Los abogados, los chantas y Aída

“El primer objeto de la ley debe ser la mayor felicidad posible de la comunidad”, comenzó su discurso Aída Kemelmajer de Carlucci para recibir el doctorado honoris causa de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires

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¿Cuánta buena prensa tiene hablar bien de un abogado? ¿Qué cosas se habrán vivido con los especialistas del derecho para escuchar sonriendo los apodos de ave negra, cagatinta, chupasangre y demás?

No tengo idea.

En general, siento que es una injusticia denostar a priori a los abogados. En particular, sé que escuchar a Aída es la demostración que no admite en contrario (iure et de iure, no resisto recurrir al latinazgo que amamos los leguleyos) de que esa profesión merece el agradecimiento. La admiración. Y la sonrisa.

Sí. Aída suscita, a la par de la admiración, la sonrisa. Ya se sabe que es condición de los muy inteligentes el recurso del sentido del humor, de la ironía justa que provoca la hilaridad. Los mediocres y burros no se saben reír. Menos de ellos mismos.

Ella entró hace unas horas al imponente salón de actos de la Facultad de derecho de la UBA y citó “tirá para arriba, tirá” al ladito de un dilema existencial profundo con mirada jurídica. Las caras de los abogados, jueces y doctrinarios del derecho argentino se rieron porque sabían que su conferencia sería de las de ella. De las buenas.

¿Cuánta buena prensa tiene hablar bien de un abogado? Por Aída, mucha.

Es que centró su discurso para recibir el doctorado Honoris causa de la UBA citando al pionero del derecho en Argentina Pedro Alcantara de Somellera: “El primer objeto de la ley debe ser la mayor felicidad posible de la comunidad”. ¡Empardame esa! Una mujer que fue casi tres décadas ministra de la Corte Suprema de Justicia de Mendoza, docente desde y hasta siempre en decenas de facultades de derecho del país y del extranjero, cree que el derecho debe perseguir la felicidad.

Aída es una experta en el derecho. Sabe, como bien dijo uno de sus presentadores en el acto de la UBA, de cosas inverosímiles que cualquiera que pasó por la facultad ni recuerda haber olido. Sabe con profundidad, con discusión, con fundamento. Pero no se enamora de ese saber poniéndose presuntuosa. Sabe y enseña fácil, lo dicen sus alumnos. También dicen que exige mucho en los exámenes, lo que la hace más justa. Sabe y ejerce su profesión recordando que si no tiene como meta la felicidad, no sirve.

Después de escuchar un infinito extracto del currículum de Aída, que va desde su nacimiento a ser jueza, codificadora (le debemos el corazón del código civil y comercial unificados de hace pocos años), docente, investigadora, premios y doctorados europeos, americanos, y etcétera de honores a la enésima potencia, ella mira al auditorio para agradecer su título honoris causa y suelta lo más pancha: “El aire está lleno del pensamiento de todos”. Y nos hace sentir, a todos, parte de un tesoro que sólo ella, y bien pocos, han creado. Pensando y razonando el derecho.

Eso no es causal. Aída empujó con su pequeña humanidad física, pero sobre todo con su gran cerebro al servicio de la felicidad, el respeto por las autonomías individuales, por las diversidades de pensamiento y de elección. Y cita a Leonardo Padura: “Solo vale la pena militar en la tribu que tú mismo has elegido libremente. Lo único que te queda, lo único que en realidad te pertenece, es tu libertad de elección. Para pertenecer o dejar de pertenecer. Para creer o no creer. Incluso, para vivir o para morirte”. ¿Se entiende por qué hay que agradecerle a esta maestra del derecho el haber propiciado debates sobre los derechos de las mujeres, de las minorías y hasta el de pensar en tu propia muerte?

Aída me manda mails. No recuerdo de dónde nace esa generosidad de ella. Quizá, después de entrevistarla hace años, después de molestarla cuando tengo una duda jurídica y saber que me responde cariñosa e instantáneamente. Creo que no nos tenemos agendados en el teléfono, pero la siento una amiga sabia. “He leído este fallo que quizá le interese”, escribe, regularmente, como si tal. Y resulta que se trata de una perla de sus colegas jueces a los que respeta tanto sobre cuestiones que ponen al derecho al servicio de aquella libertad de elección, o del respeto de las individualidades. Pero, ojo. Hay que aclararlo: ella no se aferra al liberalismo de pico o al libre mercado insensible. Por las dudas, en estos tiempos, cita con voz clara a Adam Smith: ”Ninguna sociedad puede ser floreciente y feliz si la mayor parte de sus miembros son pobres y miserables”. Quien quiera escuchar, que escuche.

La veo sentada en la facultad de derecho al lado de un ministro de la Corte que reconoce, con una sinceridad que emociona, que debió haber estado en el más alto tribunal de la Nación, pero que las envidias y mezquindades no lo permitieron. Yo doy un paso más: los autores de aquella patraña periodística para “empiojar” su nombramiento deberían tener hoy cargo de conciencia. Aunque lo dudo. Es cierto también que no les da el piné para estar sentados escuchándola o leyendo sus conferencias.

Es Ricardo Lorenzentti el que dice eso. El mismo que se permite soñar e imaginar que los padres de Aída pensaron su nombre de pila inspirados por la fuerza de los personajes de la historia que lo llevaron. Me gusta lanzarme a esa vena onírica, tan poco frecuente entre los que hablan engolados del derecho. Pienso en Puccini, en esa heroína injustamente transformada en esclava que se enamora de Radamés y canta ese regreso victorioso. Y es ella.

Aída Kemelmajer de Carlucci, nueva doctora honoris causa de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, liberándonos de la esclavitud del prejuicio, de la falta de pensamiento y libertad y de la ausencia de respeto por los otros.

Emociona escucharla, doctora.

Conmueve conocerla un poquito.

Promueve la buena cosa que usted sea abogada, jueza, profesora, codificadora, esposa de su amado esposo que hoy estaría feliz, madre de sus hijos.

Promueve la buena cosa que usted sea. Con enorme dignidad.

La conferencia completa de la doctora Kemelmajer al recibir su doctorado honoris causa

Señor decano, adorada familia, señores profesores, estudiantes, entrañables amigas y amigos de todo el país, de España, Uruguay, Chile, Paraguay, que me acompañan en este día tan importante de mi vida académica.

Hoy debo agradecer a la Universidad de Buenos Aires, no como algo meramente protocolar, sino como una necesidad vital.

Adelanto que mi agradecimiento será más largo que la lección que la tradición impone dar a la persona que recibe este gran honor y que el texto que leeré resulta un tejido de palabras nacidas de cientos de fuegos encendidos a través del tiempo, pues bien se ha dicho, “el aire está lleno del pensamiento de todos”.

En numerosos momentos de la vida, una se encuentra como en esos ingeniosos enigmas relativos a cómo se cruza un río con especiales dificultades, como, por ejemplo, el del hombre a quien se le ha dado la custodia de un lobo, una cabra y un repollo y debe transportarlos de un lado al otro, pero en la barca no puede transportar más de una de estas tres cargas y, sin su vigilancia constante, el lobo puede comerse la cabra y la cabra puede comerse el repollo. Normalmente, la solución del dilema requiere no solo tener una inteligencia media, sino estar dispuesto a trabajar mucho porque para alcanzar el objetivo, ciertamente, hay que atravesar el río varias veces.

En suma, como dicen dos de las canciones del rock nacional con las que me siento identificada, hay que hacer “todo a pulmón”, y “tirar, tirar para arriba, tirar”.

Pero llega un día como hoy, en el que no hay que ponerse a resolver los dilemas de la vida, sino simplemente disponerse a recibir y recoger la generosa consideración de quienes me rodean. Y esta enorme consideración social es muy importante, porque llega justamente en este 2023 tan doloroso para mí, pero esperanzador porque celebramos 40 años de democracia, 170 años de nuestra Constitución Nacional, 160 años de la creación de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

Por eso, debo agradecer muy sinceramente este inmenso reconocimiento a esta universidad bicentenaria que nació alumbrada por diversas luces que supo conservar y aumentar con el tiempo.

  • La luz de la colaboración y el esfuerzo común, porque se construyó en 1821 sobre la base de distintas instituciones.
  • La luz de la paz. Si es cierto que “por los frutos los conoceréis”, debo rememorar que, en1936, el doctor Carlos Saavedra Lamas, profesor de la Facultad de Derecho, recibió el Premio Nobel de la Paz e igual reconocimiento fue concedido en 1980 a Adolfo Pérez Esquivel, su ex alumno.
  • La luz de la excelencia en la investigación. Véase otros frutos: en1947, el doctor Bernardo Houssay, profesor de la Facultad de Medicina, recibió el Premio Nobel de Fisiología; en 1970, el doctor Luis Federico Leloir, profesor de la misma facultad, el Nobel de Química; y en 1984, el doctor César Milstein, el de Medicina.
  • La luz de la visión holística de las ciencias y las artes. Por eso, en 2003, distinguió con el título de Doctor Honoris Causa a José Saramago, Premio Nobel de Literatura 1998 quien, en uno de sus últimos libros, le canta a la autonomía personal con una maravillosa reflexión: “Nacemos, y en ese momento es como si hubiéramos firmado un pacto para toda la vida, pero puede llegar el día en que nos preguntemos quién firmó esto por mí”.
  • La luz de la tolerancia. Mucho se ha discutido sobre los orígenes de esta Universidad y no pretendo reverdecer el debate. Lo cierto es que el edicto de creación de la Universidad de Buenos Aires, firmado por el gobernador Martín Rodríguez y su ministro Rivadavia, e impreso gracias a una muy rápida suscripción popular, lleva por fecha 9 de agosto de 1821. En consecuencia, ése sería el día de creación de la Universidad. Sin embargo, su “inauguración” se produjo en un acto celebrado en la Iglesia de San Ignacio de Loyola pocos días después, el 12 de agosto, fecha que habría sido elegida por corresponderse con la festividad de Santa Clara, escena que reproduce el magnífico cuadro del salón principal. Esos dos momentos, asimilables quizás al “nacimiento” y al “bautismo”, resultan un ejemplo de la coexistencia de dos fuentes de legitimidad: una estatal y otra religiosa.

De cualquier modo, en el derecho civil, no hay dudas que fue secular desde el comienzo. Su primer profesor, don Pedro Alcántara de Somellera, nombrado en 1822, dictó lecciones en forma ininterrumpida hasta 1828, bajo la manifiesta influencia del pensamiento de Bentham. Sus clases se publicaron en 1824 como Principios de Derecho civil, con base indiscutida en los Tratados de legislación civil y penal, tal como se constata al comparar las respectivas obras. Somellera comienza la suya diciendo: “El primer objeto de la ley debe ser la mayor felicidad posible de la comunidad”; “la propiedad es la esperanza fundada en la persuasión de poder sacar alguna ventaja de la cosa”; “hemos fundado toda la teoría de las obligaciones sobre la base de la utilidad”.

Claro está, las enseñanzas de Somellera provocaron una intensa reacción negativa por un sector de la sociedad de entonces. Un periódico de 1829 decía: “¿Qué caso puede hacerse al criterio legal de un joven que sale de la Universidad sin haber estudiado las leyes de ningún pueblo, ni aún las de su país, y que diserta sobre todas por haber aprendido con Bentham a despreciar todo sistema de jurisprudencia?”. Por el contrario, para otros autores, las lecciones de Somellera sobre la utilidad fueron verdaderamente originales en diversas materias, especialmente en la tutela, la curatela, la prescripción y otras figuras jurídicas; de allí que universidades peruanas adoptaran dicho libro para la enseñanza del derecho civil.

Sea como sea, este debate en torno a la universidad de Buenos Aires pone sobre la mesa que, desde el comienzo de nuestra historia jurídica, la línea divisoria entre el derecho público y privado no fue absoluta. En efecto, si para Chaneton el utilitarismo pertenece sólo al derecho público, la obra de Somellera demostró que el derecho privado no le es ajeno, desde que en uno y otro rigen los principios fundamentales del ordenamiento, por lo que, de algún modo, podría considerarse un valioso precedente del proceso de constitucionalización del derecho privado que hoy recoge nuestro código civil y comercial.

Por eso, más allá de los debates, creo que esta universidad nació bajo el signo de la secularización. Juan María Gutiérrez, cuñado y amigo de Oroño, el visionario gobernador de la provincia de Santa fe, dijo: “En política no sirve tener razón antes de tiempo. Oroño cometió ese pecado: todo lo que propuso, no sólo fue correcto, sino que tres décadas después nadie lo discutía, pero claro, treinta años después. Su derrota fue una de sus mejores glorias”. En cambio, en el mundo académico, sirve tener razón en cualquier tiempo, aunque sea prematuro, pues se trazan los caminos necesarios para seguir en la búsqueda de nuevos conocimientos.

Es lo que siempre hizo la Universidad de Buenos Aires. Por eso, este doctorado honoris causa tiene para mí un valor tan alto, que solo se entiende si explico brevemente qué me enseñaron las personas con las que me crucé en mi vida, aunque no sé si siempre aprendí bien la lección. Es casi mi obligación sintetizarlo, porque, como dice Eduardo Mallea, “las vocaciones y direcciones de una vida individual, ¿qué habrían sido en éste o en aquel caso, de no habérseles presentado tal amistad, tal lección, tal encuentro, que ha sido después decisivo en esa vida? ¿Hasta qué punto habríamos sido iguales a lo que somos si no hubiéramos encontrado en nuestro camino a aquellos a quienes hemos encontrado?”.

La lista de esas personas que encontré a lo largo de mi vida, a las que hoy no puedo mencionar por su nombre, y mucho menos a las que ya no están entre nosotros, porque la emoción no me permitiría continuar y, además, porque cometería ingratas omisiones, seguramente empieza con mis maravillosos padres. Cada una de las personas de la lista dejó en mí alguna lección de vida. Así, debo dar gracias a quienes me enseñaron que:

A) Un escritor, Aldous Huxley, alertó fuertemente: “Los fines los elige hasta el mono; sólo el hombre escoge los medios”. Por eso, no todo vale. No existe el derecho a destruir al otro, el medio para alcanzar el objetivo siempre debe ser razonable. En definitiva, no hay derechos absolutos.

B) “Frente al desborde de un río, a la inundación catastrófica, hay dos caminos: o morimos arrasados y ahogados en la furia de las aguas, o construimos una usina eléctrica para el aprovechamiento benéfico de la inmensa fuerza fuera de cauce”. Hay que construir, aún en la adversidad.

C) A ser selectiva en las batallas. No hay tiempo ni fuerzas para combatir por todo. A veces, tener paz es mejor que tener razón.

D) A amar a la libertad y luchar por ella. Como dice Leonardo Padura en el párrafo final de su libro “Herejes”: “Ya no hay nada en qué creer, ni mesías que seguir. Solo vale la pena militar en la tribu que tú mismo has elegido libremente. Porque si cabe la posibilidad de que, de haber existido, incluso Dios haya muerto, y la certeza de que tantos mesías hayan terminado convirtiéndose en manipuladores, lo único que te queda, lo único que en realidad te pertenece, es tu libertad de elección. Para pertenecer o dejar de pertenecer. Para creer o no creer. Incluso, para vivir o para morirte”.

E) A entender que la libertad debe ir acompañada de la solidaridad, porque, como dice Adam Smith, el padre del verdadero liberalismo económico, “ninguna sociedad puede ser floreciente y feliz si la mayor parte de sus miembros son pobres y miserables”.

F) A aceptar que el mundo avanza gracias a las ideas diferentes de los demás. Como surge del diálogo en el que el maestro chino explica la diferencia entre “armonizar” y “estar de acuerdo”. Armonizar es como preparar una sopa. Tienes agua, fuego, vinagre, verduras, sal y ciruelas para cocinar pescado y carne. El cocinero calienta el agua y luego armoniza los ingredientes, equilibrando los diversos sabores, reforzando el gusto de lo que falta y moderando el de aquello que es excesivo. Entonces, la sopa sirve para deleitar el corazón del hombre. Pero algunas personas no son así. Lo que su señor acepta, él lo acepta. Lo que su señor declara errado, él también lo declara errado. Esto es como tratar de sazonar el agua con más agua. ¿Quién querría beber eso? Es como si tocaras una sola nota en tu cítara: ¿quién querría escucharla?

G) A no rendirse, porque, como enseña Ingenieros: “La meta importa menos que el rumbo. Quien pone bien la proa no necesita saber hasta dónde va, sino hacia dónde. Los pueblos, como los hombres, navegan sin llegar nunca; cuando cierran el velamen, es la quietud, la muerte. Los senderos de perfección no tienen fin. En todo arte, en toda doctrina, en todo código, existen gérmenes que son evidentes anticipaciones, posibilidades de infinitos perfeccionamientos. Es de pueblos exhaustos contemplar el ayer en vez de preparar el mañana”. Y, como dice Ernesto Sábato: “La historia siempre es novedosa; por eso, a pesar de las desilusiones y frustraciones acumuladas, no hay motivo para descreer del valor de las gestas cotidianas. Aunque simples y modestas, son las que están generando una nueva narración de la historia abriendo así un nuevo cauce al torrente de la vida”.

H) A preguntarme cada día, como lo hizo Piero Calamandrei en 1940: ¿Somos los precursores del porvenir, o los conservadores de un pasado en disolución? Sólo respondiendo afirmativamente la primera opción puede tenerse fe en el derecho y luchar por él. Pero, al mismo tiempo, ser consciente que la tarea no es predecir el futuro, sino hacerlo posible, y de este modo compartir nuestros sueños con nuestros contemporáneos, con los que ya pasaron y con los que aún han de llegar.

I) A amar los libros que, como decía Kafka, son “el hacha que rompe el mar helado que llevamos dentro”, y como descubría Umberto Eco, merecidamente designado doctor honoris causa por esta universidad, “frecuentemente, los libros hablan de los libros. Es como si ellos discurrieran entre ellos. La biblioteca ha sido el lugar de murmuración, por largas centurias de un imperceptible diálogo entre un pergamino y otro, una cosa viva, un receptáculo de poder no gobernado por la mente humana, un tesoro de secretos cincelados por muchas mentes. Supervivencia de aquellos que lo produjeron en su mayoría o que fueron quienes lo aceptaron y lo transmitieron”.

J) Finalmente, debo agradecer a quienes me impulsaron a repetir los rezos laicos:

A recitar con Alberto Cortés: “Qué suerte he tenido de nacer para tener la misión de la balanza, sopesar la derrota y la esperanza, con la gloria y el miedo de caer”.

Mil gracias, pues, a la Universidad de Buenos Aires. Al parecer, aprendí alguna de estas lecciones y las llevé adelante, pero insisto, nada hubiese sucedido sin todas las personas que influyeron y siguen influyendo en mi vida.

Hablaré, ahora, algunos minutos, sobre “El rol del juez en el primer cuarto del siglo XXI”

¿Por qué este tema?

Dediqué 26 años de mi vida a ser jueza de un superior tribunal de provincia. Es probable que la decisión de haberme otorgado este honoris causa se apoye, aunque sea en mínima medida, a lo que hice durante esos años. Por eso, me pareció casi obligatorio hablar sobre cuál es, en mi opinión, el rol que debiera cumplir el juez en este primer cuarto del siglo XXI.

Quizás, la pregunta debería ser “qué se espera de nosotros, los jueces”. Y digo nosotros porque, pese a que ya pasaron 13 años que dejé la función (la mitad de los años que ejercí), sigo sintiéndome parte de ella.

Aún formulada en esos términos, la respuesta no es fácil porque “el mundo jurídico es demasiado humano para pretender lo absoluto de la línea recta”.

1. Necesidad de la judicatura

Probablemente, deba comenzar diciendo que, pese a todo, los jueces somos necesarios.

Es que, como decía Carlos Cossio, “quien cree que no tiene jueces no tiene por qué depositar su fe en las normas”.

2. Inspirar confianza

Pero ser necesarios no es suficiente. En una época los dinosaurios también fueron necesarios y luego desaparecieron.

La Corte Interamericana ha dicho, siguiendo a su par europea, que “cualquiera sea el sistema procesal de enjuiciamiento que se implemente, resulta fundamental para la existencia de una sociedad democrática que los tribunales inspiren confianza a los ciudadanos.

Por eso, la primera batalla a dar es hacer lo posible y lo imposible por recuperar la confianza perdida.

La crisis de confianza no es exclusivamente argentina. Piénsese que el 13/11/2023 la Corte Suprema de los Eestados Unidos dictó un código de conducta para que rija la conducta de sus integrantes. Aclara que los principios contenidos no son nuevos, pero que la falta de un código llevó a algunos jueces a creer que sólo estaban regidos por reglas jurídicas y no por las éticas.

3. Trabajar y estudiar

Claro está, la confianza no se recupera solo con un código de ética. Quizás, la primera obligación del juez sea trabajar y estudiar.

Trabajar: Thomas Jefferson decía que la Corte Suprema no necesita jueces vagos o cobardes, sino magistrados comprometidos con la alta responsabilidad institucional que ocupan.

Estudiar: Recuérdese el viejo aforismo medieval “iura novit curia”. O sea, teóricamente, el juez dice a las partes que se preocupen por exponerle los hechos, pues al derecho él ya lo conoce. Este vínculo entre conocimiento del derecho y judicatura ya estaba presente en la Carta Magna, que contenía el siguiente compromiso: “Nombraremos jueces, capitanes y corregidores sólo a hombres que conozcan las leyes del Reino y tengan el propósito de guardarlas cabalmente”.

La informática, que tantas ventajas nos ha traído, quizás nos ha hecho perezosos. A esos jueces les recordamos que “Aunque Goliat es más fuerte, David estudia el modo de vencer a Goliat. Usa la honda para anular la desproporción de altura y fuerza física y vence. Si el juez no estudia, Goliat vencería siempre”.

Por eso, una sentencia no se puede sostener en conceptos científicamente erróneos. Decía Voltaire, como dirigiéndose a los jueces de la Inquisición: “Cien veces se os echó en cara la absurda insolencia que demostrasteis condenando a Galileo, y yo os lo reprocho por la vez ciento y una, deseando que celebréis siempre ese aniversario y que se grabe en la puerta de vuestro Santo Oficio lo siguiente: ‘Aquí siete cardenales, con asistencia de hermanos menores, encerraron en la cárcel al primer pensador de Italia, a la edad de setenta años, haciéndole ayunar a pan y agua, porque instruía al género humano y sus jueces eran unos ignorantes’”.

4. Dar razones

Borges era escéptico frente al énfasis de los argumentos racionales. En este sentido, dijo: “A mi entender, lo sugerido es mucho más efectivo que lo explícito. Quizá la mente humana tenga tendencia a negar las afirmaciones. Recuerden que Emerson decía que ‘los razonamientos no convencen a nadie’. No convencen a nadie porque son presentados como razonamientos. Entonces los consideramos, los sopesamos, les damos la vuelta y decidimos en su contra. Pero cuando algo sólo es sugerido, nuestra imaginación lo acoge con una especie de hospitalidad. Estamos dispuestos a aceptarlo”. Este hermoso pensamiento no es fácilmente trasladable al juez. Por lo demás, como enseña Chaim Perelman, la argumentación judicial no busca obtener la adhesión a una tesis sólo porque es verdadera. Una tesis puede ser preferida a otra porque parece más equitativa, más oportuna, más útil, más razonable, más adaptada a la situación. Pero hay que explicar por qué. Véase:

Cuando en 1767 Carlos III expulsó a los jesuitas del virreinato del Río de la Plata, una persona de su Corte le preguntó por qué lo hacía. El rey le contestó: “Por razones que guardo en mi real pecho”. Algunos jueces, afortunadamente los menos, a veces emulan a Carlos III. Creen que, según una consabida consigna, el poder no da ni recibe explicaciones.

No es así. En un régimen democrático, el juez, detentador de una cuota del poder, rinde cuentas de cómo lo usa con la motivación de su decisión. Por eso, la casación francesa ha dicho desde antiguo: “Ir al juez con confianza; convencerlo por la fuerza del razonamiento o la riqueza de los argumentos, único camino de un hombre libre en un país que garantiza las libertades”.

En la misma línea, el gran Calamandrei enseñaba que el proceso civil moderno responde a los principios constitucionales de los nuevos ordenamientos democráticos, en el que “las partes son personas, es decir, sujetos de deberes y derechos que no están sentados frente al juez como súbditos, sometidos a su potestad y obligados a obedecerlos pasivamente, sino como ciudadanos libres y activos que tienen ante el juzgador no sólo deberes que cumplir sino también derechos que hacer respetar, por lo que el juez no debe estimarse únicamente como autoridad dotada de poderes, sino como un funcionario sujeto a deberes y responsabilidades frente a las partes”.

Por eso, no debe extrañar que los países sean condenados por el sistema regional de derechos humanos si sus jueces no fundan razonablemente las sentencias. Para muestra, véase la sentencia recaída en Anayo c/ Alemania, del 21/12/2010, que trata el caso de un nigeriano, padre biológico de dos mellizos nacidos de una mujer alemana con quien había tenido relaciones fuera del matrimonio, con quienes no puede legalmente establecer vínculos de filiación porque tienen por padre legal al marido alemán de la mujer, pero pide derecho de comunicación. Él sostiene que esa comunicación servirá a los niños para forjar su propia identidad, desde que cada día, cuando se miran al espejo, pueden preguntarse por qué sus hermanos (otros tres hijos del matrimonio) son tan diferentes a ellos, incluso en el color de la tez. El tribunal alemán le negó ese derecho, sosteniendo que “el simple deseo de construir lazos familiares no está protegido y las razones por las cuales no se construyeron son irrelevantes. El TEDH, en cambio, condenó a Alemania porque los jueces nacionales no explicaron por qué esa comunicación sería contraria al interés superior de los niños.

No necesitamos viajar a Europa. El 22/8/2023 nosotros fuimos condenados por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso María y otros vs. Argentina, conocido como caso “Mariano”, en el que una niña dio a luz a un bebé que fue entregado en adopción sin que la joven mamá biológica prestara un consentimiento válido. La Corte dijo: “Una exposición clara de una decisión constituye parte esencial de una correcta motivación de una resolución judicial, entendida como la justificación razonada que permite llegar a una conclusión. En este sentido, el deber de motivar las resoluciones es una garantía vinculada con la correcta administración de justicia, que otorga credibilidad de las decisiones jurídicas en el marco de una sociedad democrática. Por ello, las decisiones que adopten los órganos internos que puedan afectar derechos humanos deben estar debidamente fundamentadas, pues de lo contrario serían decisiones arbitrarias”.

Consecuentemente, el art. 3 del CCyC dice que El juez debe resolver los asuntos que sean sometidos a su jurisdicción mediante una decisión razonablemente fundada.

5. Dar razones en un plazo razonable

Una Justicia administrada con retardo ve comprometida su eficacia y su credibilidad y, en consecuencia, su propia justificación constitucional.

Normalmente, se invoca la insuficiencia del número de tribunales, la complejidad del régimen procedimental envejecido, la abrumadora carga de trabajo, incluso respecto a jueces que realizan un serio esfuerzo de productividad. Es necesario conocer estos datos de la realidad, dice Sergio García Ramírez, pero ninguno de ellos debiera gravitar sobre los derechos del individuo y ponerse en la cuenta desfavorable de éste. El exceso de trabajo no puede justificar la inobservancia del plazo razonable, que no es una ecuación nacional entre volumen de litigios y número de tribunales, sino una referencia individual para el caso concreto. ¿Dejará de ser violatoria de derechos la imposibilidad de acceder a la justicia porque los tribunales se hallan saturados de asuntos o menudean los asuetos judiciales?

En el ámbito penal, como dice nuestra Corte, no hay duda que una prolongación insólita y desmesurada del proceso (en el caso, 25 años) es equiparable a una verdadera pena que no dimana de una sentencia condenatoria firme, pena que contraría todos los principios constitucionales en la materia, por lo que aunque el recurso extraordinario no expone claramente la cuestión jurídica, el tribunal “debe asumir la responsabilidad de volver las cosas a su quicio por imperio del mandato constitucional”. Y durante este año, el 04/07/2023, dijo que “si bien la imposibilidad de fijar audiencia de debate por el gran cúmulo de causas impediría afirmar que se verificó una falta de diligencia, lo cierto es que la duración de la causa no puede ser atribuida al imputado ni a la complejidad del caso, y en tales condiciones resulta apta para configurar la afectación al derecho a ser juzgado en un plazo razonable (en el caso, el hecho atribuido a un adolescente imputable, hurtar $ 40, se había cometido en 2003. O sea, veinte años atrás).

A veces, es preferible repetir con Carnelutti: “Sbaglia ma decidi”

  • Integrarse al mundo

En un mundo globalizado, el juez no debe negar colaboración a otros jueces. Por eso, el art 2611 del CCyC dispone:

Sin perjuicio de las obligaciones asumidas por convenciones internacionales, los jueces argentinos deben brindar amplia cooperación jurisdiccional en materia civil, comercial y laboral.

  • No cerrar los ojos a la situación conflictiva al momento de decidir

Los largos tiempos del proceso pueden significar un cambio de circunstancias. Además, leyes antiguas pueden mostrarse inadecuadas si se las interpreta según los criterios vigentes al momento de su sanción.

Los jueces que se niegan a ver la realidad debieran rememorar la metáfora de Ortega y Gasset, quien describe un magnífico puente romano que hay en un amplio valle de España cerca de Portugal. Desde hace siglos el río cambió de cauce y el puente quedó en seco. Uno imagina que esa construcción mira a sus pies y se pregunta: “¿Dónde diablos se me ha ido el río?”. Aquí también nos inquirimos si la vieja teoría del proceso (el puente) no se ha quedado sin rio.

Por eso, nuestra Corte, ya en 1934 en el leading case Avico, repitiendo la jurisprudencia norteamericana, decía: “No hay un jurista moderno que no se preocupe de poner su interpretación en armonía con las necesidades actuales y con las ideas circundantes”. En la misma sentencia recordaba que el primer presidente de la Corte de Casación, en ocasión de celebrarse el centenario del Código Civil francés, decía que muchos jueces franceses, a semejanza de los ingleses y norteamericanos “han sabido no solamente aplicar la ley oscura sino completar la deficiente, suplirla cuando parecía muda, y adaptar el texto, liberal y humanamente, a las realidades y exigencias de la vida moderna, sin rezagarse a buscar obstinadamente cuál había sido, hace cien años, el pensamiento de los autores del código al redactar tal o cual artículo”.

Estos caminos hay que seguir mostrándolos. En este sentido, cabe recordar el caso de un imputado que intentó apoderarse de dos trozos de carne denominados “palomita” un día de octubre de 2008 en un supermercado, pero fue sorprendido cuando se iba del comercio con la carne escondida entre sus ropas y dijo que no tenía dinero para abonar la compra. El juicio se hizo cuatro años más tarde. En esa oportunidad, el juez de primera instancia condenó al procesado a (15) quince días de prisión en suspenso por el delito de hurto en grado de tentativa. Para revocar la decisión, bien se argumentó: “Quinientos años de cultura inquisitiva, forjaron un sistema de justicia burocrático, rígido, secreto, lento, ineficiente y extremadamente injusto que opera sin satisfacer ningún interés legítimo […] transcurrieron cuatro años, intervinieron 11 jueces, 4 fiscales, 5 defensores y más de 8 funcionarios (sin contar los innumerables empleados) para que se dicte la condena de un hombre confeso a una pena de quince días de prisión en suspenso por haber sustraído sin violencia en las personas ni fuerza en las cosas, dos pedazos de carne de tipo palomita de un supermercado”, aún cuando “surge del informe socio ambiental que ese hombre posee escasas condiciones de cuidados básicos; que tiene ausencia de la visión en uno de sus ojos; que le faltan piezas dentarias por falta de atención y cuidados bucales; y que su nivel sociocultural es ‘limitado-pobre’, con ingresos inestables y que dependen de trabajos informales con dedicación irregular…”. “Algunos operadores se parecen a los guardianes de la ley de Kafka: no se sabe qué es lo que resguardan, pero el valor está puesto en el resguardo y la ciudadanía se parece al campesino que sólo espera sujetado a su creencia en las promesas de la ley, pues allí debe haber algo valioso, aunque nunca lo veamos ni participemos de ello.

¿Significa esto que el juez puede hacer lo que quiere con la ley?

Cappelleti decía que “no hay sistema civilizado que no intente diseñar y promulgar límites a la libertad judicial, en lo sustancial y en lo procedimental. Hoy hay casi una campaña del miedo contra los jueces llamados “activistas”.

El origen del término “activismo judicial” se puede atribuir a Arthur Schlesinger, quien, en 1947, trazó el perfil de los jueces de la Suprema Corte estadounidense clasificándolos entre “activistas” y “campeones de la autocontención judicial”.

Según su descripción, los activistas serían los más inclinados a utilizar el poder judicial en pro de una concepción de bien social, mientras que los autocontenidos estarían más enfocados en reconocer un mayor espacio al legislador.

El emblemático Caso Brown v. Board of Education, juzgado en 1953, que determinó el fin de la segregación racial en las escuelas, por ejemplo, es ampliamente visto como un fallo activista y un símbolo de justicia social. Aún más emblemático, es el hecho de que haya sido la Corte Burger la que dictó la sentencia del Caso Roe v. Wade (1973), relativo al aborto, considerado por muchos como uno de los ejemplos más prominentes de activismo, al adoptar como base para el juicio la noción de privacidad, aunque hoy haya habido un retroceso.

Nuestra Corte Nacional también marcó grandes rumbos. Es difícil elegir sentencias, entre muchas; mencionaré solo tres:

Nadie puede dudar del carácter transformador de “Sejean c/Zaks de Sejean” (1986), que abrió el camino para el divorcio vincular.

Tampoco del caso conocido como del Colegio Nacional de Monserrat, del 19/09/2000, que declaró conforme a derecho la resolución de la Universidad Nacional de Córdoba que modificó el reglamento de un colegio secundario, que hasta ese momento era exclusivo para alumnos varones y que comenzó a ser mixto. Alli se dijo: “Es tarea de historiadores y sociólogos elucidar por qué un texto como el art. 16 (’Todos sus habitantes son iguales ante la ley...’) pudo coexistir durante largo tiempo con otras normas de inferior jerarquía que hoy parecen claramente discriminatorias contra la mujer. Así, por ejemplo, la esposa no podía ejercer el comercio si no contaba con autorización del marido; en el área del Derecho Público no se reconocía a las mujeres el derecho a votar, etc. Las normas infraconstitucionales fueron cambiando y adecuándose progresivamente a los requerimientos igualitarios. El proceso se movió con lentitud, porque eran fuertes las resistencias que presentaba una estructura social en la que florecía y medraba una impronta decididamente patriarcal”. Otra parte del voto destaca que el juez no debe priorizar sus propias pautas culturales, sino las de la Constitución: “Tengo la tranquila sospecha de que existen quienes añoran el pasado y rechazan la radical igualación de la mujer y el hombre en cuanto al goce de los derechos humanos y las libertades fundamentales que en la convención se imponen. Otros, de parecida orientación, cuestionarán que en ella se obligue a estimular la educación conjunta de los alumnos de ambos sexos y preferirán, más bien, una educación diferenciada por géneros; lo que, sin mayor esfuerzo, hace recordar la desgraciada historia de separados pero iguales que descansa, como decía Warren, en el concepto de la inferioridad inherente a la clase que se discrimina que, en el caso, me hace recordar al de la mujer como ‘varón deficiente’ acuñado por Aristóteles. Ambos grupos de personas encontrarán apoyo para sus posiciones en importantes autores que se han sucedido desde Grecia hasta la actualidad. Pues bien, más allá de los argumentos que puedan desarrollarse contra nostálgicos, separatistas y partidarios de la erudición superflua, puedo entender a los demandantes; después de todo, se sabe desde mucho antes de Churchill, que “la democracia y la igualdad son un fastidio”, pero lo que no puedo es justificarlos”.

La igualdad también fue defendida en el caso “Arenzón”, de 1984, el que consideró irrazonable la exigencia de una estatura mínima de 1,60 m para matricular al actor que no la alcanzaba en un instituto de profesorado en la especialidad de matemáticas y astronomía. La Corte respondió que “este extravagante privilegio de los que miden más de un metro y sesenta centímetros es incompatible con la necesidad de cimentar una sociedad democrática e inteligente, infiere una lesión enorme a los derechos del actor […] y mancha al ordenamiento argentino con valores éticos sustancialmente anacrónicos”.

8. Entender que detrás del expediente hay personas y que el proceso configura su última oportunidad

El juez debe ser consciente de su labor y de cuánto influye en la vida de personas determinadas.

Cualquier persona, a lo largo de su vida, puede llegar a ser afectada por la decisión de un juez. Las decisiones judiciales que traducen y aplican a una situación concreta los dictados abstractos de la ley pueden significar la diferencia entre el bienestar o la desgracia para un individuo.

Por eso, al juez no le puede pasar desapercibido que: “El proceso señala el momento crucial de la tutela de los derechos; más aún, señala el momento más alto y más crítico, dado que la tutela jurisdiccional constituye, por así decirlo, la última playa, la última de las tutelas previstas por el ordenamiento, la destinada a operar cuando la observancia espontánea de los preceptos ha sido violada y han fallado todas las otras formas de tutela. Consecuentemente, los fracasos de la tutela jurisdiccional se traducen, inexorablemente, en un déficit de operatividad de las normas del derecho sustancial”.

9. Construir un tejido fuerte al evaluar la prueba

“Valorar la prueba no es descomponer individualmente cada uno de los medios rendidos, investigando si por sí solos arrojan acabada convicción aislada. Antes bien, importa entrelazarlos acumulativamente con los restantes elaborando un plexo, un tejido de hechos que se compenetran recíprocamente.

10. Entender que las generaciones futuras no son solo las que no tienen nombre ni rostro sino los niños, niñas, adolescentes que tenemos antes nuestros ojos y que vivirán más que nosotros.

Por eso, el Art. 32 ley 25.675 ley general del ambiente dice que el juez interviniente podrá disponer todas las medidas necesarias para ordenar, conducir o probar los hechos dañosos en el proceso, a fin de proteger efectivamente el interés general. Es que, como decía el maestro Morello, “si bien el papel del juez es obviamente neutral, no es indiferente sino comprometido con los resultados de la jurisdicción”.

11. Afrontar con seriedad la violencia

Ante el grave flagelo de la violencia, cabe repetir con la Suprema Corte de la provincia de Buenos Aires: “Lo único que se prohíbe al juez en la ley de violencia es no hacer nada. Quedarse impasible frente a la violencia cuando tiene a su alcance una gama de opciones para ofrecer protección a personas vulnerables, como son las que sufren agresiones, máxime cuando estamos hablando de niños”.

13. ¿Cómo lograr que todo esto se cumpla?

Hay que elegir buenos jueces

Se ha dicho que si el presidente Eisenhower no hubiese hecho nada más que designar presidente de la Corte Suprema al juez Warren, se hubiese ganado un muy importante lugar en la historia de los Estados Unidos.

Hoy he señalado algunos defectos y errores de nuestro sistema judicial. El reconocido procesalista italiano Calamandrei decía que no es honesto refugiarse dentro de la cómoda frase hecha según la cual la magistratura es superior a cualquier crítica y a cualquier sospecha, como si los magistrados fuesen criaturas sobrehumanas, no tocadas por la miseria de esta tierra y por eso intangibles. Quien se adhiere a esta tonta adulación ofende la magistratura, a la que se honra no con adularla, sino con ayudarla a estar a la altura de sus funciones.

Es que, como decía Aristóteles, “los dioses no son ni justos, ni valientes, ni generosos ni moderados porque no viven en un mundo donde se tenga que firmar contratos, afrontar peligros, distribuir sumas de dinero o moderar deseos. Los dioses no viven en el mundo de la relación, de la aventura y de la necesidad, y querer atribuirles la virtud a seres que, siendo lo que son y viviendo donde viven, no tienen nada que hacer con ella, sería otorgarle a la virtud un valor que no tiene”.

Los jueces no son dioses. Quizás, también como rezo laico, por el momento, solo nos queda “orar” con Maria Elena Walsh, algunos de los versos de su Oración a la Justicia de 1974:

Señora de ojos vendados

Que estás en los tribunales

Sin ver a los abogados

Baja de tus pedestales

Quítate la venda y mira

Espanta a las aves negras

Aniquila a los gusanos

Y que a tus plantas, los hombres

Se den la mano

Ilumina al juez dormido

Apacigua toda guerra

Y hazte reina para siempre

De nuestra tierra

Porque ya es hora, dice Maria Elena, y yo también digo: ya es hora de concluir. Nuevas y conmovedoras gracias a la Universidad y a cada uno de ustedes.

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