¿Hacia un tribunal supremo del gasto público?

Un órgano así tendría la potestad de conocer, para aprobar o rechazar, cada designación o contratación, y cada centavo de aumento del gasto. Los políticos estarían obligados fundamentar seriamente cada peso presupuestado

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Javier Milei con una motosierra, símbolo de su plan de recorte de gastos (AP Foto/Natacha Pisarenko, Archivo)
Javier Milei con una motosierra, símbolo de su plan de recorte de gastos (AP Foto/Natacha Pisarenko, Archivo)

Recientemente, han saltado a la luz gastos obscenos del Estado que todos intuíamos o sabíamos, pero verlo crudamente duele. Mientras muchos argentinos luchaban en medio de la indigencia y la pobreza, mientras a muchos niños les faltaba la comida y los jubilados caían en la miseria, el Estado se llenaba de vivos que ganaban fortunas con cargos absolutamente innecesarios o tareas inexistentes.

Para muestra, sobra un botón. Circuló en estos días que Radio y Televisión Argentina (RTA) tiene 2.400 empleados con un déficit operativo para 2023 de 22.949.000.000 de pesos. Radio Nacional tiene 1.600 empleados. En todos los casos, ganan el doble o el triple de lo que paga el mercado. Es decir, trabajan mucho menos y ganan mucho más que cualquier argentino de a pie. Son auténticos privilegiados. Una oligarquía o casta, con todas las letras.

En ciertos casos, llegan a cobrar 1.000.000 por una o dos horas diarias de conducción con diez a doce columnistas. Les pagan cientos de miles de pesos extra por ropa cuando hacen radio y ni siquiera se les ve. Un robo a mano armada. Verdaderos delincuentes de guante blanco. No hay otra forma de decirlo.

Argentina tiene 3,5 millones de empleados públicos. La cifra supera levemente los 18 empleados públicos por cada 100 ocupados. Está muy por encima de EEUU (15), México (13), Chile (12) y Alemania (11). Es dos veces y media la de Corea del Sur y más del triple que la de Japón, cuando estos últimos países son muy ricos y podrían darse otros lujos si quisieran.

Somos una sociedad subdesarrollada, un mar de miseria e indigencia. Debemos ahorrar e invertir mucho para convertirnos en un país rico y que todos los argentinos puedan vivir bien. Deberíamos ser de los más cuidadosos con el gasto. Esto se agrava porque gran parte de nuestro gasto es político, superfluo o corrupto, e inútil para la sociedad.

Ante ello, uno no puede dejar de plantearse, no por qué los argentinos votaron a alguien como Milei, sino más bien por qué se demoraron tanto en hacerlo. Es así, más allá de cuánto nos guste su ideología anarcocapitalista o de que nos puedan generar ciertas dudas por su personalidad o temperamento.

Ante la falta de control, transparencia y límite, la competencia política tiende a aumentar los empleados y el gasto público. Cada tanto, puede aparecer alguien como Macri, que detenga el crecimiento y emprenda una reducción lenta y gradualista, o un Milei, que intente un ajuste abrupto, de shock.

Empero, incluso aunque Milei logre su cometido, ¿qué pasará una vez que la gente se calme, la opinión pública ponga su foco en otro lado y los políticos profesionales vuelvan a adueñarse del sistema? ¿Alguien puede garantizar que este desmadre no vuelva a suceder?

Así se diera esto en un 50% de lo que vemos ahora, ¿no seguiría siendo una inmoralidad y una carga extra e innecesaria de impuestos sobre los argentinos, en especial sobre aquellos que luchan contra viento y marea para salir de la pobreza y la indigencia?

Para que la política no se vuelva contra el pueblo, se requiere una muy elevada calidad democrática, con extrema transparencia, división de poderes y capacidad de presión de los ciudadanos sobre sus gobernantes. Cabe agregar elección de diputados por circunscripción uninominal, fin de las listas sábanas, descentralización y desburocratización. Una reforma política ultrademocrática es vital para que las reformas económicas sean realmente profundas, sostenibles y duraderas.

En el corto plazo, un diseño institucional adecuado podría ser de gran ayuda. Por ejemplo, ¿por qué no crear una suerte de Corte Suprema del gasto público?

No es la intención generar más burocracia, sino ponerle un filtro y un freno eficaz a ella. Este tribunal del gasto público debería estar integrado por personas con amplia formación y trayectoria en economía y finanzas. Sus miembros deberían gozar de plena independencia, siendo elegidos y removidos por dos tercios o tres cuartos del Senado y con 6 años de duración en su cargo. Quizás, con la posibilidad de una sola reelección.

En caso de que el Senado no lograra ponerse de acuerdo en un plazo razonable para llenar una vacante, la Corte Suprema de Justicia debería hacerlo con una mayoría calificada. Este tribunal que se plantea tendría autonomía presupuestaria, auditada directamente por la Corte Suprema de Justicia para evitar cualquier burocracia o gasto de carácter innecesario dentro de sí mismo.

Un órgano así tendría la potestad de conocer, para aprobar o rechazar, cada designación, contratación o empleado, cada centavo de aumento del gasto. Los políticos estarían obligados a pensar muy bien cada gasto y deberían fundamentar seriamente cada peso. El tribunal del gasto público podría rechazar el gasto por infundado, solicitar un ajuste o reelaboración, o bien darle curso si se comprobara que es realmente un gasto necesario, útil y que no hay otra manera más eficiente o menos costosa de lograr el mismo objetivo.

Cabría darle a este órgano la potestad de ordenar o llevar a cabo consultas populares vinculantes en casos de propuestas de difícil solución, con fuerte connotación ideológica o de gran tamaño. Por ejemplo, cuando se decidió crear el Ministerio de la Mujer o estatizar Aerolíneas Argentinas, ¿por qué no someterlo a decisión de la ciudadanía? También, en caso de un rechazo del tribunal, el Senado o la Cámara de Diputados podrían insistir con una mayoría calificada y someterlo a votación democrática vinculante del pueblo. Así, se evitaría un exceso de intervencionismo o corporativismo de parte de este panel de expertos.

Es dable imaginar, por qué no, que el presidente del tribunal del gasto público sea elegido por la ciudadanía en elecciones independientes, separadas de las presidenciales y legislativas. Así, se generaría toda una discusión, investigación y campaña, cada seis años, orientada a evaluar el gasto público y detectar gasto innecesario.

Para los inversores, sería una formidable garantía a largo plazo. Sea cual sea el gobierno, gane quien gane las elecciones, un gasto público razonable y moderado estará garantizado. Así, el país recibiría inversiones nacionales e internacionales en mucho mayor cantidad y de mejor calidad, más productivas y sostenidas en el tiempo.

Surge el problema de los gastos de las provincias. Como le pasó ciertamente a Macri, podría suceder que el Estado nacional bajara el gasto, pero las provincias compensaran la reducción con una suba de igual magnitud. Aquí, se pueden pensar dos alternativas.

Una, a través de una reforma constitucional, conllevaría obligar a las provincias a obtener la aprobación del tribunal del gasto público nacional o bien crear tribunales provinciales equivalentes, bajo las mismas condiciones, auditados y aprobados por el tribunal nacional. Otra, sin reforma constitucional, consistiría en crear un incentivo económico para que las provincias adhieran al órgano nacional o creen uno provincial equivalente, bajo las mismas condiciones.

Una democracia de alta calidad, con un diseño institucional adecuado, implicaría una solución a largo plazo para el problema del gasto público. Evitaríamos tener que llegar nuevamente a un callejón sin salida, con una economía diezmada y un Estado elefantiásico. Resultaría en menos impuestos y más capacidad de ahorro y progreso autónomo de parte de la sociedad. Significaría construir un Estado realmente al servicio de la ciudadanía, y no de los políticos.

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