La razón de la obediencia al derecho

El Derecho Administrativo no ha de construirse para servir al poder ni meramente para contenerlo, sino de cara al objetivo de hacerlo a favor del interés general y de la plenitud individual

Carlos Rosenkrantz, vicepresidente de la Corte Suprema de Justicia

El vicepresidente de la Corte Suprema de Justicia, Carlos Rosenkrantz, advirtió este martes sobre el “grave error” de caer en lo que denomina “neoconstitucionalismo”, y que describe como el supuesto abandono de la neutralidad de los jueces, para adaptar sus sentencias a “cuestiones morales” aunque no estén en las leyes.

La importancia del emisor obliga a reflexionar sobre el acierto de sus palabras.

En las antípodas de su pensamiento, encuentro que el sentido y función del derecho es servir al individuo en toda su majestuosidad. Adviértase, en ese sentido, que, por ejemplo, el Derecho Administrativo no ha de construirse para servir al poder ni meramente para contenerlo, sino de cara al objetivo de hacerlo a favor del interés general y de la plenitud individual. En contra de su tesitura formalista, puede advertirse que los principios reflejan en el mundo jurídico, de algún modo, lo que las unidades celulares a los individuos, puesto que resultan expresiones representativas de la esencia ordinamental y por lo que, además de ser fuente de derecho, actúan como medios informantes para que la autoridad no actúe cegada por la burocracia normativa.

Efectivamente, se deja ver que los principios generales de derecho no representan meras construcciones que se infieren a partir de lo establecido en el sistema normativo. De tal modo, que debe denunciarse la errónea afirmación de que los principios son fuente inferior a las normas positivas a las que debe recurrirse únicamente en caso de no encontrarse una respuesta expresa en el ordenamiento sancionado. Explícitamente, sería vano y temerario ignorar la magnitud de estos cimientos del derecho. Y todo este entramado de pensamientos nos guía a postular que, aunque los principios no se confundan con el derecho mismo - del mismo modo que las células no constituyen en su totalidad al ser humano -, no se puede negar que, en ambos escenarios, son el bastión de la identidad, ya sea del orden jurídico o del ser. Porque, en esencia, no hay estructura sin justicia ni principios, al igual que no hay ser sin su esencia biológica, aunque el todo trascienda la mera suma de sus partes.

Y, siguiendo esta senda de razonamiento, cabe subrayar que el ser, en su totalidad, no puede trascender sus confines biológicos, así como el poder del legislador no debe obviar los límites esculpidos por estos principios cardinales. Por ende, para invocar tales principios, no es esencial que el asunto a resolver sea un enigma indecible bajo la égida de las leyes escritas. Y esto nos conduce a la revelación de que, quizás, la interpretación de una norma escrita se vea desdibujada si se despoja del carácter iluminador de los principios. En relación con este dilema, conciliemos con la idea de que los principios son para las normas lo que el sol es para un planeta. Es menester añadir, una vez reconocido el peso gravitante de los principios en el cosmos jurídico, que más allá de hablar de un orden jerárquico, se destila una relación de inextricable dependencia.

En estas condiciones, uno podría concebir, en los intersticios del tiempo y la razón, que cada estructura de leyes guarda en su seno una idea que la ilumina. Aún en la aparente discordancia que se revela en el instante de un caso específico, se esconde la armonía insoslayable del gran diseño jurídico. Todo ello fusionado bajo el enigmático manto de la Justicia. En la vastedad del cosmos jurídico, emerge la concepción de que no es simplemente un edificio de normas. No sería desmedido postular, tal vez evocando las antiguas bibliotecas de Babel, que el derecho trasciende la mera figura pintada en un pergamino. El positivismo, ese espejismo engañoso, se desvanece al revelarse el derecho como algo inefablemente más hermoso y elusivo.

En esta senda, las decisiones legales no deben ser esclavas de la forma, olvidando que el derecho no puede desligarse de las esencias que lo fundamentan. Así como sería un error describir el fervor por el fútbol como un mero juego de veintidós almas y un esférico, el derecho no puede comprenderse desde el frío marco de las estructuras y sin la pasión de sus ideales.

No podemos desligarnos de las ideas rectoras que subyacen a nuestros sistemas jurídicos. Como bien subrayó Aquino, la ley humana debe tener sus raíces en la ley eterna y la ley natural. Aquino sostenía que, aunque las circunstancias específicas pueden cambiar, hay ciertas verdades morales que son inmutables, reflejadas en la idea de que los principios generales del derecho son “buenos per se” y no dependen de la experiencia para ser conocidos. Y en el enfrentamiento con el positivismo, encontramos que el derecho no es simplemente una construcción humana, sino algo que refleja verdades más profundas sobre la naturaleza humana y el bien común.

Los jueces de la Corte Suprema de Justicia de la Nación

Siguiendo a Rawls, podría argumentarse que el positivismo jurídico, al centrarse estrictamente en lo que es “positivo” o establecido por el Estado, ignora o minimiza la importancia de una justicia que se dedica a los principios básicos y universales de equidad y justicia distributiva. Efectivamente, el derecho, bajo el enfoque positivista, corre el riesgo de ser simplemente un reflejo del poder y no un medio hacia la justicia. Rawls subrayaría que el objetivo del derecho no es simplemente la estabilidad o la obediencia a las reglas, sino la realización de una sociedad justa. El mero seguimiento de reglas establecidas (como en el positivismo) no garantiza una sociedad justa, especialmente si esas reglas fueron creadas sin tener en cuenta los principios de equidad y justicia. Como bien enseña Alexy, un sistema jurídico no puede ser entendido ni justificado únicamente por sus normas positivas, sino que debe ser evaluado también en función de los principios de justicia, equidad y dignidad que lo sustentan. El positivismo jurídico, al no dar suficiente importancia a los principios y al valor intrínseco de la justicia, ofrece una visión incompleta y potencialmente desorientadora del derecho.

Estas consideraciones obligan a precisar que cada régimen jurídico tiene su idea rectora y sus propios principios. En consecuencia, las decisiones jurídicas no deben rendir pleitesía a las formas y olvidar que el derecho no puede independizarse de los propósitos que lo cimientan. Sería incompleto comprender la pasión por el fútbol si se lo describiera como un juego de once personas que se enfrentan a otras tantas para introducir un balón en la banda contraria. Algo parecido sucede con el derecho, ya que no puede explicarse desde la mera formalidad y sin relación con los valores que defiende.

Frente a ese panorama, debe enfatizarse en todos los tonos posibles que resulta inevitable la utilización del método principalista en la determinación del régimen jurídico, que gobierna el ejercicio de cualquier actividad jurídica. En relación con ello, parece perfectamente claro que la principal finalidad que perseguía la ley resulta la realización de lo justo en el caso concreto. Esto se encuentra explícitamente manifestado en la referencia que realiza la Corte Suprema de Justicia de la Nación, al explicar que su misión es velar por la vigencia real y efectiva de los principios constitucionales por encima de la aplicación mecánica e indiscriminada de la norma. Con el fin de cumplir con estos objetivos, se llega a la conclusión de que no resulta posible operar únicamente a través de meros silogismos, sino que la justicia demanda converger hacia una progresiva extensión de la argumentación basada en principios.

Por lo tanto, se debía prestar suma atención a la teoría de la argumentación y a la búsqueda constante de soluciones jurídicas razonables. De hecho, cuando acudimos a un médico, no le solicitamos que aplique simplemente los protocolos establecidos en su campo de conocimiento, ya que cada cuerpo humano es único en sí mismo, similar y diferente a los demás. Precisamente por eso, le pedimos al médico que nos cure de nuestras dolencias, sin importar los medios elegidos. Del mismo modo, al operador jurídico no le pedimos que enmarque la situación en el precedente más cercano, sino que actúe con equidad y otorgue a cada parte lo que le corresponde de acuerdo con la justicia. Por ello, se concluyó que la seguridad jurídica no podía ser entronizada en el altar de las instituciones jurídicas.

Sobre la base de estos fundamentos, puede concluirse que la atmósfera judicial se ve perturbada si los justiciables no perciben que ejercer el arte de la justicia no implica simplemente aplicar la ley, sino que también debía tener en cuenta los valores superiores. Queda claramente evidenciada la urgente necesidad de emitir decisiones justas, por encima de la teoría pura del proceso. En consecuencia, no debería existir ninguna duda de que los jueces debían llevar a cabo una labor ponderada de los valores comprometidos en el caso de que estuviera siendo juzgado, ya que el pilar fundamental sobre el cual se sustenta el derecho es el reconocimiento constante de la dignidad de la persona.

En suma, la razón que justifica la obediencia a la autoridad es una razón moral, ya que solo la moral puede proporcionar razones completas y últimas para la acción humana, es fundamental. A partir de esta comprensión, se reconoce que el método adecuado para el orden jurídico no puede limitarse a un enfoque dogmático. El derecho no se reduce a ser una disciplina meramente reproductiva que se limita a explicar y sistematizar los materiales normativos proporcionados por las fuentes vigentes. Desde los juicios de Núremberg, se ha experimentado una crisis en el concepto de Estado de derecho legal que ha sido reemplazado por el concepto de Estado de derecho constitucional. Esto ha llevado a romper la sinonimia entre derecho y ley, y ha dado lugar a un nuevo paradigma jurídico que implica la incorporación de una pluralidad de fuentes normativas.

Esta multiplicidad de fuentes complica la tarea de determinar el derecho aplicable en cada caso. En este contexto, es necesario que los jueces no solo comprendan las normas jurídicas, sino también los valores y principios que integran el ordenamiento jurídico. Se les exige tener una comprensión profunda de los fundamentos éticos y morales que sustentan el derecho, ya que esto les permitirá tomar decisiones informadas y justas en la interpretación y aplicación de las normas jurídicas.

En el laberinto de la razón, donde se bifurcan los caminos de la moral y la ley, reside un axioma ineludible: la justificación para obedecer a la autoridad emana, en última instancia, de un principio moral. Porque es la moral, y no otra fuerza, la que ofrece la única respuesta completa y definitiva a las acciones humanas. Con este entendimiento, es evidente que el vasto tapiz del orden jurídico no puede ser encerrado dentro del marco estrecho de una mirada dogmática. Hay que aseverar que el derecho es mucho más que una disciplina que se contenta con decodificar y ordenar preceptos normativos, sería despojarlo de su profundo dinamismo.

En este entramado de pensamientos, emerge una certeza: la legitimidad de las normas no puede simplemente esbozarse desde la mera constatación de un hecho. Existe, más bien, un imperativo que dictamina que detrás de cada ley, oculta en sus recovecos, debe latir un principio moral que la justificara. Así, si al hombre le resulta esquivo el conocimiento pleno de la verdad, también le sería inalcanzable la esencia de la justicia; pues el manto del relativismo moral se despliega como una coartada para ejercer la fuerza o la imposición de la mayoría. Sin embargo, y paradójicamente, en el intrincado laberinto de la realidad, aunque el ser humano quizás no posea el don de descifrar la totalidad del universo, sí ostenta la capacidad, casi intuitiva, de discernir aquello que es bueno en esencia, a través de la lente de la prudencia que media entre la norma universal y el caso concreto que se despliega ante él.

Sobre estas bases, debe destacarse la importancia de la ponderación como una estructura metodológica idónea, para justificar una relación de prioridad condicionada entre normas que tienen carácter de principio, es decir, normas cuyos mandatos se clasifican de manera gradual. Su aplicación siempre se enmarcaba en un caso concreto en el cual dos o más principios jurídicos entran en conflicto, y se debía determinar cuál de ellos debe aplicarse para resolver la problemática específica. La ponderación, al ser únicamente una estructura metodológica y no un criterio material, se limitaba a establecer una relación entre los argumentos a favor y en contra de la aplicación de los principios en conflicto al caso concreto. Sin embargo, el contenido y valor material de dichos argumentos no eran proporcionados por la estructura de la ponderación, sino que se derivan de las circunstancias fácticas y jurídicas de cada caso. La determinación de los pesos de los argumentos, es decir, la asignación de importancia relativa a los diferentes argumentos surgía de las circunstancias fácticas y jurídicas de cada caso particular, teniendo en cuenta los hechos del caso y considerando otros principios que formaban parte de este. Esto era necesario, ya que, si la ponderación se hubiera aplicado de manera más general y no en función de casos concretos, simplemente se habrían clasificado los principios de manera jerárquica sin tener en cuenta las particularidades de cada situación. En ese sentido, la ponderación se realizaba en un contexto específico, considerando todas las circunstancias relevantes, para determinar cómo se aplicaban los principios en conflicto en un caso particular.