Las primeras listas de desaparecidos empezaron a armarse casi en simultáneo con las detenciones ilegales. Muchas de ellas las hacían los exiliados argentinos en el exterior y las enviaban a distintos organismos internacionales. Eran listas sombrías. Se pasaban en limpio los datos que llegaban en retazos: denuncias de familiares, mensajes de presos que lograban atravesar las paredes de las cárceles o información que daban los que lograban exiliarse.
Aquellas primeras listas de desaparecidos eran, comprensiblemente, imperfectas. En algunos casos sólo había un nombre y ningún dato más. En otros, se conocía el sitio del secuestro, la fecha, las circunstancias. En ocasiones, hasta el lugar donde presumiblemente estaba la víctima: ESMA, Campo de Mayo, etc. Con fortuna, algunos de ellos habían estado desaparecidos solo un tiempo y luego habían sido liberados o bien “legalizados”, lo que quería decir que los habían enviado a una cárcel, que el régimen admitía que estaban en su poder. Eso explica que la información pudiera no estar del todo actualizada. No había mala intención ni conspiración; eran las limitaciones que imponían la represión, la censura y la distancia.
Lo más notable era el clima de enorme soledad en el cual se hacía ese trabajo. El silencio sobre lo que pasaba en la Argentina era denso: la prensa extranjera publicaba muy ocasionalmente alguna noticia referida a nuestro país.
Pero había otro factor, más grave, deliberado, para ese silencio. Era el bloqueo político. A diferencia de Chile, país con el que la solidaridad de la izquierda en sentido amplio fue inmediata, masiva y muy publicitada, en torno a la Argentina se levantó un muro que iba desde el escepticismo hasta la negación y la mentira deliberadas.
La metodología usada por la dictadura militar argentina fue hacer todo en secreto. Las detenciones eran ilegales, los centros de interrogatorio y tortura eran clandestinos, las ejecuciones se hacían, pero jamás se admitían, los cadáveres iban a fosas comunes, sin identificación. Esa siniestra mecánica fue decidida por los militares luego de ver el efecto que había causado en la opinión pública mundial el espectáculo de la represión chilena en el golpe del 11 de septiembre de 1973.
La dictadura argentina mató mucha más gente que la chilena, pero lo hizo en secreto, clandestinamente, con una clausura informativa total, un cerco que costó años romper, porque fue eficiente y tuvo cómplices: los verdaderos negacionistas, los que, a sabiendas, negaban que en la Argentina se estuviera desarrollando una represión ilegal que al año de instaurada la dictadura ya se había cobrado miles de vidas.
Perforar ese cerco informativo costó muchísimo. En aquel momento sí que había negacionismo. Era el que imponía, entre otros, la Unión Soviética, para proteger a su aliada y socia comercial, la dictadura argentina. Rodolfo Walsh, tan incensado como poco leído por la militancia de hoy, lo denunció ya en noviembre de 1976: “Al enemigo [a la dictadura] la situación internacional lo mejora. Consigue créditos para su objetivo inmediato de refinanciar la deuda y mantiene excelente relación con el bloque soviético que con su importancia los salva en el sector externo”.
Negacionista fue por lo tanto Moscú, que nunca se hizo eco de las denuncias contra la Junta argentina.
Negacionista fue Fidel Castro que mandaba a su embajador ante la ONU a encubrir a la dictadura argentina votando en contra de tan siquiera enviar una comisión investigadora a nuestro país. Lo que no impidió en años posteriores, recuperada la democracia, que muchos progresistas y activistas de derechos humanos (que hoy alertan sobre un negacionismo potencial) corrieran a La Habana a abrazarse con el dictador.
La influencia de Moscú se extendía a todos los países de la órbita soviética, es decir, a la mitad de Europa y a varios países del tercer mundo, en especial Cuba. También alcanzaba a todo el mundo Occidental a través de los partidos comunistas de cada país y de muchos organismos internacionales humanitarios que, o bien eran tapaderas del aparato soviético de penetración ideológica o bien estaban infiltrados por ellos.
Los comunistas no sólo trababan la difusión de las denuncias sino que eran activos en propagar otra versión de lo que estaba pasando en la Argentina: Jorge Rafael Videla era un general moderado, una “paloma”, a la que no había que cascotear porque de lo contrario los “halcones” de las fuerzas armadas tomarían el poder. Un relato insostenible, cuya traducción era: la Unión Soviética, la madre patria de los comunistas del mundo, necesitaba el trigo argentino. Esa era también la versión de los comunistas argentinos, vale aclarar, que sabían muy bien que era una mentira. Hoy integran el Frente de Todos, que acusa de negacionistas a los demás…
Nuevamente cabe citar a Walsh que decía que la dictadura no estaba políticamente aislada en el país y que pagaba viajes a políticos de izquierda para ir “a defender a Videla”, en los congresos internacionales.
Mientras tanto, los exiliados, los familiares y allegados de las víctimas de la dictadura golpeaban infructuosamente las puertas cerradas de los medios -muchos de ellos también controlados por corrientes afines a Moscú- y de las fuerzas políticas. Las denuncias y los reclamos de ayuda iban dirigidos a la ONU, a la OEA, a las embajadas, a la Cruz Roja, a todo organismo internacional que, se esperaba, podría presionar a la dictadura para salvar vidas.
Las cosas empezaron a cambiar en ocasión del Mundial de Fútbol de 1978. El foco de la prensa puesto en la Argentina permitió que por primera vez se pudiera llamar la atención sobre lo que ocurría subterráneamente en el país. La campaña de boicot a la Copa del Mundo asumida con mucho brío por independientes y fuerzas de la izquierda europea antisoviética instaló por primera vez en la opinión pública mundial el drama de los desaparecidos argentinos.
Al año siguiente, en 1979, vino una delegación de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la OEA a interiorizarse en el terreno sobre lo que estaba ocurriendo. Por primera vez, un organismo especializado tomaba conciencia de la dimensión de la tragedia de los desaparecidos. Del 6 al 20 de septiembre, la delegación de la CIDH recibió las denuncias de los familiares de las víctimas, que formaban largas colas frente a la sede de la OEA, en Avenida de Mayo 760.
En el informe presentado en abril de 1980, los enviados de la CIDH decían no estar “en condiciones de dar una cifra exacta del número de desaparecidos en Argentina”, pero agregaban que, de todas las listas recibidas, les parecía que “la más verosímil” era la confeccionada por organismos de derechos humanos, concretamente “la Asamblea Permanente de los Derechos Humanos, la Comisión de Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas, la Liga Argentina por los Derechos del Hombre y el Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos”, lista que comprendía “un número de 5.818 personas que entre el 7 de enero de 1975 y el 30 de mayo de 1979 fueron “aprehendidas en sus domicilios, lugares de trabajo o en la vía pública por grupos armados que, prima facie, y casi siempre invocándolo expresamente, actuaban en ejercicio de alguna forma de autoridad pública, mediante procedimientos realizados en forma ostensible, con amplio despliegue de hombres –a veces uniformados—armas y vehículos, y desarrollados en general, con una duración y minuciosidad que ratifica la presunción de que quienes intervenían obraban con la plenitud operativa que es propia del uso de la fuerza pública”.
También aclaraban que esa lista no abarcaba “a la totalidad de los desaparecidos”, dado que no incluía los casos en los cuales no se hubiera “presentado un testimonio ante las entidades que la confeccionaron”.
Y concluía: “Cualquiera que, en definitiva, sea la cifra de desaparecidos, su cantidad es impresionante y no hace sino confirmar la extraordinaria gravedad que reviste este problema”.
En algún momento de los 7 años y medio que duró la dictadura empezó a circular el número de 30 mil desaparecidos que claramente era una estimación o proyección, considerando que no había forma de corroborar la cifra en el contexto ya descrito de la represión ilegal y la censura.
El tiempo, el trabajo de la Conadep en 1984, las leyes de reparación -que indemnizaron a las familias de las víctimas-, demostraron que, aunque estimativa, la cifra de desaparecidos que publicó la CIDH era más cercana a la realidad que el número hoy sacralizado de 30 mil.
Se ha insistido mucho en que la visita de la OEA marcó un antes y un después en la denuncia de la represión ilegal y la violación sistemática de los derechos humanos por la dictadura argentina; que gracias a esa misión el mundo supo al fin de la existencia de una política deliberada de exterminio por parte de la junta militar.
Lo triste, lo irreparable, es que, para la fecha en que la CIDH visitó Argentina, la dictadura ya había aniquilado al grueso de las estructuras de las organizaciones guerrilleras y desarticulado a casi todas las agrupaciones políticas de base, incluyendo las comisiones internas de los sindicatos. Pero todo lo ocurrido a partir del golpe, todo lo peor de la represión, había sido ampliamente denunciado, en el país y en el exterior, sorteando la censura y el peligro. Incluso en Argentina, como vimos, valientes integrantes de los organismos de derechos humanos habían sistematizado la información disponible en materia de represión ilegal.
¿Qué había pasado entonces? El negacionismo que algunos imaginan en el presente, existió realmente en aquella época. Dentro y fuera del país. Entre 1976 y 1979, es decir, durante los años de mayor intensidad de la represión ilegal, con escasas excepciones, la reacción frente a las denuncias sobre la violación de los derechos humanos en la Argentina era la negación, la incredulidad o la relativización. Hasta 1979 la mayor parte de las denuncias fueron acalladas por el sistemático boicot de la Unión Soviética que bajó una verdadera “cortina de hierro” para proteger a sus aliados, los dictadores argentinos.
Por eso la misión que vino a la Argentina fue la de la OEA; allí no había un Fidel Castro como en la ONU para impedirlo, ya que Cuba no integraba el organismo interamericano. Y por eso la primera comisión que vino a verificar in situ las violaciones a los derechos humanos en la Argentina llegó recién 3 años y medio después del golpe y cuando ya se había consumado el grueso de la tragedia.
Jorge Rafael Videla autorizó la misión de observación de la OEA por la presión de Washington, mientras que las dictaduras del proletariado sostenían comercial y diplomáticamente a los que llevaban adelante la guerra contra el “marxismo”. Ironías de la historia.
Sin embargo, a 40 años de recuperada la democracia, asistimos a debates estériles, en los que los argumentos no apuntan a la verdad sino a encerrar a cada facción en su dogma. El relato hoy en boga sobre el Golpe del 76 y la represión ilegal no menciona el negacionismo de aquellos años terribles, pese a los efectos gravísimos que tuvo. Además, opera un negacionismo Nak&Pop, que condena año a año el golpe de Estado de 1976 y nunca, jamás, menciona a la presidente derrocada. La misión de la CIDH de 1979 entrevistó a los anteriores presidentes de Argentina. A María Estela Martínez de Perón la tuvieron que visitar en su arresto en San Vicente, dado que había sido encarcelada el mismo día del golpe de Estado y seguía detenida.
El no mencionar a Isabel Perón revela que en el inconsciente de muchos persiste el espíritu con el cual en su momento contribuyeron a crear el clima favorable a la instauración de la dictadura, en nombre de la idea de que “cuanto peor, mejor”. Las organizaciones armadas querían el golpe, pensaban que eso agudizaría las contradicciones y le mostraría al pueblo a su enemigo de modo descarnado.
Nobleza obliga, hay que decir que, entre las fuerzas de izquierda, el PCR (Partido Comunista Revolucionario), de tendencia maoísta, fue el único que defendió al gobierno constitucional de Isabel Perón hasta el final.
Pero en la actualidad, el hecho de que nadie mencione a la Presidente derrocada, en las muchas conmemoraciones de los hechos de aquellos años, habla a las claras de la aprobación que, de modo más o menos explícito, el grueso de los protagonistas de la época daba a su destitución. Hoy se valoriza la democracia; no era ese el espíritu de la época. Reconocer eso también es memoria.
El apego al eslogan de los 30 mil, y su uso para obturar toda investigación, es síntoma de una involución hacia posiciones maniqueas y simplistas, en las que el dogma es refugio y excusa para frenar el debate y eludir responsabilidades. Es una pose que permite ponerse galones inmerecidos. [Ver Cabezas quemadas: la jura standupera de los legisladores]. Se lo repite como un mantra, como el santo y seña de la pertenencia a una facción. Es incluso esgrimido como advertencia, como amenaza, hacia el que no se pliega al credo oficial.
Si la verdad debe imponerse por ley como pretenden algunos -y como de hecho se impuso en la provincia de Buenos Aires (gestión de María Eugenia Vidal) donde es obligatoria la mención a los “30 mil” en documentos oficiales-, entonces no es una verdad sino un dogma. Imponerlo es autoritarismo.
[Este artículo es una versión resumida de la nota publicada el 27 de marzo de 2022]