Por favor, Alberto.
¿Qué será de nosotros, presidente histórico?
¿Cómo nos arreglaremos si tu figura tutelar, tu discurrir coherente, tu influencia bienhechora?
¿Eh, Alberto?
No podemos hacernos eso, estadista de gran peso internacional y faro de los que nos consideramos bien argentinos.
¿Qué nos pasa, qué hacen los argentinos?
¿Han perdido acaso la brújula, Alberto, líder amado, guía lúcido de una mente sin duda superior y de una dignidad sin comparación?
¿No es cierto, Alberto?
Claro que sí, presidente inmortal en cuya imagen se miran, como en un espejo, tu grandeza y tu mirada clara, tu visión, tu guía. Quedaremos en una orfandad insoportable, Alberto, querido, el pueblo está contigo. De verdad.
Tal vez no hayas sido del todo comprendido en ciertos momentos de miopía política y hayas tenido que demostrar una y otra vez que no eras un títere, un muñeco, un pupi siciliano que manejan con tanta destreza y embeleco adultos y niños por medio de unos hilos, tradición y cultura de aquellos meridionales. No, de ninguna manera. Desde el principio quedó demostrado tu carácter, tu cultura, tu fuerza invencible. ¡Con cuánta solvencia te acomodaste un diente que amenazaba con abandonar la encía en una concentración trascendente dispuesta sobre las escalinatas del Monumento de la Bandera! Tales gestos de velocidad y resolución sobre la marcha pertenecen a los elegidos. En este caso a Cristina, sí, pero elegido: hacía falta un ser equilibrado, dotado de moderación, desfacedor de entuertos (si habrás leído el Quijote tantas veces, Beto, ¿puedo decirte Beto?).
Fue presentarse y producirse un flechazo amatorio como cuando el gran Sandro recibía en su etapa madura las bombachas que aquellas fans se despojaban y arrojaban en dirección hacia el ídolo. Un caudillo a lo Clark Gable peinado con mucha gracia, a la cachetada, gomina, peine grueso y palma de la mano para alisar.
¡Genio!
No te vayas, Alberto. ¿Solo por haber sido tal vez para siempre desalojado por un endemoniado liberal? La palabra aborrecida de los sectores nacionales y afines, aunque no tengas en claro qué significa. Vos sabías que era algo feo, un bastión capitalista que arrasó y contó con el 57 por ciento de los votos, casi plebiscitario y transversal, tanto que abarcó la pobreza enorme que construiste con tanto esfuerzo hasta la devastada clase media que también dinamitaste y las clases algo más cómodas. Caso entristecedor es que, ahora, los héroes populares en derrota hacen caer su Waterloo sobre su cabeza de patricio romano. Ingratitud pura, Alberto.
No te vayas, por favor.
¿Ya no escuchará su voz de tiple, acaso? Es tremendo.
Cuánto nos has enseñado, Beto.
Recordaremos la lección magistral: los brasileros(sic) salieron(sic) de la selva, los mexicanos salieron de los indios y nosotros salimos de los barcos. ¿No es maravilloso? Pusiste todo en su lugar.
Recordamos -como olvidarlo- cuando apuntaste que los personajes de dibujos animados –eligió a Bugs Bunny y algunos otros- eran mensajes perversos y mensajeros de una colonización cultural. Cumpliste con la noción de que la Argentina es siempre víctima del Imperio, que se llevan nuestros bienes, nuestros cerebros brillantes y mejores sin reparar que los gobiernos se emplearon a fondo en robar, mentir, dibujar historias que explique la sucesión crónica de fracasos enhebrados. Como en los films de Chaplin, cuando el vagabundo con sus zapatones era vapuleado por un tipo enorme de ojos feroces. Chaplinoamérica. Debes hacer acudido a tu memoria prodigiosa al libro paranoico y grotesco de Dorfman y Mattelard, best seller de los años setenta, donde ya florecían la obligación de militar y agenciarse un terapeuta.
¡Con qué resolución enfrentaste la pandemia, Alberto!
No te vayas.
El desfile de los infectólogos, las muertes, las manganetas de las vacunas, el negocio con Putin y la Sputnik, el encierro, la cuarentena más larga del mundo, la huida y construcción de la educación, el desastre económico, la secuelas de suicidios, abusos, alcoholismo y cocaína, violencia, patrioterismo en las ventanas para honrar a los médicos que siguieron ganando dos mangos y ya el pueblo unido que nunca será vencido se olvidó de ellos. Quien desesperaba por el encierro eterno era gorila, Insfrán puso candado a los sospechosos de contagio en lugares inmundos y aislados, Alberto -vos, genio- declamaste que se trataba del mejor gobernador del país de las maravillas. Se entiende, Beto: ciertas veces hay que tomar medidas discutibles pero en nombre de la patria, la preciosa palabra restregada y manoseada.
Incomprendido, despreciado –es indignante, Alberto- te refugiaste en Olivos. De Olivos a la Casa Rosada, de la Casa Rosada a Olivos. Allí te pertrechaste con jamones de Jabugo, una cantidad jamás vista de quesos, vinos ejemplares –muchísimos-, urdiste una ceremonia coreográfica con velas para exponer cuánto sufrías. L’Gante cantó el himno con una soprano en la noche iluminada como una performance artística que a los quejosos de siempre les pareció nauseabunda.
Tanto, tanto.
Para relajarse, recibió a actrices, sindicalistas, empresarios, un señor chino que era habitual, se hizo la fiestita de cumpleaños. Y ahora, después de tantas fatigas y tanto empeño, como el llanero solitario pero no tonto, el indio, sino con Fabiola y el chiquitín, que es realmente muy lindo, nos dejarás. A España, donde espera el último kirchnerismo, el presidente del gobierno Pedro Sánchez.
Saliste sin nadie y por la puerta de servicio.
La historia te absolverá.