harto conocida, pero que en este contexto y a la escala planteada tendrá un costo social muy elevado y que está muy lejos de enfocarse exclusivamente ni en la “casta” ni en el Estado: los salarios, planes sociales, jubilaciones y pensiones quedarán muy retrasados frente a la inflación y los precios “liberados”.
Como el propio presidente lo adelantó en varias oportunidades habrá más pobreza y una fuerte recesión que, según espera el oficialismo, ayude a contener la inflación en el mediano plazo para, a partir de allí, iniciar una nueva etapa de la mano de un plan de estabilización.
Otra de las novedades que dan cuenta del “pragmatismo” de Milei radica en que el plan anunciado se complementa con un aumento de la presión tributaria. Una medida que contrasta fuertemente con la baja de impuestos -a los que llegó incluso a calificar de “robo”- que era propugnada como parte central del ideario libertario. En este paquete impositivo se incluirá probablemente la restitución del impuesto a las ganancias, lo que profundizará la pérdida del poder adquisitivo.
Así las cosas, según los cálculos de algunos economistas en base a las medidas anunciadas hasta el momento, aproximadamente un 57% del ajuste estaría explicado por la reducción de gastos y un 43% por suba de impuestos.
En este contexto, el desafío será evidente: Milei tendrá que enfrentarse a la difícil tarea de mantener y recrear el respaldo social obtenido en las urnas, a la vez que construir un consenso político para avanzar en algunas medidas, en un escenario de profundización de la crisis, y la constatación de que en la realidad el ajustado no sólo será “el otro”.
Aquí es donde Milei tendrá que demostrar si su pragmatismo incluye también flexibilidad para “ecualizar” los sacrificios y esfuerzos en función de la tolerancia social. En este sentido, el presidente debiera tomar nota de lo que varias encuestas y trabajos cualitativos que circularon durante la última semana dan cuenta de que, si bien la necesidad de un ajuste cuenta con un alto nivel de aprobación, el significado y alcance que se le da al mismo está lejos de ser homogéneo o constituir una suerte de “cheque en blanco”. Como da cuentas un trabajo cualicuantitativo realizado por las consultoras Trespuntozero y Grupo de Opinión Pública (GOP), si bien para el 63% es necesario un ajuste, entre estos, el 65,5% considera que “no debería afectar a personas como yo”.
Por ello, esta apelación casi profética por la que pide a los argentinos el sacrificio de atravesar un desierto de más pobreza, más inflación, desempleo y estancamiento económico, con la promesa de alcanzar eventualmente la “tierra prometida” de una prosperidad extraviada hace más de un siglo atrás, tendrá que enfrentar la difícil prueba de una realidad que se avizora muy compleja.
Aunque el presidente haya prometido que los sacrificios valdrán la pena y que “hay luz al final del túnel”, habrá que estar atentos a la evolución de las expectativas, sobre todo si los sacrificios son mayores a los esperados, si la constatación de que el ajustado no solo será “el otro” genera frustración y desencanto, y si los resultados en términos de una mejor calidad de vida no llegan pronto.