Feminista en falta: el debe y el haber sentimental, ¿por qué cuesta tanto el dinero en la pareja?

La plata es un asunto escabroso, para los que la tienen, para los que no tenemos mucha y para los que tienen todavía menos. Como decía la escritora Ángeles Salvador, en la mayoría de las familias de clase media siempre estuvo mal visto hablar de eso, pero ¿qué pasa cuando el dinero se cuela en las relaciones amorosas?

Guardar
¿Por qué cuesta tanto el
¿Por qué cuesta tanto el dinero en las parejas? (foto Reuters/Agustin Marcarian)

De vez en cuando necesito volver (a leer) a Ángeles Salvador. La columna sobre el dinero que escribió en eldiario.ar hasta su muerte, en junio del año pasado, es oro puro: si el dinero estuviera asociado al talento, Ángeles tendría que haberse muerto siendo tremendamente rica, pero como ella misma decía “a veces, quienes escribimos, lamentamos la precariedad en la que estamos sumidos, pero al mismo tiempo queremos afirmarnos en ella como si fuera una declaración de principios”. Ángeles no murió rica, pero nunca renunció a sus principios. Sé que si estuviera en este mundo leería esto con sonrisa socarrona, qué pavada más grande preferir la entereza de espíritu a una fortuna.

Quiero hablar de la plata en plan Sex & The City, a propósito de algo que le pasó a una amiga. La plata es un asunto escabroso, para los que la tienen, para los que no tenemos mucha y para los que tienen todavía menos. Como también decía Ángeles, en la mayoría de las familias de clase media -más o menos acomodada según cómo gire la rueda- siempre estuvo mal visto hablar de dinero. “No había que preguntar cuánto había costado un regalo, cuánto había costado la cuenta del restaurante, no había que mirar los precios al elegir el menú -para no pedir lo más caro ni lo más barato-. No había que preguntar cuánto ganaba papá, cuánto ganaba mamá, cuánto salía la cuota del club. Menos cuánto teníamos y cuánto costaba lo que poseíamos, aunque no tuviéramos tanto para inventariar. Era una regla de buenos modales, una etiqueta a seguir. Nos enseñaron a ocultarlo con el mismo pudor que se manejan los asuntos fisiológicos”, escribe en El pudor insoportable de hablar de plata (mayo, 2022).

El caso es que mi amiga, igual de pobre que yo, pero dignamente orgullosa de su vida y de sus logros, se cruzó con un señor millonario, con todos los clichés del arquetipo: autos, aviones, propiedades, campos para alimentar a varias generaciones de pueblos a la redonda, hobbies, gadgets y ropa cara, una historia en la que nunca fue una preocupación pagar las cuentas ni sentir en carne propia los dolores (y mucho menos la carencias materiales) de los otros. Al principio, nosotras le repetíamos: “Vos te sacaste la grande”, y ella se incomodaba mucho: “No es por eso por lo que lo quiero, sino porque es un tipo divino”.

A mí amiga también le enseñaron a no hablar de plata, una estrategia contra el pecado de la envidia, decía Ángeles: “No hay que decir lo que se tiene o lo que se paga o lo que se estuvo dispuesto a pagar porque pueden envidiarnos, pueden criticarnos y, bien extendida la costumbre, como un comportamiento higiénico social, sirve también para salvarnos de nuestra propia envidia: si las demás familias de bien hacen lo mismo que la nuestra nos ahorrarán la psicótica y concupiscente sensación de celar y, en una de esas, querer actuar en consecuencia”.

Ángeles Salvador (foto Alejandro Beltrame)
Ángeles Salvador (foto Alejandro Beltrame)

Así que mi amiga salía con el millonario a lugares caros y no hacía muchas preguntas, aunque en algún lugar de su cabeza el tema fuera ineludible: la botella del vino con que brindaban alcanzaba para resolverle la mayoría de los problemas, pero el señor no tenía intenciones de reparar en eso y a ella le resultó educado no hacerlo tampoco. Sin embargo, había algo en el aire que marcaba que el señor sí medía las diferencias: si se iban de viaje, él volaba en primera y ella en turista, bastante que la sacaba de paseo. Si ella, sin fijarse en el precio, pedía un plato caro, él le hacía saber -con un brote de ira o con un chiste- que era mucho para ella. Si había que poner para una propina, ella se apuraba a sacar la billetera sabiendo que eso después le iba a faltar en la heladera; él nunca la frenaba, probablemente porque no conocía su estado financiero ni tampoco estaba interesado en conocerlo.

Mi amiga no hacía cálculos de ningún tipo, porque el señor le gustaba y quería ser una buena novia. “El amor no es un asunto transaccional”, nos repetía cuando tratábamos de que entendiera que estaba ante el peor de los varones, un amarrete de manual. Y ante una especie incluso peor, el amarrete al que le sobra. Nosotras le hablábamos de otras parejas -incluso las que ella misma había tenido antes- donde el asunto se daba naturalmente, el que tiene y cuando tiene pone lo que hace falta y nadie le debe nada a nadie. Pero mi amiga decía que no le dolían especialmente los retaceos, salvo cuando empezó a sentir que sí tenían que ver con el amor.

Una tarde, volvió alarmada de la casa del tipo: había visto cómo también le retaceaba de la peor forma la plata a sus propios hijos. El señor le había confiado las cuitas de su divorcio y cómo en el arreglo él quedó a cargo de la manutención de los chicos y el colegio. Le parecía una injusticia que lo hicieran pagar alimentos y también el comedor, y como ya no se hablaba con su ex, se dirigió directamente a las autoridades de la escuela: cuando los hijos llegaron a comer al día siguiente se encontraron con que no podían sentarse con sus compañeros, la madre debía ocuparse de las viandas, les dijeron.

En cualquier otra circunstancia mi amiga hubiera dado un portazo en solidaridad con esa madre y sus hijos, pero en vez trató de comprenderlo: él le contó que había leído en un correo que la ex dejó abierto por error cómo los hermanos la aconsejaban para que “lo exprimiera”. La confianza traicionada del hombre limón la conmovió y tomó la mala decisión de entenderlo, aún cuando veía cómo la plata era el asunto regente también en sus relaciones con sus hermanos y sus amigos. “No tiene la culpa, lo criaron así, no está capacitado para entender que no todo es guita y seguramente alguna vez se habrá sentido usado”, decía mi amiga en una especie de proyección extraña, porque la usada -ya estaba claro para todas nosotras- era ella.

¿Qué pasa cuando el dinero
¿Qué pasa cuando el dinero se cuela en las relaciones amorosas? (AP Foto/Charlie Riedel)

“La familia tiene ductos económicos teñidos de pasión, dependencias, obligaciones y culpa. La familia se arma como un proyecto de sostén económico y de perpetuación del patrimonio”, escribe Ángeles en otra columna sobre las herencias (abril, 2022). A mí amiga le daba pena cada vez que lo veía gritar, encolerizado: “¿Cómo podía ser que sus hijos no tuvieran consideración por nada, si él pagaba todo?”. Trataba de explicarle, sin entrar en la escatología del dinero, que los hijos a veces necesitan otras cosas, un padre al que sus guerritas no lo hagan perder de vista las necesidades de su progenie, sobre todo las que no son económicas, como llegar al colegio y poder sentarse en la misma mesa que sus compañeros.

Aún con esos antecedentes, mi amiga estaba convencida de que el dinero no era un factor determinante en su relación. Iba viendo, sin embargo, cómo el elefante en la sala lo iba llenando todo. No es que él le gustara por su cartera de acciones, para nada; menos cuando ella de eso no veía nada, apenas escuchaba. Pero hay una verdad sobre la que también escribió Ángeles: el dinero despliega poder, y el poder es sexy (érotico, repetía Carlos Menem en los 90) aunque se use como el culo. “El dinero, probablemente, se haya inventado para pagar por sexo más que para pagar por sal”, dice en El que te desviste te viste (marzo 2022). “El cortejo es una de las formas en las que el dinero mediatiza la relación sexual hasta el día de hoy -sigue en la misma columna-. Regalos, flores y comidas que cuanto más costosos, y por ende más performativos, se traducen como vivencias más románticas o aventureras”.

Pasó entonces lo más lógico desde el punto de vista comercial: el hombre limón, pasado el cortejo, redujo su interés sexual. Como sus relaciones sí eran transaccionales, la cosa fue bastante obvia, sin sexo involucrado, no le debía nada a nadie, ni siquiera respeto. Así que empezó a faltárselo cada vez más seguido, tal vez en la esperanza de que reaccionara sola y no tuviera que tomarse la molestia de explicar razones.

Ya lo había hecho antes e incluso se lo había contado, como una gracia: para él las mujeres eran descartables, en cuanto la situación exigía más compromisos, pasaba rápidamente a otra historia. Buscaba, en general, mujeres sin muchas pretensiones: eran más económicas. Era lo más fácil del planeta porque su virtud, especialmente en tiempos de crisis, era el cortejo. Era evidente aunque mi amiga insistiera en no pensar en eso: la plata financiada con tarjeta corporativa paga mejores citas.

Un mediodía, de los últimos, mi amiga notó con horror cómo él medía mentalmente qué llevar a un asado en lo de un amigo en función de quién era, qué le traía a su casa habitualmente y qué podía llegar a ofrecerle. En vez de agarrar un vino premium de su cava, paró su auto de alta gama en la puerta de un Día y bajó a comprar un pack de cervezas Brahma que estaban en oferta. A mi amiga se le escapó por lo bajo un “qué grasa”, pero puso cara de enamorada y siguieron viaje.

Quisiera decirles que mi amiga entendió la moraleja a tiempo, pero a veces hasta las más inteligentes (y feministas) esperan que los tipos cambien. Que cambien por ellas, que quieran ser mejores personas, como en la película de Jack Nicholson. Mi amiga se hizo la boluda todo lo que pudo hasta que tuvo que pedir ayuda, una ayuda módica, apenas un test para ver si había respuesta. Y claro, como decía Ángeles: “El dinero no existía hasta que existía. ¿Cuándo? Cuando no había más. De pronto, no había y entonces irrumpía la palabra”.

Cuando la palabra irrumpió, era demasiado tarde, porque para ella el tipo ya era un amarrete insalvable, un amarrete de los peores en serio, un amarrete de los sentimientos. Y es que el ser humano que especula con el dinero, lo hace indefectiblemente en todos los otros aspectos. Otra vez, la respuesta la tenía esa escritora brillante que tantos todavía extrañamos: “Deberíamos haber sabido hablar del dinero. Nos hubiera permitido evitar muchos malos entendidos y acunar una prosperidad más lineal si hubiéramos aprendido a tener las cuentas claras. Desde un punto de vista cósmico incluso. Debe y haber. Debe haber -tendemos a ello pero no- un cosmos equilibrado, espero”.

De más está decir que, para consolar a mi amiga, salimos a reventar la tarjeta de límite dudoso y a comer y beber caro y a cuenta, con la excusa de que el país también se va a la mierda y con la alegría de haber aprendido, una vez más, que los verdaderos afectos -como decía el slogan de la tarjeta- no se pueden comprar con dinero.

Guardar