Jubilación: de distinción a estigma

Lo que alguna vez fue para festejar hoy se convirtió en algo casi para lamentar

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El valor simbólico y material de la jubilación cambió con el paso de las épocas. Foto: Andina.
El valor simbólico y material de la jubilación cambió con el paso de las épocas. Foto: Andina.

Voy a redactar en primera persona una experiencia que me pertenece pero que creo representa a millones.

En mi Jujuy natal, allá por el año 1965, hace 58 años, una familia de mi barrio (hoy conocido como 1º de marzo) organizaba un festejo, en la cuadra se veía el intenso movimiento, entraba y salía gente de una casa, llegaban bebidas, comida, barras de hielo (por aquella época no era común que en las casas hubiera una heladera, al menos no como las conocemos ahora) y en una esquina del patio, bajo una parra, se acomodaba una tarima en donde se ubicaría una orquesta (unos hermanos, por entonces jóvenes, que luego hicieron carrera como peluqueros de hombres y oficiaron de maestros de música, en su peluquería), es decir, se esperaba que la fiesta, la celebración, iba a ser algo que se recordaría por mucho tiempo, de hecho eso fue lo que sucedió.

Toda esa agitación debía tener un motivo, era excepcional, nunca antes había visto algo igual, sí hubo cumpleaños, aniversarios, bodas, etc., pero nunca antes se había jubilado nadie, y ese era el motivo por el cual todo un barrio vibraba. Como leyeron, en 1965 se jubilaba un vecino que, como casi todos los mayores del barrio, era ferroviario y había logrado la dicha de jubilarse luego de haber trabajado una vida entera.

La historia que precede a estos párrafos era necesario darla a conocer pues jubilarse era, más que una palabra, una condición, que en aquel entonces llevaba consigo un eco de respeto y admiración. Era un logro, un triunfo alcanzado después de una vida de sacrificio y labor incansable. En un tiempo en que los trámites previsionales eran laberintos insondables, convertirse en un jubilado era como recibir una bendición divina. Recordemos que, en aquellos días, eran pocos los privilegiados que podían ostentar ese título, y casi todos eran hombres. La jubilación, en sí misma, era una carta de respeto ganada tras años de arduo esfuerzo.

Nueva identidad

Tras retirarse, este vecino adquirió una nueva identidad, la de jubilado, dejo de ser el maquinista de ferrocarril para ser, jubilado. Como ya dije, por entonces, esa nueva identidad se consideraba casi un privilegio, cobrar un salario sin tener que trabajar. Pero, claro, abandonaba una identidad para ingresar en otra, dejaba de ser activo para ser pasivo, lo que hoy por hoy se considera casi una degradación social pues el término pasivo más que denotar una condición, connota un estigma y esto ancla con el título de esta columna pues, no solo se pierde una identidad, sino que se ingresa en dos nuevas, una más estigmatizante que la otra: pasivo e indigente. Lo que alguna vez fue para festejar hoy se convirtió en algo casi para lamentar.

Así es como puedo describir la transformación que he presenciado, una transformación que, como tantas otras, refleja una metamorfosis cultural y social que podría parecer imperceptible a simple vista, pero que tiene profundas implicaciones en la percepción de nuestra propia identidad.

En el contexto de la Argentina contemporánea, la jubilación ha adquirido una dimensión distinta. Lo que alguna vez fue un logro al final de una vida de trabajo se ha vuelto una suerte de condena social para muchos. Es un dilema que afecta a una cantidad creciente de personas: jubilarse económicamente se ha convertido en una encrucijada difícil de sortear. Los vaivenes económicos y las dificultades financieras han llevado a que el acto de retirarse se sienta más como un desafío que como un premio. Las pensiones y jubilaciones a menudo no son suficientes para cubrir las necesidades básicas, lo que provoca que la jubilación, en lugar de ser un capítulo dorado, se convierta en un período de lucha por la supervivencia.

Esta transformación en la percepción de la jubilación ha llevado a que muchas personas, aunque estén en condiciones legales de jubilarse, opten por continuar trabajando. La jubilación, que alguna vez fue el ansiado horizonte de descanso, ahora se presenta como una encrucijada difícil de resolver. ¿Cómo celebrar una jubilación cuando esta conlleva la incertidumbre económica y social? ¿Cómo festejar un cambio de identidad cuando este cambio parece más una pérdida que un logro?

En este escenario, la identidad sigue siendo un enigma en constante evolución. La etiqueta de jubilado ya no lleva consigo únicamente las connotaciones positivas de antaño, sino que también puede llevar el peso de una realidad económica precaria. Nuestra identidad se ve afectada por las circunstancias económicas, por las dinámicas sociales cambiantes y por las aspiraciones individuales. Si antes la jubilación representaba una transición hacia la tranquilidad, hoy se presenta como un cruce lleno de desafíos.

Como si esto fuera poco, la creciente tendencia del hoy llamado “edadismo” añade una capa más a esta compleja realidad. El “edadismo” insinúa que la sociedad valora menos a las personas conforme avanzan en años, como si el valor personal se evaporara con el paso del tiempo. Esto afecta la percepción de la jubilación: en lugar de ser vista como un merecido descanso, puede percibirse como un descenso en la escala de importancia. Sin embargo, a pesar de este fenómeno, lo que no debemos olvidar es que la identidad es un tejido que puede abrazar múltiples capas. Aunque la sociedad pueda sugerir que la jubilación es un techo, para muchos es una base sólida desde la cual proyectar y explorar nuevas oportunidades.

Una anécdota que merece ser contada

El protagonista de este relato era maquinista, conducía una vieja locomotora a vapor que arrastraba vagones, generalmente de carga, desde Ciudad Perico hasta La Quiaca. Para que funcionara esta máquina eran necesarias dos cosas, agua y leña, ésta que alimentaba el fuego en la caldera donde se calentaba el agua y producía el vapor para impulsar el coche motor.

Por esa época, en las casas, para cocinar, solo existían los braseros y las llamadas cocinas económicas, esas de hierro fundido que se alimentaban a leña. Es aquí donde reingresa a la historia el homenajeado, quien quedara en la memoria por siempre ya que don Telésforo, así se llamaba, cuando iba conduciendo camino a La Quiaca, desde Perico, pasaba por nuestro barrio (este estaba al lado de la vía) y unos kilómetros antes comenzaba a hacer sonar el pito del tren para que supiéramos que pronto llegaría y los vecinos teníamos que ir a recoger la leña que desde arriba del tren iba tirando, esta luego alimentaría los braseros y las mencionadas cocinas económicas.

Todas las semanas el barrio entero, chicos y grandes acarreábamos la leña hasta nuestras casas para que nuestras madres o abuelas tuvieran fuego suficiente para cocinar, calentar agua para bañarnos o calefaccionar el lugar de reunión de la familia por excelencia, la cocina.

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