La educación no suele ocupar los principales espacios de la agenda pública ni de la política. Con todo, debe ser una prioridad entre las tareas del Estado. Ante el inicio de un nuevo gobierno, cabe reflexionar acerca de algunas iniciativas que −creo− deberían llevarse adelante si queremos sacar al país de la situación en que se encuentra y, en particular, favorecer el ascenso social que nos caracterizó en otra época. El gradualismo en esto no tiene cabida.
Empecemos por la formación docente, instrumento indispensable para cualquier transformación seria que se pretenda impulsar. En primer lugar, ante la falta de docentes y la incorporación temprana de estudiantes de los profesorados al trabajo en las escuelas, es imprescindible tomar una medida de forma inmediata: reducir la duración de las carreras de Educación, de cuatro años de extensión, si bien en general los aspirantes alcanzan a graduarse en un promedio de entre seis y siete años.
Paralelamente, el Estado Nacional tendría que instrumentar un programa de becas estímulo con contraprestación dentro de las instituciones educativas, con el fin de complementar la formación de los docentes. Esto nunca debería implicar el reemplazo de un docente graduado por un estudiante en formación, circunstancia que hoy ocurre con mucha más frecuencia de lo que imaginamos.
Por otra parte, la evaluación de los distintos agentes del sistema educativo es imprescindible si queremos que los gobiernos tomen decisiones sobre la base de información fiable y que los recursos se vuelquen sobre aquellos sectores que más lo necesitan. En este sentido, los operativos de evaluación nacionales tendrían que generalizarse. Es decir, no solo alcanzar a los estudiantes de nivel primario y secundario, sino extenderse a los estudiantes de los profesorados, a los docentes en ejercicio y a las instituciones, especialmente aquellas que forman docentes. Un elemento crucial en este aspecto es que dichas evaluaciones se transformen en obligatorias y no dejarlas libradas a que la dirección de una escuela o de una familia unilateralmente las rechacen, como sucede actualmente.
La jerarquización de la docencia debe ir acompañada de una mejora sustancial y sostenida en la retribución por dicha tarea. A tal fin, no solo el Estado y las empresas privadas que gestionan escuelas tienen que hacer un esfuerzo adicional, los propios docentes deben concursar de forma regular en una suerte de escalafón que les permita mejorar sus salarios sin salir de las aulas, para así cambiar el modelo actual que -casi de forma excluyente- pone en la antigüedad o el ascenso a cargos de conducción los resortes para aumentar sus ingresos.
Además, es necesario que el ingreso a los estudios superiores en la docencia sea mediante un examen de ingreso, en lo posible único para todo el país, con el acuerdo del Consejo Federal de Educación, ya que −como sabemos− este nivel de la educación está en manos de cada jurisdicción. Aunque, mientras se alcancen los consensos ineludibles, este examen podría ser jurisdiccional. Una alternativa al examen de ingreso a la profesión más relevante de una sociedad que se compromete con la formación de las generaciones venideras es que la formación comience antes de concluir la escuela secundaria. Esta propuesta podría parecer demasiado disruptivo; sin embargo, ya se lleva adelante en la Universidad de Buenos Aires hace más de 35 años a través del programa de UBA XXI, que habilita a los estudiantes de los dos últimos años de la escuela secundaria cursar y aprobar las seis materias obligatorias del Ciclo Básico Común -CBC- y así adelantar un año sus estudios superiores.
Todas estas medidas deberían ir acompañadas de una formación continua a realizarse en las instituciones en las que los docentes implicados desarrollan sus tareas.
Pasemos a los niveles educativos obligatorios por ley. Es claro que se debe extender la cubertura del nivel inicial y, para eso, el Estado Nacional, las provincias, las intendencias o municipios, las empresas y los gremios necesitan invertir en la construcción de nuevas escuelas. Debería ser un objetivo de los próximos cuatro años alcanzar la cobertura total en las tres salas de este nivel educativo.
En cuanto a la escuela primaria, todas las jurisdicciones tienen que encarar un plan de alfabetización que garantice -a lo sumo en dos años- que todos los niños lean, escriban e interpreten lo que leen de acuerdo con estándares regionales, hoy muy lejos de alcanzarse y de lo cual todas las pruebas -nacionales, regionales e internacionales- dan cuenta. Además, hay que garantizar que la hora diaria agregada por la gestión saliente se destine únicamente a que los chicos tengan más horas de clase en Lengua y Matemática.
Con respecto a la escuela secundaria, se necesita una reforma sólida e integral. Tres aspectos son fundamentales. Ante todo, los estudiantes no deberían tener más de cinco o seis asignaturas en simultáneo. Para eso, es imprescindible organizar por cuatrimestres la mayoría de las materias y sumar a cada asignatura una cantidad considerable de horas semanales. En segundo lugar, cada jurisdicción debería transformar el currículo en pos de permitir progresivamente a los estudiantes elegir responsablemente las materias a cursar, lo que contribuiría sin dudas a su formación ciudadana. Por último, es esencial que se implemente un examen final nacional nominal único de estudios secundarios que informe sobre los aprendizajes apropiados por cada estudiante. No se trata aquí de que esta herramienta sea utilizada para el ingreso a los estudios superiores, pero que sí posibilite a cada individuo anticipar decisiones y corregir trayectorias. No hay peor gestión educativa que aquella que no quiere conocer el estado de situación de sistema educativo que tiene a cargo.
En la misma línea de acciones que garanticen la disponibilidad de información confiable y actualizada, es imprescindible que el Sistema Integral de Información Digital Educativa -SInIDE-, creado en el año 2012, esté funcionando en menos de un año en las 24 jurisdicciones. Hoy está implementado en diez provincias y alcanza tan solo a 15.000 de las 76.000 instituciones educativas del país. Se trata de un legajo único por estudiante -puede asimilarse a la historia clínica en el sistema de salud-, capaz de cargar e informar en tiempo real la asistencia, calificaciones, pases, promociones y toda la vida académica organizada por estudiante, escuela, nivel educativo o jurisdicción. Hasta ahora los gobiernos en su mayoría han eludido esta responsabilidad para evitar transparentar los datos educativos reales.
Por último −y no porque la lista de acciones necesarias haya finalizado, sino porque estas son a mi criterio las ineludibles−, el Congreso Nacional debería aprobar por ley que la Educación es un servicio esencial, lo que muy probablemente ayudará al cumplimiento de los 180 -o mejor aún 190- días de clases efectivos. Esto evitaría situaciones anómalas como, por ejemplo, la de la provincia de Chubut, en la cual de los últimos 5 ciclos lectivos los estudiantes han tenido solo el equivalente a uno, según lo expresado en estos días por su gobernador electo.