A lo largo de los siglos, hubo tres tipos de antisemitismo que pueden identificarse, a saber: el religioso, el genético y el soviético. Si bien se hallan entrelazados y suelen tener vasos comunicantes y lugares comunes, cada uno pone el acento en un aspecto particular. El religioso es el de más larga data y comienza con la disputa entre judíos y los cristianos de los primeros tiempos, cuando este nuevo credo de aspiraciones universales se expandía en el seno del desfalleciente Imperio Romano. Si bien el cristianismo logró desplazar a las religiones tradicionales del mundo mediterráneo y a las creencias salvíficas como el mitraísmo de típico cuño oriental, sólo pudo sumar a un pequeño sector de judíos que creyeron que Jesús era el Mesías anunciado en el Antiguo Testamento, ya que la mayor parte permaneció fiel a las viejas creencias y tradiciones. Así comenzó la demonización de los judíos, al negarse a creer en el carácter divino y mesiánico de Jesús, y se los identificó popularmente como secuaces de Satanás.
El pensamiento mágico y sobrenatural no admite matices: cualquier desviación o reinterpretación de los Evangelios también era castigado como una herejía que podía llevar a la muerte. La caída del mundo antiguo se llevó consigo a buena parte de la racionalidad y la discusión filosófica de la cultura griega, y las invasiones germánicas introdujeron una cuota de crueldad e inestabilidad social que derribó lo que quedaba del Imperio Romano. La persecución a los judíos, identificándolos con lo demoníaco y como responsables del “deicidio” (la muerte de Jesús), fueron un recurso político de monarcas para canalizar enojos así como una explicación fácil para los males que se padecían en un tiempo marcado por la superstición y las tinieblas.
El antisemitismo biológico, en cambio, es una consecuencia no buscada ni deseada del desarrollo de las ciencias naturales en el siglo XIX. Una vez más, la aplicación simplona y efectista de los escasos conocimientos biológicos y médicos se utilizó contra el pueblo judío, adjudicándole características genéticas que supuestamente los determinaba a actuar y pensar de un modo que entraba en conflicto con las naciones en donde vivían. Para la pseudo disciplina científica de la eugenesia, que tanto auge tuvo desde fines del siglo XIX hasta mediados del XX, el comportamiento humano estaba determinado por la carga genética, por lo que la conversión mediante el bautismo no podía alterar la herencia biológica. Los judíos, de acuerdo a esta visión racista, se hallaban muy por debajo en la jerarquía de pueblos respecto a los arios, en un contrapunto de sombras y luces que se tornaba abismal. Esta corriente nutrió al antisemitismo que llegó a su máxima expresión con el régimen nacionalsocialista, que durante la segunda guerra mundial tuvo como uno de sus objetivos centrales la limpieza racial con los fusilamientos masivos, los campos de exterminio y la aniquilación sistemática de todos los judíos como el método de purificación de la especie humana.
El antisemitismo soviético, en cambio, es sutil y perverso porque se disfraza como “antisionismo”. No sólo negó la especificidad de la Shoá, estableciendo que murieron “ciudadanos soviéticos” en los campos de exterminio, borrando la singularidad de la política genocida antisemita del nazismo, sino que tras la conflagración mundial se lanzó a la destrucción de la cultura judía en la URSS.
El objetivo de Stalin y sus sucesores fue borrar todo signo de identidad judía, para transformarlos en “soviéticos” (léase rusificados), olvidándose de sus creencias, tradiciones, orígenes y costumbres. Las figuras intelectuales, religiosas y políticas judías más destacadas tras la Cortina de Hierro fueron enjuiciadas, ejecutadas o enviadas al sistema Gulag, a la par que los acusaba de “sionistas”, “apátridas” y “cosmopolitas”. De esta corriente se nutrió la izquierda europea y norteamericana, que a su vez le brindó una nueva narrativa a los líderes árabes que se empeñaban en desconocer la legitimidad histórica, política y jurídica del Estado de Israel. A la influencia que recibieron durante 1930 y 1940 desde la Alemania nazi, se sumó la retórica soviética, incluso negando la historicidad de los reinos de Israel y Judá varios siglos antes de que existieran el cristianismo y el Islam.
El antisemitismo de hoy es líquido, porque se amolda al recipiente. Toma elementos dispersos y los acomoda en un mundo manejado por “likes” en las redes sociales, y en las que multitudes virtuales se suman a causas de las que apenas escucharon hablar en algún video. Predomina el comportamiento del bullying en manada, acorralando en los campus universitarios, señalando en las calles, amenazándolos o golpeándolos por el simple hecho de ser judíos. Y con un negacionismo instantáneo de las imágenes que los terroristas de Hamás reprodujeron en las redes sociales, en una exhibición de brutalidad y violencia que hasta los miembros de la SS siempre se cuidaron de mostrar y registrar. Así vemos manifestaciones de personas que ignoran desde qué río y hasta qué mar debería ser libre Palestina, qué implicancias humanas tendría esto, ni que Hamás busca implantar un régimen teocrático que decapitaría a la mayor parte de sus simpatizantes en el mundo occidental.
En tiempos de relaciones líquidas, quizás hasta gaseosas, en donde los compromisos y las identificaciones son fluidas, y las posturas se basan en sensaciones efímeras, es preciso insistir en los hechos y exponerlos una y otra vez. Por ejemplo, que el Estado de Israel, muy lejos de ser un apartheid, tiene un 20% de la población árabe que vota, integra el Parlamento, tiene destacados profesionales en los medios, universidades y hasta un juez en la Corte. Que es el único Estado democrático de Derecho en Medio Oriente y que, con todas sus virtudes y defectos, ha logrado ser un país desarrollado a pesar de la gran escasez de recursos naturales. Según el gran arabista Bernard Lewis, el concepto islámico del buen gobierno se funda en la justicia, y es por eso que en Medio Oriente se torna urgente una paz justa. Y para ello, todos los actores deben comprometerse en el respeto a la vida, la libertad y la propiedad, dejando fuera de juego a los intolerantes, derrotando a los violentos y los propagadores de la muerte y el odio.