Una condena firme y sin matices frente a lo inhumano

Cuidemos a las futuras generaciones del accionar despiadado de las organizaciones criminales que escapan a todo sentido de humanidad

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Una casa quemada por terroristas
Una casa quemada por terroristas de Hamas el 7 de octubre (Reuters)

El horror desatado por el grupo terrorista Hamás el pasado 7 de octubre se inscribe en una historia de sangrientas acciones ejecutadas por un movimiento que proclama, en su propia carta fundacional, la destrucción del Estado de Israel. El sadismo con el que sus integrantes actuaron contra población indefensa, masacrando familias enteras, torturando y asesinando salvajemente a ancianos, mujeres y niños, convierte en ilegítima cualquier proclama de una organización que recurre a actos violatorios de los derechos humanos más elementales. Por ejemplo, seguir manteniendo secuestrado a un bebe de diez meses. Más que un atentado contra Israel, se trató de un atentado contra la humanidad toda.

Preocupa, además, que Hamás no actúa en soledad, sino que cuenta con el apoyo inocultable y la protección de poderosos actores externos. Se estima que esta organización recibe cada año financiamiento por cerca de 1000 millones de dólares, mientras mantiene a la población palestina de la franja de Gaza sumida en la extrema pobreza y privada de los servicios más elementales. La amenaza que este grupo representa para la paz y la estabilidad de todo Medio Oriente exigen la destrucción de toda su infraestructura de guerra y sus capacidades militares. Israel tiene la obligación institucional y moral de proteger a sus ciudadanos. Una protección que, en definitiva, es una defensa de los valores humanos universales.

No se trata del accionar de un grupo aislado, sino de una red de terror con terminales en distintos centros de comando en Medio Oriente y células distribuidas en todo el mundo. No hay rincón del planeta que no se haya visto afectado por acciones terroristas, minuciosamente planificadas y ejecutadas a sangre fría. El uso del Islam como falsa fachada no debe llamarnos a engaño; se trata de grupos que reniegan de las enseñanzas del profeta Mahoma y tergiversan sus palabras para inyectar odio y venganza.

En las últimas décadas, el mundo ha sido testigo del accionar de grupos radicalizados que machacaron con el mismo mensaje. La aparición de la red Al-Qaeda, a finales del siglo pasado, fue un punto de inflexión en esta espiral de violencia. Desde su declaración de una “guerra santa contra los judíos y los cruzados”, en 1998, los seguidores de Osama Bin Laden desataron una ola de atentados en distintos continentes. Ese mismo año, atacaron en forma simultánea a las embajadas de EE. UU. en Nairobi y Dar-es-Salaam, las capitales de Kenia y Tanzania, lo que dio inicio a su campaña terrorista. Dos años más tarde, se produjo el ataque al buque de guerra estadounidense USS Cole anclado en el puerto yemení de Adén.

Estas y otras acciones fueron el preámbulo de la dramática jornada del 11 de septiembre de 2001, cuando se produjo el acto de mayor impacto de Al-Qaeda: los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono. Esa acción macabra dio paso a la declaración de “guerra contra el terrorismo”, proclamada por EEUU con el objetivo de destruir la red Al-Qaeda. La eliminación física de Bin Laden y de otros líderes terroristas no impidieron la proliferación de nuevos grupos asociados o inspirados en Al-Qaeda y, posteriormente, en el Estado Islámico, que aprovechó el vacío de poder dejado en Irak y la guerra civil en Siria para hacerse con el control de grandes extensiones de territorios en ambos países a partir de 2014 –de los que sería definitivamente expulsado en 2017– y exportar el terror fundamentalmente hacia el continente europeo.

En apariencia geográficamente lejana del epicentro del accionar de estas organizaciones, Argentina también ha sido blanco del terrorismo internacional. Nuestro país fue el único del hemisferio occidental, fuera de EE. UU., golpeado por dos atentados con la misma matriz: el primero de ellos, en 1992, tuvo como blanco la Embajada de Israel; mientras que el segundo, en 1994, provocó la destrucción de la AMIA. Ambos hechos se encuentran impunes al día de hoy, a pesar de que las investigaciones de la justicia argentina han atribuido al grupo terrorista libanés Hezbollah y a un grupo identificado de funcionarios del régimen iraní la responsabilidad directa por esos actos.

Atentado a la embajada de
Atentado a la embajada de Israel en la Ciudad de Buenos Aires, el 17 de marzo de 1992

El régimen que gobierna la República Islámica de Irán, que –al igual que Hamás– proclama abiertamente la destrucción del Estado de Israel, es actualmente objeto de sanciones de la comunidad internacional debido a las sospechas fundadas sobre los fines bélicos de su programa nuclear. Esa es una muestra más del peligro que representa para toda la humanidad y que ha sido reiteradamente denunciado por el gobierno de Israel. Tampoco es un secreto que, a través de la Fuerza Quds de la Guardia Revolucionaria Islámica de Irán, el gobierno de Teherán exporta el terror fuera de sus fronteras y recurre a grupos asociados, como el Hezbollah, para cometer acciones terroristas en el exterior.

A nadie escapa el desembarco de Irán en nuestra región, lo que se ha visto favorecido por la complicidad de gobiernos hostiles al Estado de Israel, principalmente, el régimen venezolano. Tras la masacre de Hamás, Bolivia rompió inexplicablemente sus vínculos diplomáticos con Israel, algo que ya había hecho en 2009 el gobierno de Hugo Chávez. Además, existen negocios opacos del régimen iraní en esos mismos países, como la concesión de un millón de hectáreas de tierras agrícolas por parte de Venezuela para la supuesta producción de alimentos, según informa la propia agencia oficial de noticias de Irán. También lo son los acuerdos de Defensa, como el firmado con Bolivia este mismo año, y la reciente gira del presidente de la República Islámica, Ebrahim Raisi, por Venezuela, Nicaragua y Cuba, que pone de manifiesto su intento de desestabilizar nuestro continente.

Las autoridades de los países latinoamericanos no deben bajar la guardia. Tenemos pruebas irrefutables de la presencia de Hezbollah en nuestra Región y así lo demuestran hechos recientes, como la operación Trapiche, conducida por la Policía Federal de Brasil con colaboración de las agencias de Inteligencia israelíes y del FBI, que permitió la detención de cinco personas, entre ellos, un ciudadano sirio y uno libanés –ambos también con ciudadanía brasileña– considerados “reclutadores” de ese grupo terrorista libanés para realizar atentados.

Argentina ha dado pasos concretos en su lucha contra esta organización, con la inclusión de Hezbollah dentro de la lista de organizaciones terroristas y el congelamiento de los activos de entidades vinculadas a su ala militar y a su red de financiamiento en América del Sur. La Unidad de Investigación Financiera (UIF) y la Justicia Federal supieron actuar con celeridad y recibieron el respaldo de nuestras máximas autoridades. Este es el momento de incluir también a Hamás y a su red de terror en el mismo plano.

La República Argentina ha asumido un fuerte e inquebrantable compromiso con la persecución de la financiación del terrorismo. Además, nuestro país encabeza en la Región la lucha contra el odio antisemita al ser el único país latinoamericano que integra la Alianza Internacional para el Recuerdo del Holocausto (IHRA) y que ha adoptado, hace más de tres años, la definición de “antisemitismo” de esa organización. En nuestra historia de convivencia en paz y armonía entre distintas religiones y credos, no tienen cabida el odio y la discriminación. Por eso, debemos rechazar la prédica de aquellos sectores muy minoritarios que se empeñan por justificar el accionar del ya nombrado grupo terrorista, definiéndolo como “movimiento de liberación”, y que se han negado a condenar sin medias tintas la masacre cometida el pasado 7 de octubre en Israel. No podemos perder de vista que cerca del 10% de los rehenes tomados por Hamás son argentinos.

Esto no implica tomar posiciones igualmente intolerantes contra el Islam. La paz y el diálogo entre los diferentes credos religiosos son fundamentales para el crecimiento de nuestras sociedades. Pero esa paz debe basarse en la protección y defensa irrestricta de los derechos humanos. Como dijo Shimon Peres en su discurso de despedida como presidente del Estado de Israel: “En nuestra búsqueda de la paz, no debemos renunciar a la seguridad. En nuestros esfuerzos para garantizar nuestra seguridad, no debemos renunciar a las perspectivas de paz. Un pueblo que puede ganar guerras también puede traer la paz a sus hijos”.

Cuidemos a las futuras generaciones que nos sucederán: condenemos con firmeza y sin matices el accionar despiadado de estas organizaciones criminales que escapan a todo sentido de humanidad.

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