En el año 2016, escribí por primera vez sobre esto, no porque me hubiese enterado recién entonces, sino porque alguien me envió la copia del telegrama que Henry Kissinger envió el 22 de noviembre de 1976 a su embajada en Buenos Aires expresando preocupación por mi encarcelamiento desde mayo de ese año.
Se trata sin dudas de un personaje muy controvertido, de una inteligencia reconocida por todos con prescindencia de sus propósitos de poder.
Pese a la geopolítica, y al rol jugado por Kissinger en estrategias que con frecuencia se tradujeron en inmenso sufrimiento para los pueblos, desde el punto de vista personal, la muerte de este político tan influyente en muchos asuntos mundiales, que hasta el último momento fue consultado desde el más alto nivel de diferentes gobiernos, me dispara sentimientos encontrados y algunas reflexiones sobre nuestro pasado reciente, significativas en un año en el cual celebramos cuatro décadas de democracia.
Como expresé en aquella primera nota, el recuerdo de este episodio me lo disparó una foto de Henry Kissinger reunido con el presidente de China, Xi Jinping, en 2016, activo aún a sus 93 años.
Casi en simultáneo, un amigo me envió la copia de un telegrama desclasificado por el Departamento de Estado de los Estados Unidos y fechado el 22 de noviembre de 1976, de cuya existencia yo estaba enterada pero que nunca había leído. Ver la firma al pie –”Kissinger”– no deja de resultar impactante.
El 17 de mayo de 1976, poco después del golpe de Estado, el ejército allanó de madrugada la casa en la que yo vivía con mis padres y hermanas en Resistencia, Chaco, y me llevó detenida por mi militancia en la Unión de Estudiantes Secundarios.
Mis padres -quizás porque yo era menor de edad- tenían al principio la esperanza de que sería liberada muy pronto. Pero cuando después de unos días en la Brigada de Investigaciones fui puesta a disposición del Poder Ejecutivo Nacional y trasladada a la prisión, que en ese momento estaba bajo régimen de incomunicación -sin visitas, ni cartas, ni diarios-, comprendieron la gravedad de la situación.
Mi padre, pastor de la Iglesia Evangélica Discípulos de Cristo, apeló a sus amigos y colegas en los Estados Unidos. Inmediatamente, ellos organizaron una campaña nacional y desde muchos puntos del país empezaron a escribir a sus diputados y a las autoridades federales. Varios pastores le escribieron personalmente a Henry Kissinger, entonces Secretario de Estado; primero lo había sido del presidente Richard Nixon y ahora lo era de su vice en ejercicio de la presidencia, Gerald Ford.
Como en esos meses no veía a mi familia, sólo supe mucho más tarde que había habido gestiones del gobierno norteamericano ante la dictadura de Jorge Videla por mi caso, así como por el de muchas otras personas.
El 22 de noviembre de 1976 el propio Kissinger envió un telegrama a la Embajada de los Estados Unidos en Argentina con un mensaje que fue transmitido a los militares: “El Departamento ha recibido pedidos de información sobre el arresto de Claudia Inés Peiró. Según consta fue arrestada en Resistencia, Argentina, el 17 de mayo. En la primera semana, sus padres pudieron verla, pero desde entonces no han podido tener ningún contacto con ella. Ms. Peiró fue supuestamente transferida a la prisión de la Alcaidía el 2 de junio. No se conocen los cargos contra Ms. Peiró”.
A continuación agregaba: “El padre de Claudia, el reverendo Angel V. Peiró, es un ministro de la Christian Church (Disciples of Christ). El presidente de esta Iglesia le ha escrito al Secretario. Los congresistas (Lee) Hamilton y (Andrew) Jacobs también han expresado interés”. Firmado: “Kissinger”.
El telegrama de Henry Kissinger inquiriendo por mi situación es tal vez uno de los últimos que firmó como Secretario de Estado, puesto que ya había otro presidente electo, James Carter, que debía asumir el 20 de enero de 1977.
Pero en los meses siguientes, la presión continuó. Una delegación de la Cruz Roja Internacional me visitó en la cárcel de Villa Devoto a donde había sido trasladada a fin de año. Andrew Young, embajador de los Estados Unidos ante la ONU, y compañero de lucha de Martin Luther King, interpeló al respecto a su par argentino.
Y la propia Patricia Derian, fallecida en mayo de 2016, homenajeada en nuestro país por su labor como Secretaria para Derechos Humanos y Asuntos Humanitarios de la gestión Carter, se comunicó con mi madre en una de sus visitas a Argentina para interiorizarse de mi situación.
El 21 de mayo de 1977 fui llevada desde la cárcel de Devoto a la delegación de la Policía Federal en el aeropuerto de Ezeiza y de ahí a la escalerilla del avión donde me esperaban mi madre y una de mis hermanas. Volamos a Guatemala, a donde mi padre, amenazado por su trabajo social en el Chaco, había sido trasladado preventivamente por la Iglesia.
Al leer este telegrama, otra cosa me resulta notable: la atención que prestan los miembros del Congreso norteamericano a los pedidos de sus votantes. En contraste con tantos diputados que conocemos que, una vez sentados en sus bancas, olvidan cómo llegaron hasta ahí, Hamilton y Jacobs, citados por Kissinger, le escribieron porque recibieron cientos de cartas de sus conciudadanos. Y éste, a su vez, no ignoró el pedido, pese a tratarse de legisladores de un partido diferente al suyo.
Ahora, ante la muerte de Kissinger, toda dirigencia debería observar cómo estuvo hasta último momento tratando de articular intereses que concurrieran a favorecer la agenda de su país, siguiendo el ejemplo de aquel otro gran estadista que sirvió incansablemente a su nación, Benjamin Disraeli, y que afirmaba que “un país no tiene amigos ni enemigos permanentes, sino intereses permanentes”.
Son esos “intereses permanentes” también los que llevaron a todo el bloque soviético -Fidel Castro incluido- a respaldar a la dictadura de Videla y negar rotundamente, en todas las tribunas internacionales posibles, que en la Argentina se estuvieran violando los derechos humanos. Ya que la palabra está de moda: un negacionismo en toda la regla.
Mientras que, a la inversa, y desmintiendo muchos clichés ideológicos, impensadamente, los intereses de otro país pudieron, en una determinada etapa, aportar a una causa de carácter humanitario.